Francisco Fernández-Carvajal 10 de octubre de
2019
@hablarcondios
— El cumplimiento de la voluntad divina.
— Purificar la propia voluntad, inclinada
excesivamente hacia uno mismo.
— Amar en todo el querer de Dios.
I. Hágase
tu voluntad en la tierra como en el Cielo,
rogamos a Dios en la tercera petición del Padrenuestro. Queremos
alcanzar del Señor las gracias necesarias para que podamos cumplir aquí en la
tierra todo lo que Dios quiere, como lo cumplen los bienaventurados en el
Cielo. La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo hasta
conformarlo, gozosamente, con la voluntad divina, hasta poder decir con
Jesús: No se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya: no quiero nada
que Tú no quieras. Nada. este es el fin principal de toda petición:
identificarnos plenamente con el querer divino.
Si es así nuestra oración, siempre saldremos
beneficiados, pues no hay nadie que quiera tanto nuestro bien y nuestra
felicidad como el Señor. Casi sin darnos cuenta, sin embargo, deseamos en
muchas ocasiones que se cumpla ante todo nuestro querer, que juzgamos muy
acertado y conveniente, aunque deseemos, quizá fervientemente, que el querer
divino coincida con el nuestro... No tenéis porque no pedís. Pedís y no
recibís porque pedís mal1,
escribe el Apóstol Santiago.
Cuando decimos: Señor, hágase tu voluntad,
no nos situamos ante un acontecimiento o ante una gestión..., en la peor de las
posibilidades o en la desgracia, sino en «la mejor» de las posibles, porque,
aun en el caso en que aquello que Dios permite parezca a primera vista un
desastre, debemos trascender esa visión puramente humana y aprender que existe
un plano más alto, donde Dios integra aquel suceso en un bien superior, que
quizá en ese momento nosotros no vemos. Aquella situación que se nos presenta
oscura es solo una sombra de un cuadro luminoso y lleno de belleza; pues la
sabiduría divina ¿no es más sabia que la nuestra?; su amor por nosotros y por
los nuestros, ¿no es infinitamente mayor que el nuestro? Si pedimos pan, ¿nos
va a dar una piedra? ¿No es acaso nuestro Padre? Cuando oréis
habéis de decir: Abba, Padre... Solo en este clima de amor y de confianza es
posible la oración verdadera: Señor, si conviene, concédeme... Dios
sabe más y es infinitamente bueno, mejor siempre de lo que nosotros podemos
comprender. Él quiere lo mejor; y lo mejor a veces no es lo que pedimos. María
de Betania le envió un mensaje urgente para que curara a su hermano Lázaro, que
se encontraba a punto de morir. Y Jesús no lo curó, lo resucitó. Él es sabio,
con una sabiduría divina, y nosotros, ignorantes. Él abarca la vida entera, la
nuestra y la de aquellos a quienes amamos, y nosotros apenas vislumbramos un
poco de lo inmediato. Vemos esos instantes con premura e impaciencia quizá, y
Él ve toda la vida y la eternidad... No sabemos pedir lo que conviene, pero el
Espíritu Santo aboga por nosotros con gemidos inefables2.
No rogamos que Dios quiera, sino que nos enseñe y nos dé fuerzas
para cumplir lo que Él quiere3.
Querer hacer la voluntad de Dios en todo, aceptarla
con gozo, amarla, aunque humanamente parezca difícil y dura, no «es la
capitulación del más débil ante el más fuerte, sino la confianza del hijo en el
Padre, cuya bondad nos enseña a ser plenamente hombre: lo cual implica el
alegre descubrimiento de la condición de nuestra grandeza»4,
la filiación divina.
II. Hágase
tu voluntad...
En muchos momentos, nuestro querer natural coincide
con el de Dios. Todo parece entonces sereno y suave, y se camina sin gran
dificultad. Pero no debemos olvidar que en el progreso hacia la santidad
tendremos que purificar el propio yo, la propia voluntad inclinada
excesivamente hacia uno mismo, incluso en asuntos nobles, y dirigirla a la
plena identificación con el querer divino. Este es la verdadera brújula que
orienta los pasos directamente a Dios, y que nos llevará en tantas ocasiones
por senderos distintos a los que nosotros, con un criterio exclusivamente
humano, hubiéramos escogido. Y el Espíritu Santo quizá nos diga, en la
intimidad de nuestro corazón: Mis caminos no son vuestros caminos...5.
Del Señor debemos aprender el camino seguro del
cumplimiento de la voluntad de Dios en todo. Es esta una enseñanza continua a
lo largo del Evangelio. Cuando los Apóstoles instan a Jesús, cansado después de
una larga jornada, para que tome algún alimento de los que acaban de comprar en
una ciudad de Samaria, les dice: Mi comida es hacer la voluntad del que
me ha enviado y dar cumplimiento a su obra6.
Nuestro alimento, lo que nos da fuerzas y firmeza para vivir como hijos de
Dios, lo que da sentido a una vida, es saber que estamos haciendo la voluntad
de Dios hasta en los detalles más pequeños del vivir diario. En otras muchas
ocasiones repetirá Jesús esta misma enseñanza: no pretendo hacer Mi
voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado7.
