Texto de la Conferencia dictada por Fernando Mires en la
Universidad Central de Venezuela (UCV) con motivo del quincuagésimo aniversario
del Centro de Estudios del Desarrollo (CENDES) (14 de Octubre de 2011)
Por Fernando Mires
Una vez por semana, casi siempre los días martes, en un
café italiano llamado “Prosecco”, nos reunimos un pequeño grupo de ex docentes
de la universidad de Oldenburg, todos al igual que yo, jubilados. Nuestro
objetivo es conversar acerca de esto y de lo otro. Mas suele suceder que esto y
lo otro se reduce a un único tema: la política. Y sin embargo, ninguno de
nosotros es político. Fue esa la razón por la cual un día se me ocurrió hacer
una pregunta indiscreta: “¿Por qué nos gusta tanto la política?”.
Como es posible imaginar, las respuestas fueron diversas.
Unos dijeron que les gustaba porque la política es un modo de polemizar sin
agredirnos. Otros aseguraban que nos gustaba porque somos ciudadanos de la misma
ciudad. No faltó otro quien, como afilando la hoja de un cuchillo, dijo:
“Hablamos de política para no hablar de otras cosas”. Uno, recordando una frase
de Aristóteles, no tuvo mejor idea que afirmar que el ser humano es un animal
político. En lo de animal estuvimos de acuerdo. En lo de político, no tanto. Y
como suele suceder en las reuniones inter-inter-académicas, el tema no quedó
zanjado. Todo lo contrario.
Uno de los pocos, pero también más conocidos dictámenes
de Hannah Arendt –recordé al regresar a casa- dice: “El sentido de la política
es la libertad”. Con esa frase –pensé- podríamos haber resuelto el problema.
Pues, como a la mayoría nos gusta más la libertad que la opresión, y si el
sentido de la política es la libertad, la pregunta del porqué nos gusta tanto
la política se resolvería por sí sola. No obstante, pensando con más detención,
puede que sea ahí donde recién comienzan los problemas. Lo mismo opinaba H.
Arendt.
Cuando Hannah Arendt escribía que el sentido de la
política es la libertad hacía solo mención al sentido originario de la
política, sentido que no podía ser otro sino el asignado por los antiguos
griegos. Pero la misma H. Arendt destacaba en uno de sus borradores destinados
a culminar en un libro que no alcanzó a terminar (“Introducción a la Política”)
que el sentido de la política en los tiempos actuales debe ser redefinido. La
razón es que –como yo mismo constataba en la cafetería- nuestra vida se
encuentra tan politizada que ya es imposible seguir buscando la libertad a través
de la política. O como sugería Hannah Arendt: puede ser que hoy la libertad
comienza ahí donde termina la política. ¿Y dónde termina? Mi respuesta no es
nada de genial, pero por ahora no tengo otra: la política termina en lo
no-político, y lo no-político hay que buscarlo en la vida íntima, en la
privacidad, en el arte, en la religión, o en otros lados que por el momento no
se me ocurren.
También podríamos decirlo así: a diferencia de los
griegos para quienes la política era uno de muchos espacios, nosotros, los
post-griegos, estamos amenazados de ser invadidos por el mundo político hasta
el punto que si no nos detenemos a tiempo podemos terminar repitiendo la
amenazante (y totalitaria) consigna de los estudiantes sesentistas: “todo es
político”. En fin, hay señales que nos indican que el sentido de la libertad ya
no debemos buscarlo en la política sino más bien fuera de ella. ¿Pero cómo
liberarnos de la política si nos hemos convertidos en seres politólicos hasta
el punto de que en una reunión no podemos hablar de otra cosa que no sea de
política?
La política nos gusta, y nos gusta tanto que no sólo no
podemos, tampoco queremos hablar de otra cosa. Como los alcohólicos, los
tabacólicos, los trabajólicos, quienes no pueden ser liberados de sus vicios,
los politólicos solo podemos liberarnos de nuestro “deseo de política” hablando
de política pero con ello no nos liberamos de la política; todo lo contrario.
De este modo no tengo otro camino que volver al principio y repetir la misma
pregunta: ¿Por qué nos gusta tanto la política?
