viernes, 3 de junio de 2011
El costo de las reformas
Por Colette Capriles
Entre 1989 y 1992 se produjeron en Venezuela una serie de acontecimientos ligados a lo que podríamos llamar un espíritu de reforma que había empezado a florecer entre ciertos grupos ilustrados desde la presidencia de Jaime Lusinchi, y que estaba acompañado por las señales de agotamiento del modelo rentista -en lo económico- y por un gran malestar que evidenciaba la crisis del modelo institucional y político que el Estado venezolano encarnaba. No es cuestión aquí de insistir en la descripción de estas crisis; me interesa más bien llamar la atención sobre los obstáculos que enfrentó aquel espíritu de reforma, y sacar alguna lección para las reformas por venir, mutatis mutandis.
Lo primero que hay que destacar del plan de reformas de 1989 es, el llamado Gran Viraje, es su carácter perentorio: una de las premisas, o quizás el dogma fundamental, parece haber sido que las condiciones en las que el nuevo gobierno de Carlos Andrés Pérez se instala eran críticas y exigían una respuesta global y sin transiciones. Se rechazó todo gradualismo, considerando que el costo de las reformas iba a poder asimilarse así más rápidamente, entendiendo el liderazgo personal del Presidente y sus números electorales como el factor político esencial.
Paradójicamente, fue la preocupación por el impacto económico de las medidas de ajuste fiscal y de apertura comercial sobre la población en general, y sobre los más pobres, lo que terminó creando un efecto perverso: se pensó muy poco en el impacto político, es decir, en los efectos que el cambio de reglas económicas iba a causar en las élites y grupos de interés, en las minorías poderosas que tenían mucho que perder con las nuevas reglas. Con el objetivo de acelerar la transición hacia una etapa de crecimiento económico, se obviaron las largas negociaciones y concesiones que debieron haberse llevado a cabo para asegurar el consenso sobre las reformas. El gradualismo no aparecía como opción sobre todo porque exigía acuerdos políticos que no parecían posibles.
Indudablemente, la situación fiscal para 1989 era crítica y urgía un programa de ajuste (cuyo financiamiento multilateral exigía el cumplimiento de condiciones muy estrictas de disciplina fiscal). No obstante, parte del paquete podría haberse negociado en un periodo más largo: tanto la apertura comercial como las privatizaciones podrían haberse diseñado en un plazo mayor y con mejor sustentación en cuanto a los apoyos necesarios.
Sin embargo, construir el consenso político para el plan de reformas hubiera necesitado de una configuración de las fuerzas políticas (partidistas o extra partidos) totalmente distinta, mucho menos hostil que la que tenía enfrente el presidente Pérez.
En realidad, las reformas económicas avanzaron a pesar y en contra de un status quo que se resistió no sólo a éstas, sino fundamentalmente a las reformas institucionales y políticas. La más importante de ellas, la elección directa de gobernadores y alcaldes (una medida que había sido diseñada por la Comisión para la Reforma del Estado bajo el gobierno de Lusinchi, pero cuya aplicación había sido postergada por éste), cambió completamente la dinámica interna de los partidos políticos, reacios a modernizarse e incapaces de adaptarse a la nueva realidad política.
El gobierno de Pérez perdió así la poca base de sustentación que le quedaba en su propio partido, principal perjudicado por estos cambios. De hecho, la misma candidatura de Pérez había traído ya un cisma silencioso en el seno de Acción Democrática y su pretensión de adornar su gabinete con expertos no partidistas fue vivida como una auténtica ofensa en AD.
La dinámica de financiamiento y redes de influencia del partido, naturalmente, quedaron quebrantadas y contribuyó al desapego que AD mostró con respecto a las reformas y al gobierno de Pérez. Mucho de su descontento se expresaba ideológicamente, cuando los voceros políticos se referían al programa de reformas como “neoliberal” y “hambreador”, ubicándose como defensores del estatismo rentista, pero no fue una diferencia ideológica la que en verdad llevó a la ruptura entre partido y gobierno, sino más bien la pérdida de privilegios, fueros corporativos e intervención en los negocios públicos.
La sociedad venezolana, hoy, es mucho más compleja, plural, diversa y contradictoria que la de 1989. La primera lección que se puede extraer de aquella experiencia puede ser la más difícil de cumplir: no es posible un programa de reformas sin una unidad política que incluya a partidos, dirigentes, actores sociales y actores económicos. Esta inclusión debe basarse en la convicción de que los intereses de todos serán considerados en el diseño económico.
En otras palabras, el objetivo político tiene que priorizarse sobre el económico. Por fortuna (aunque es lamentable), los grandes rasgos del programa económico alternativo no ofrecen motivo de disputa: la experiencia del estatismo rentista y personalista ha sido suficientemente dramática, y hay consenso acerca de la necesidad de recuperar el estado de derecho y las condiciones mínimas de la economía de mercado dentro de un contexto moderno y globalizado.
Sin embargo, la adopción explícita de la ESM, con el componente de concertación y negociación que implica, necesita un examen pormenorizado de las dinámicas sectoriales, de los intereses e incentivos de los distintos agentes económicos, en un ambiente que será percibido como de alto riesgo (entre otras cosas, porque la campaña electoral que el oficialismo está construyendo va dirigida a incrementar la percepción de los riesgos del cambio político, ofreciendo a cambio la carta de la “estabilidad” del régimen “fuerte”).
Es fácil prever que el nuevo gobierno, en 2013, se verá obligado a proponer un plan de ajuste fiscal que reordene las finanzas públicas. La magnitud del caos en este sentido no puede ser aún estimada, debido al secretismo de las cuentas nacionales y la discrecionalidad de su administración. Pero las condiciones externas, los nuevos actores financieros internacionales y la dinámica de los capitales mundiales son completamente distintos y más favorables que el panorama de 1989, y se puede anticipar un margen de maniobra mucho más amplio que entonces. El verdadero desafío será resistir las presiones inerciales que se pondrán en juego para enlentecer o impedir el desmontaje del sistema clientelar y corporativo que se solidificó durante los últimos 12 años, que si bien está asociado a las cúpulas gobernantes, no desaparecerá cuando éstas dejen de serlo.
Una tarea para políticos con experiencia.
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