Francisco Fernández-Carvajal 29 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Sin sacrificio no hay
amor. Necesidad de la Cruz y de la mortificación.
— El paganismo
contemporáneo y la búsqueda del bienestar material a cualquier coste. El miedo
a todo lo que pueda causar sufrimiento.
— ¿De qué sirve
al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?
I. El Evangelio de
la Misa1 nos presenta a Jesús poco después de la confesión de la
divinidad del Señor por Pedro. En ese momento, el Maestro hizo una gran
alabanza del discípulo: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque
no te ha revelado eso la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los
Cielos2. Después lo constituyó fundamento de su Iglesia. Ahora Jesús
comenzó a anunciar a sus más íntimos que era preciso ir Él a Jerusalén para
padecer mucho por parte de los judíos y finalmente morir para resucitar al día
tercero.
Los Apóstoles no entendían bien este lenguaje, pues
tenían todavía una imagen temporal del Reino de Dios. Entonces, Pedro,
tomándolo aparte, se puso a reprenderle diciendo: Lejos de Ti, Señor, de ningún
modo te ocurrirá eso. Llevado por su inmenso cariño por Jesús, Simón trató
de apartarlo del camino de la Cruz, sin comprender todavía que esta es un gran
bien para la humanidad y la suprema muestra de amor de Dios por nosotros.
«Pedro razonaba humanamente –comenta San Juan Crisóstomo–, y concluía que todo
aquello –la Pasión y la Muerte– era indigno de Cristo, y reprobable»3.
Pedro mira con ojos demasiado humanos la misión de
Cristo en la tierra, y no llega a entender la voluntad expresa de Dios para que
la Redención se hiciera mediante la Cruz y que «no hubo medio más conveniente
de salvar nuestra miseria»4.
El Señor responde al discípulo con una gran fuerza, le trata como lo hizo con
el tentador en el desierto: ¡Apártate de Mí, Satanás! Eres escándalo
para Mí, pues no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres.
En Cesarea, Pedro había hablado movido por el Espíritu
Santo; ahora lo hace llevado por miras humanas y terrenas. La predicación de la
Cruz, de la mortificación, del sacrificio, como un bien, como medio de
salvación, chocará siempre con quienes la miren, como Pedro en esta ocasión,
con ojos humanos. San Pablo hubo de prevenir a los primeros cristianos contra
quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo. El fin de esos -les
dice- será su perdición, su dios es el vientre, y la confusión será la
gloria de los que tienen el corazón puesto en las cosas terrenas5.
Pensando solo con una lógica humana, es difícil de
entender que el dolor, el sufrimiento, aquello que se presenta como costoso,
pueda llegar a ser un bien. Por una parte, la experiencia nos muestra que esas
realidades, que tantas veces vamos encontrando a nuestro paso, nos purifican,
nos enrecian, nos hacen mejores. Y por otra parte, sin embargo, no estamos
hechos para sufrir; aspiramos todos a la felicidad.
El miedo al dolor, sobre todo si es fuerte o persistente,
es un impulso hondamente arraigado en nosotros y nuestra primera reacción ante
algo costoso o difícil es rehuirlo. Por eso la mortificación, la penitencia
cristiana, tropieza con dificultades; no nos resulta fácil, no acabamos nunca,
aunque la practiquemos asiduamente, de acostumbrarnos a ella6.
La fe, sin embargo, nos hace ver, y experimentar, que
sin sacrificio no hay amor, no hay alegría verdadera, no se purifica el alma,
no encontramos a Dios. El camino de la santidad pasa por la Cruz, y todo
apostolado se fundamenta en ella. Es el «libro vivo, del que aprendemos
definitivamente quiénes somos y cómo debemos actuar. Este libro siempre está
abierto ante nosotros»7.
Cada día debemos acercarnos, y leerlo; en él aprendemos quién es Cristo, su
amor por nosotros y el camino para seguirle. Quien busca a Dios sin sacrificio,
sin Cruz, no lo encontrará.
II. ...pues
no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres. Más tarde comprenderá
Pedro el significado profundo del dolor y del sacrificio; se sentirá dichoso
junto a los demás Apóstoles de haber padecido a causa del nombre de Jesús8.
Los cristianos sabemos que en la aceptación amorosa
del dolor y del sacrificio está nuestra salvación y el camino del Cielo. ¿Acaso
hay una vida humana plenamente fecunda sin sufrimiento? «¿Están los esposos
seguros de su amor antes de haber sufrido juntos? ¿No se estrecha la amistad
por pruebas comunes o simplemente por haber sufrido juntos el calor del día o
por haber compartido la fatiga y el peligro de una ascensión?»9.
Para resucitar con Cristo hemos de acompañarle en su camino hacia la Cruz:
aceptando las contrariedades y tribulaciones con paz y serenidad; siendo
generosos en la mortificación voluntaria, que nos purifica interiormente, nos
hace entender el sentido trascendente de la vida y afirma el señorío del alma
sobre el cuerpo. Como en los tiempos apostólicos, debemos tener en cuenta que
la Cruz que anuncia Jesús es escándalo para unos, y parece locura y necedad a
los ojos de otros10.