Voy a intentar responder a esa pregunta haciendo lo que
casi todo el mundo me critica: separar los elementos de la pregunta (otros lo
llaman: de-construir). Y bien, la pregunta contiene dos elementos: el gusto y
la política. Ahora, el gusto no puede ser separado del deseo pues si deseamos
algo es porque nos gusta. Y al llegar aquí resulta para mí imposible evitar dos
evocaciones. Una es a Kant y la otra es a Lacan.
2. Sobre gustos no hay nada escrito
Sorpresiva puede resultar la evocación a Kant. No lo es
tanto si recordamos que su libro Crítica del Juicio iba a llevar en principio
como título, Crítica del Gusto. Y si nos aventuramos en sus páginas descubrimos
que “el gusto” (Geschmack) ocupa un lugar central en su discurso filosófico. El
gusto -otras veces nos habla el filósofo de “inclinaciones”- no nos lleva a
emitir ningún juicio, pero sin gusto no podemos emitir ningún juicio. Haga
usted mismo la prueba.
Si juzgamos a favor de lo bueno, de lo justo, de lo
bello, es porque hemos aprendido a gustar de esas cualidades más que de lo
malo, de lo injusto y de lo feo. O en otras palabras: si no aprendemos a gustar
bien, juzgaremos mal. Trasponiendo la idea kantiana al nivel del tema de la
política, comprobaremos que no podemos hablar de política sin emitir juicios,
ya sea sobre personas, partidos, programas, etc. De tal modo que cuando
discutimos de política discutimos acerca de nuestros gustos (preferencias)
políticas.
Ahora, como en gustos no hay nada escrito, dice el
conocido refrán, tenemos diferentes gustos. Y así nos vemos casi siempre en la
obligación de justificar nuestros gustos frente a los demás, sobre todo cuando
los demás quieren imponernos sus gustos. La defensa (justificación) de nuestros
gustos es entonces lo que llamamos argumentación. No obstante, no se trata de
cualquiera argumentación como por ejemplo defender mi gusto por los pasteles de
manzana frente a quienes gustan de los pasteles de fresa.
Los gustos en política son gustos sobre la ciudad, el
país, la nación, y no por último, sobre determinadas personas. Eso quiere decir
que en el gusto político está involucrado nada menos que mi propio ser:
historia, biografías, experiencias, relaciones de pertenencia (sociales,
culturales, religiosas, amistosas) en fin, todo lo que uno ha sido, es y quiere
ser. En el gusto por la política – ese es el punto adonde voy- está uno mismo.
Cuando yo justifico mi gusto político entonces, me estoy justificando frente,
junto o en contra de los demás. Aunque a los demás “no les guste”.
En el fondo, cada vez que hablamos de política, hablamos
de nosotros. Esa es quizás la profunda razón psicoanalítica por la cual mi
querido y fenecido amigo, el filósofo Zoltan Szankay, hablaba siempre del
“campo político de proyección”. Hacia la política, quería decirme, proyectamos
nuestros deseos de ser. Y con eso ya estamos, como se ve, abandonando el
concepto kantiano de gusto para comenzar a hablar del deseo, o como ya fue
anunciado: del deseo de Lacan, que no es lo mismo que el gusto kantiano.
El deseo –ni lacaniano ni otro- no es igual al gusto,
como mal sugiere el lenguaje corriente. En cierto modo podría afirmar que el
gusto viene del deseo, pero no el deseo del gusto. En el mejor de los casos, el
gusto por una cosa nos permite adivinar el deseo que está más allá de la cosa.
Por ejemplo, el gusto por una rosa deja pre-sentir un deseo por la belleza,
belleza que está más allá de la rosa. En términos filosóficos: el deseo
trasciende a la cosa deseada. Y el deseo lacaniano trasciende al propio deseo.
El deseo lacaniano, para decirlo en breve, es el deseo que está más allá del
deseo. ¿Cómo explicarlo? Del modo más simple que se me ocurre: todo deseo o es
deseo total, o no es deseo. Todo deseo es deseo de ser, y el ser, al ser un
ser, busca la plenitud de su ser.
El deseo del ser es un deseo de vida total e infinita.
