Ninguno de los presidentes que aprobó ayer la reincorporación de nuestra Isla en la OEA ocupaba cargos públicos en 1962, cuando se implementó la expulsión del gobierno cubano de ese organismo. Sin embargo, la derogación de aquella resolución ha encontrado hoy en el poder a los mismos que por entonces regían el destino de mis padres y de mis abuelos. La población cubana sí que cambió mucho entretanto: unos murieron, otros emigraron, a mi generación con su exótica “Y” le empezaron a salir las primeras canas, pero en la tribuna el mismo apellido ha seguido todo este tiempo aferrado a los micrófonos.
A nuestros decanos en la presidencia, la decisión de la OEA los pone ante un dilema que casi siempre resuelven mal. Conminados a escoger entre la beligerancia y la armonía, esta última les quema como sal sobre la piel, los ahoga en tanto agua dentro de los pulmones. Se han forjado en la lógica del enfrentamiento, de ahí que una posible silla en la Organización de Estados Americanos les parece más peligrosa que la barricada en la que tan cómodos se sienten. Saben que al sentarse en ella quedarían insertados en una comunidad regional que los apoyaría, pero también les exigiría aperturas al interior del país.
De ahí que el anuncio del miércoles pasado me parezca otra mano que se tiende, una nueva puerta que se abre, solo para dejar en evidencia la falta de voluntad de aceptarla que tienen los gobernantes cubanos. El deseo de Juan Pablo II que “Cuba se abra al mundo, el mundo se abra a Cuba” estaría por cumplirse, si no fuera porque la primera parte de la frase sigue siendo un camino sin avance. Tal pareciera que quienes llevan los timones de mi país prefieren aquella pegajosa consigna de “Con la OEA o sin la OEA, ganaremos la pelea” que tanto gritaron en los años 60. Sin embargo, ya nadie ve la batalla por ningún lado, el enemigo se desdibuja y la victoria… ay la victoria… se ha reducido a mantenerse todo este tiempo en el poder.
Yoanis Sanchez
http://www.desdecuba.com/generaciony/
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