Hoy encontramos también a muchos que no
sienten las cosas de Dios sino las de los hombres. Tienen la mirada puesta
en lo de aquí abajo, en los bienes materiales, sobre los que se abalanzan sin
medida, como si fueran lo único real y verdadero. Sufre la humanidad una ola de
materialismo que parece querer invadirlo y penetrarlo todo. «Este paganismo
contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier
coste, y por el correspondiente olvido –mejor sería decir miedo, auténtico
pavor– de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras
como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna... resultan incomprensibles
para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su sentido»11.
La ideología hedonista, según la cual el placer es el
fin supremo de la vida, impregna especialmente las costumbres y los modos de
vida en naciones económicamente más desarrolladas, pero es también «el estilo
de vida de grupos cada vez más numerosos de países más pobres»12.
Este materialismo radical ahoga el sentido religioso de los pueblos y de las
personas, se opone directamente a la doctrina de Cristo, quien nos invita una
vez más en el Evangelio de la Misa a tomar la Cruz, como condición necesaria
para seguirle: Si alguno quiere venir en pos de Mí –nos
dice– niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Dios cuenta con el dolor, con el sacrificio
voluntario, con la pobreza, con la enfermedad que viene sin avisar... Todo eso,
lejos de separarnos, nos puede unir más íntimamente a Él. Vamos a Jesús junto
al Sagrario y le ofrecemos todo aquello que nos resulta difícil y costoso,
comprobamos cómo «por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte»13. Solo así perderemos el miedo al sufrimiento, que, de formas
bien distintas, nos acompañará a lo largo de la vida, y sabremos aceptarlo con
alegría, descubriendo en él la amable voluntad del Señor: «esta ha sido la gran
revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un
mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma...; y, con ella, conquistamos
la eternidad»14.
III. A
través del apostolado personal hemos de decir a todos, con el ejemplo y con la
palabra, que no pongan el corazón en las cosas de la tierra, que todo es
caduco, que envejece y dura poco. Omnes ut vestimentum veterascent15,
igual que un vestido, así envejecen todas las cosas. Solo el alma que lucha por
mantenerse en Dios permanecerá en una juventud siempre mayor, hasta que llegue
el encuentro con el Señor. Todo lo demás pasa, y deprisa. ¡Qué pena cuando
vemos que tantos ponen en peligro su salvación eterna y su misma felicidad aquí
en la tierra por cuatro cosas que nada valen! Jesús nos lo recuerda hoy en el
pasaje del Evangelio que estamos considerando: ¿de qué sirve al hombre
ganar el mundo entero si pierde su alma?, ¿o qué podrá dar el hombre a cambio
de su alma?16.
«¿Qué aprovecha al hombre todo lo que puebla la tierra, todas las ambiciones de
la inteligencia y de la voluntad? ¿Qué vale esto, si todo se acaba, si todo se
hunde, si son bambalinas de teatro todas las riquezas de este mundo terreno; si
después es la eternidad para siempre, para siempre, para siempre?»17.
El mundo y los bienes materiales nunca son fin último
para el hombre. Ni siquiera el bien temporal, que los cristianos tenemos la
obligación de procurar, consiste propiamente en las obras exteriores –en las
realizaciones de la técnica, de la ciencia, de la industria–, sino en el hombre
mismo, en su vivir humano, en el perfeccionamiento de sus facultades, de sus
relaciones sociales, de su cultura, mediante los bienes materiales y el
trabajo, que están siempre al servicio de la dignidad de la persona.
Solo con un amor recto, que la templanza custodia y
garantiza, sabremos dar verdadero sentido a la necesaria preocupación por los
bienes terrenos. Si Dios es de verdad el centro de nuestra vida, el matrimonio
se ordenará efectivamente, superando todas las dificultades, a su fin primario
–dar hijos a Dios y educarlos para Él– y la vida familiar será una mutua y
generosa entrega. Solo así –teniendo al Señor presente– los espectáculos y el
arte –por ejemplo– serán dignos del hombre, medio y expresión de la riqueza de
su espíritu. Solo así se entenderá el fundamento objetivo de la moral, y las
leyes de los pueblos serán fiel reflejo de la ley divina. Solo así superará el
hombre sus temores, y en el inevitable sufrimiento hallará un medio de
purificación y de corredención con Cristo. Y así, con un amor grande, enraizado
en la generosidad y en el sacrificio, alcanzará el Cielo al que ha sido
destinado desde la eternidad.
1 Mt 16,
21-27. —
2 Mt 16,
17. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 54, 4. —
4 San
Agustín, Tratado sobre la Trinidad, 12, 1-5. —
5 Flp 3,
17-19. —
6 Cfr. R.
Mª de Balbín, Sacrificio y alegría, p. 30. —
7 Juan
Pablo II, Alocución I-IV-1980. —
8 Cfr. Hech 5,
41. —
9 J.
Leclerq, Treinta meditaciones sobre la vida cristiana,
Desclée de Brouwer, 2ª ed., Bilbao 1958, pp. 217-218. —
10 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
11 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 4. —
12 Juan
Pablo II, Homilía en el Yankee Stadium de Nueva York,
2-X-1979, 6. —
13 Conc. Vat.
II, Const. Gaudium et spes, 22. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 887. —
15 Heb 1,
11. —
16 Mt 16,
26. —
17 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 200.
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