Los otros deseos, los que nosotros llamamos deseos, no son más que pre-deseos,
deseos interruptos, tres cuartos de deseo, nunca el deseo mismo. O para decirlo
en clave casi teológica: el deseo parcial (el deseo-cosa, el deseo cosificado,
el deseo que da a la cosa su dignidad: la dignidad de la cosa) viene del deseo
total del mismo modo como un rayo de luz viene del sol ¿De dónde sino puede
venir? ¿O hemos de leer a Ken Wilber para que nos explique por qué la parte
viene de un todo, pero ningún todo de una parte?
Pero, dirán ustedes ¿qué tiene todo eso que ver con la
política? Ese es el punto, amigos míos, donde lo injuntable se junta (Kant y
Lacan) Lo que quiero decir es que no hay política sin el deseo de la política.
De ahí que ya tenemos un esbozo de respuesta a mi pregunta inicial: ¿Por qué
nos gusta tanto la política? Respuesta: Porque la deseamos, carajo, porque la
deseamos.
La inevitable pregunta que sigue es ¿y por qué deseamos a
la política? Formulada de modo aún más radical ¿Qué es lo que deseamos en la
política? Para que no perdamos el hilo, será conveniente volver un poco más
atrás, a ese párrafo que dice así: “Y bien, la pregunta (o el porqué de la
cosa) contiene dos elementos. El gusto y la política”. Como ya hemos hablado
del elemento “gusto”, hablaremos ahora del otro elemento: “la política”. ¿Pero,
qué es la política? Quizás habría que pedir consejo a los grandes maestros.
3. Los amigos y los enemigos
Los maestros dicen muchas cosas pero en un sólo punto
están de acuerdo, a saber, que sin política hay guerra, siendo Hannah Arendt la
que radicalizó ese acuerdo, añadiendo que allí donde no impera la política
asistimos al reinado del terror, formulación irrefutable, no sólo por su lógica
sino por la historia, sobre todo la del siglo XX. Luego, si es así, hemos de
convenir que Clausewitz se equivocaba totalmente al afirmar que la guerra es la
continuación de la política por otros medios. Desde una perspectiva histórica
ocurre exactamente al revés: la política es la continuación de la guerra por
otros medios.
La política supone la creación de un espacio donde
tratamos de aniquilar al adversario sin matarlo. En cierto modo la política es
una guerra simbólica y lo es en dos sentidos. Primero, porque simboliza los
actos de la guerra y segundo, porque las armas de la política son las palabras
y toda palabra es un símbolo.
Advierto desde ya que muchos no estarán de acuerdo con mi
afirmación relativa a que los humanos deseamos la guerra y para que no nos maten
inventamos un simulacro: la política. Eso me obliga a ser más preciso. Lo que
en el fondo deseamos –ya sea en la guerra o en la política- es el poder, y el
poder de todo poder, es el poder-ser.
Ahora, si deseamos el poder es porque no lo tenemos pues nadie
desea lo que tiene. Quiero decir, hemos sido enviados al mundo portando un
vacío de poder, vacío que condiciona nuestro deseo de poder que es a la vez el
reflejo pálido de nuestro deseo de ser. Pero el poder aparece ante nosotros
como “el poder de los otros” (en la infancia: los padres, los maestros; más
adelante la policía, y luego el gobierno; el Estado) Y frente al poder no
tenemos más alternativa que acatarlo o subvertirlo. Por supuesto, el deseo de
subvertirlo será siempre más fuerte que el deseo de acatarlo, y eso obliga
–recordando a Foucault- a que vivamos la vida como una permanente lucha por el
poder. Lucha que cuando es militar o política es inevitablemente colectiva.
Tanto en la política como en la guerra la lucha en contra
de los otros lleva a la configuración de un nos-otros. Quiero decir: así como
el sí viene de un no, lo nuestro es un derivado de lo vuestro. O así como la
presencia del otro lleva al descubrimiento de lo propio (y no al revés) la
presencia de un vosotros que se interpone al deseo de varios, lleva a la
constitución de un nosotros. Luego, eso lo sabemos todos, la política aparece
allí donde hay un antagonismo de los otros con un nosotros. En ese punto la
política no se diferencia de la guerra.