¡Si pudiéramos nosotros decir siempre esto mismo! Yo no quiero, Señor –le
decimos en nuestro interior–, hacer aquello que desean mis sentidos o mi
inteligencia, aunque sea lícito, sino aquello que Tú quieres que lleve a cabo,
aunque parezca difícil y costoso. Si alguna vez nos sucede esto, que nos cuesta
aceptar la voluntad de Dios, iremos al Sagrario a ver a Jesús, y después de un
rato de oración comprenderemos que nuestro querer más íntimo es precisamente
aceptar y amar la voluntad de Dios. Será entonces el momento –especialmente si
se trata de un asunto que nos resulta muy costoso y molesto– de hacer nuestra
la oración de Jesús en los comienzos de la Pasión: Padre mío, si es de
tu agrado, aleja de Mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad sino la tuya8. No
se haga mi voluntad... repetiremos despacio, sino lo que Tú quieres.
Los Apóstoles predicaron más tarde lo que aprendieron
del Maestro: el Reino de los Cielos solo es accesible al que hace la
voluntad de mi Padre celestial9,
pues el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese
es mi hermano y mi hermana y mi madre10.
Es ahí –en el cumplimiento del querer divino– donde la criatura encuentra su
verdadera felicidad, pues la voluntad divina está orientada a que seamos
plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con frecuencia
distinto al que nosotros habíamos proyectado: «a quien posee a Dios, nada le
falta..., si él mismo no le falta a Dios»11.
Nuestra voluntad tiene así una meta: hacer siempre,
también en lo pequeño, en las tareas ordinarias, lo que Dios quiere que
hagamos. Así, decidimos en cada circunstancia no aquello que nos es más útil o
agradable, sino según lo que quiere el Señor en aquella situación concreta. Y
como Dios quiere lo mejor, aunque de modo inmediato no lo experimentemos,
estamos ejerciendo la libertad en el bien, que es donde verdaderamente se
realiza12. Por eso, cuando ejercitamos nuestra libertad haciendo propio
el querer divino, estamos convirtiendo nuestra vida en un continuo acto de
amor.
III. Padre,
hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo... Y disponemos el
alma no solo para llevar a cabo el querer divino, sino para amar lo que Dios
hace o permite. Cuando los acontecimientos o las circunstancias no permiten que
escojamos nosotros, es Dios quien ya ha elegido por nosotros. Es en esas
situaciones, a veces humanamente difíciles, donde debemos decir con paz: «¿Lo
quieres, Señor?... ¡Yo también lo quiero!»13.
Pueden ser ocasiones extraordinarias para confiar más y más en Dios. Esa
voluntad divina que aceptamos puede llamarse sufrimiento, enfermedad o pérdida
de un ser querido. O quizá son hechos que nos llegan por los simples sucesos de
cada jornada o el transcurrir de los días: aceptar el paso del tiempo que
comienza a dejar su huella bien marcada en el cuerpo, el sueldo insuficiente,
una profesión distinta de la que hubiéramos deseado ejercer pero que debemos
realizar con amor porque las circunstancias nos han llevado a ella y que ya no
es posible abandonar, el fracaso por un olvido o error ridículo, los
malentendidos, el carácter de alguien con el que cada día hemos de pasar codo a
codo muchas horas, los sueños nobles no realizados..., el aceptarse a uno mismo
con todas sus limitaciones, sin que esto mate el deseo de superación y, sobre
todo, de crecer en las virtudes. También podremos decir nosotros entonces:
«Dadme riqueza o pobreza,
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza (...).
dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza (...).
¿Qué mandáis hacer de Mí?»14.
¿Qué quieres, Señor, de mí en esta circunstancia
concreta, y en aquella otra?
La aceptación alegre de la voluntad divina nos dará
siempre paz en el alma y, en lo humano, evitará desgastes inútiles, pero muchas
veces no suprimirá el dolor. El mismo Jesús lloró como nosotros. En la Carta
a los Hebreos leemos que en los días de su vida mortal ofreció
oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas15.
Nuestras lágrimas, cuando se trata de un suceso doloroso, no ofenden a Dios,
sino que mueven a su compasión. «Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal.
»Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros
una partecica de esa cruz, solo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes
con ella, ...déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde
ahora, repite conmigo: Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado
y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo
temporal y lo eterno.
»Y quédate tranquilo»16.
Quiere el Señor además que, junto a la amorosa
aceptación del querer divino, pongamos todos los medios humanos para salir de
esa mala situación, si es posible. Y si no lo es, o tarda en resolverse, nos
abrazaremos con fuerza a nuestro Padre Dios y podremos decir, como San Pablo en
momentos muy difíciles: Reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones17.
Nada podrá quitarnos la alegría.
Nuestra Madre Santa María es el modelo que hemos de
imitar, diciendo: Hágase en mí según tu palabra. Que se haga lo que
Tú quieras, y como Tú quieras, Señor.
1 Sant 4,
3. —
2 Cfr. Rom 8,
20. —
3 Cfr. San
Agustín, Sermón del Monte, 2, 6, 21. —
4 G.
Chevrot, En lo secreto, Rialp, Madrid 1960, p. 164. —
5 Is 55,
8. —
6 Jn 6,
32. —
7 Jn 5,
30. —
8 Lc 22,
42. —
9 Mt 7,
21. —
10 Mt 6,
10. —
11 San
Cipriano, Tratado sobre la oración, 21. —
12 Cfr. C.
Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona
1987, p. 185. —
13 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
14 Santa
Teresa, Poesías, 5. —
15 Heb 5,
7. —
16 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VII, n. 3. —
17 2
Cor 7, 4.
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