Tanto el “vosotros” como el “nosotros” son relaciones,
vínculos negativos y positivos que hemos contraído para defendernos o para
atacar. Tiene razón entonces Hannah Arendt cuando afirma que el ser humano no
es político; al contrario, es profundamente a-político. Eso quiere decir que la
politicidad del ser humano no viene de su naturaleza sino de su relación con
los demás, relación que no está ni en los unos ni en los otros, sino “entre”
los unos y los otros. Esa relación es, por cierto, doble. Por un lado es
negativa, pues la política será siempre realizada en contra de algo, o alguien.
Por otro lado es positiva, pues para estar “en contra de” requiero unirme “con
los míos”. Quien va a la política pensando que allí sólo va a encontrar buenos
amigos, se equivoca rotundamente.
Me atrevería a decir incluso que la virtud (polémica) de
un político se mide por su capacidad para hacerse de buenos enemigos. Visto el
problema desde su reverso: quien logra tener buenos enemigos logrará tener
buenos amigos pues estos últimos se prueban como amigos en la adversidad, es
decir, frente a los adversarios. De ahí que no hay una relación más personal
que aquella negativa que construimos frente a un adversario. Quizás deba
aclarar este punto con una anécdota.
El día que murió Pinochet llamé por teléfono a un amigo
chileno quien había padecido indecibles torturas bajo la dictadura. Cuando le
pregunté si se sentía feliz ante tan buena noticia, él me contestó: “Mira,
pensé que éste iba a ser uno de los días más felices de mi vida pero no es así.
No siento tristeza, por supuesto. Lo que siento en cambio, es algo así como un
vacío”. Creí entenderlo, mi amigo, al igual que yo, había perdido a un terrible
enemigo. Y la enemistad, más que la amistad, puede ser una fuerte relación, lo
que para decirlo en el sentido de San Pablo cuando se refería al Katekom, es
algo que nos sostiene, tanto, y a veces más, que la propia amistad. Pues la
enemistad nos da motivos para luchar. No ocurre así con la amistad pues uno no
lucha en contra de los amigos. En fin, entre el enemigo y el “yo” hay un
vínculo, un vínculo que será más estrecho mientras más fuerte sea “nuestra”
enemistad.
Ese “entre” es un vínculo “nosótrico” con el “otro”. La
guerra y la política, es lo que quiero destacar, son fuentes de relación
humana. Ni en la guerra ni en la política estamos solos. Por el contrario,
estamos rodeados de enemigos por todos lados. ¿Será esa entonces una de las
razones por las cuales a mí y a mis colegas nos gusta tanto hablar de política?
¿No será el habla política un modo y un medio para no sentirnos tan solos en
este mundo frente a tanto enemigo que nos rodea?
4. La Política y el Tiempo
Efectivamente, a través de los acuerdos y de los
desacuerdos nos relacionamos a favor o en contra de algo. Nos relacionamos, es
decir, nos vinculamos como amigos y adversarios. Nos desunimos con unos y por
eso mismo nos unimos con otros. No existe por lo tanto una política individual.
Los verbos de la política deben ser siempre conjugados en tiempo de plural. Y,
a diferencia con la guerra, nos articulamos -sea entre nosotros, sea con
nosotros- por medio de las palabras, incluso por medio de las que callamos.
La política si fuera un arte sería en primera línea un
arte gramático, que duda cabe. Hablando de política nos articulamos
gramaticalmente. Primero, en y con nosotros mismos buscando el acercamiento más
posible entre lo que sentimos y pensamos con lo que queremos y con lo que
debemos decir. Segundo, estableciendo diferencias, acercamientos, alejamientos,
antagonismos y reconciliaciones, nos articulamos con los demás. Tercero, al
hablar de política hablamos de acontecimientos políticos y con ello nos
articulamos con el propio tiempo en que vivimos.
Creo que ya me he referido con cierta extensión a las dos
primeras articulaciones, pero no así a la tercera: la articulación en y con el
tiempo. Afirmación decisiva pues vivimos y somos en el tiempo. Más decisiva es
todavía si tomamos en cuenta que el tiempo no sólo trascurre, además ocurre,
con lo que ya estoy insinuando que en la medición del tiempo intervienen por lo
menos dos cronologías. La primera es la cronométrica, determinada por aparatos
de medición como son los relojes y los calendarios. La segunda es eventual,
pues está determinada por eventos, es decir por lo que acontece, sucede,
ocurre. Para poner otro ejemplo: yo recuerdo mi pasado a partir de los
diferentes periodos presidenciales que he presenciado en los países donde he
vivido. Me nombran un periodo presidencial e inmediatamente establezco
asociaciones con hechos que ocurrieron en ese intervalo. Eso quiere decir que
yo al menos, si viviera bajo una dictadura, o por lo menos bajo un gobierno muy
largo, tendría serios problemas para recordar mi propio pasado.
De todas las perversiones propias a las dictaduras -o de
las de sus sucedáneos históricos, los autoritarismos post-modernos- creo que no
es la menor la de apropiarse del tiempo de los ciudadanos. Es por eso que el
ideal de cada dictador es anular el pasado, borrar la memoria de los pueblos y
construir una vida sin acontecimientos: una nueva periodización donde todo el
pasado sea relegado a un fondo oscuro que contraste con la supuesta luminosidad
que dio origen al advenimiento de la dictadura. Pero, y es lo que aterra a cada
dictador, si hay un antes, tiene que haber un después de la dictadura Es la ley
de la vida. Es también la ley de la muerte.
Cuando hablamos de política hablamos entonces de
acontecimientos políticos a los cuales interpretamos de este o de otro modo. Y
si tenemos en cuenta que la historia ocurre de acuerdo a lo que sucede o acontece
en el tiempo, y si además consideramos que lo que sucede o acontece es muchas
veces político, cuando hablamos de política no sólo participamos en el mundo
que nos ha tocado vivir sino, además, con nuestras frases e ideas, alimentamos
la esfera de la política. Estoy hablando de una, permítaseme usar el término,
poliosfera formada por diversos discursos que trans-curren en diversas
direcciones de acuerdo a lo que o-curre en el mundo. O también dicho así:
cuando hablamos de política, la poliosfera se alimenta a sí misma a través de
nosotros.
¿Qué quiero insinuar con este aparente juego de ideas?
Algo muy político, y se trata de lo siguiente: la historia no es un proceso
objetivo sino una sucesión temporal formada por acontecimientos los que cuando
son asuntos de la polis son politizados. Luego, la historia está condicionada
por la política y no la política por la historia. La historia es y será
siempre, historia política. Eso significa a su vez que cuando hablamos de
política estamos formando parte de la historia en un mundo al que llegamos no
sólo para vivirlo sino también para disputarlo. O más preciso: porque llegamos
para vivirlo, debemos com-partirlo, es decir, re-partirlo, es decir partirlo, y
por lo mismo disputarlo.
¿Será por eso que nos gusta tanto la política? Yo creo
que sí.
5. Política y democracia
Y bien; recién al llegar a este punto pienso que estamos
en condiciones de replantear la pregunta inicial relativa al “sentido de la
política”. Recordemos que la misma Hannah Arendt, cuando afirmó que el sentido
de la política es la libertad, manifestó dudas sobre su propia afirmación,
preguntándose si el problema que hoy afrontamos es el de un exceso de política,
exceso que podía llevar a un mundo donde todo es política y la política es
todo. Lamentablemente H. Arendt no dio respuesta definitiva a esa inquietante
pregunta. Quizás ha llegado el momento de responderla. Veamos:
Si un exceso de política lleva a la negación de la
política quiere decir que para liberarnos de ese exceso será necesario limitar
a la política, o lo que es igual: reducir el espacio de lo político a un mínimo
–valga la redundancia- políticamente soportable. Esa reducción de lo político
tiene un nombre preciso: democracia. Conclusión que para quienes imaginan que
política y democracia es lo mismo, puede resultar asombrosa. Sin embargo, desde
una perspectiva histórica es fácil comprobar que la política precede, forma
parte y trasciende a la democracia. Eso significa que también bajo una
dictadura puede haber política. Más aún, en tanto la tensión de los
antagonismos es mucho más intensa bajo una dictadura que en una democracia,
puede ser incluso posible que bajo una dictadura exista más política que en una
democracia.
La democracia es sólo uno entre muchos ordenes políticos
o, para decirlo con la célebre frase de Winston Churchill: “Es la peor forma de
gobierno con excepción de todas las demás”. Con eso Churchill nos estaba
diciendo que la democracia es sólo una forma de la política. Una entre tantas.
Por consiguiente, el sentido no de la política, pero sí de la democracia, es
resguardar la existencia de la política al interior de ciertos límites (La
Constitución, las leyes, el Derecho).
Precisando: podemos decir que el sentido de la democracia
es doble: por una parte, protege a las prácticas políticas, pero por otra nos
protege de un exceso de política. Esa es la razón por la cual toda democracia
es delegativa.
¿Y la democracia no es acaso también participativa?
preguntarán algunos. Por supuesto, repondo: toda democracia debe garantizar la
participación ciudadana. En el hecho, al ser miembros de partidos, seguidores
de corrientes, emisores de opiniones, y sobre todo, eligiendo y votando, es
decir, delegando, estamos participando activamente en política. Esa es la razón
por la cual la delegación no sólo no es antagónica a la participación. Además,
es su condición. Así como sin participación política la democracia se convierte
en un cascarón vacío, sin delegación política la democracia deja de existir.
Ninguna democracia puede, por lo tanto, obligar a los
ciudadanos a participar en política, y mucho menos a favor de algún gobierno o
Estado. La participación política, para que lo sea, ha de ser siempre una
decisión voluntaria: una opción ciudadana. O dicho más claramente: la
democracia, al proteger a la política, pero también al protegernos de la
política, ha de proteger, no sólo los derechos de la oposición, sino también,
los de los escépticos, de los dubitativos y de los a-políticos. Hay veces,
incluso, en las que la no participación política puede ser una decisión
política. Para poner un ejemplo: antes de que el muro de Berlín fuera deribado,
el modo de participar políticamente en los países comunistas era, para muchos
disidentes, no participar.
A su vez, los delegados que elegimos realizan tareas
políticas que nosotros no podemos, no queremos o no debemos realizar. Ellos son
los así llamados políticos profesionales. De ahí que no han faltado opiniones
-algunas siguiendo las tesis de Carl Schmitt- que sostienen que un exceso de
democracia –y por lo mismo, un exceso de delegación y de profesionalización-
puede ser nocivo para la propia vida política. Precisamente ese es uno de los
problemas que afrontan las democracias europeas de nuestro tiempo. La
sobreprotección democrática ha terminado por inhibir las prácticas ciudadanas
en función de una representación extrema de lo político en el Estado. En contra
de ese exceso de delegación han surgido, entre otros, los movimientos de los
“indignados” en España, o de los “Piratas” en Alemania.
Si la vida democrática se traduce en un exceso de
delegación, o en una extrema institucionalización de los conflictos, podría
llegarse efectivamente a la despolitización de las naciones. Esa es la razón
por la cual en otro artículo me refería a la necesidad de que la democracia
debe ser mantenida gracias y no en contra de sus conflictos. En ese sentido me
pareció conveniente establecer la diferencia entre las luchas por la
democracia, y las luchas en democracia.
Las primeras, las luchas por la democracia, se dan cuando
no hay democracia (lucha antidictatorial, por ejemplo) o cuando la democracia
está amenazada, como es el caso de algunos países latinoamericanos, o cuando la
democracia es muy exigua, limitada, excluyente o precaria. Las luchas en
democracia, en cambio, son aquellas donde los diversos grupos que conforman una
nación hacen valer -de acuerdo a normas vigentes- sus derechos, sus ideales y
sus intereses. De ahí que el sentido actual de la política –y subrayo la
palabra actual pues mañana su sentido puede ser otro- es la lucha por y en la
democracia. Quiero decir: si es cierto que la democracia y la política no son
lo mismo, tampoco podemos negar que desde las revoluciones democráticas del
siglo XlX hasta nuestros días ha ido consolidándose una alianza entre democracia
y política hasta el punto de que la vida de una ha comenzado a depender de la
otra.
Lo que quisiera destacar en fin, es que el sentido actual
de la política ya no es la lucha por una libertad abstracta sino por la
democracia, y en los casos más felices, por más democracia. Pero esa democracia
no se encuentra al final de la lucha sino en la lucha misma, y esa lucha no
tiene final.
Muchas gracias.
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