Francisco Fernández-Carvajal 22 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Jesús promete a Pedro
que será la roca sobre la que edificará su Iglesia.
— Amor al Papa.
— Donde está Pedro,
allí está la Iglesia, allí encontramos a Dios. Acoger la palabra del Papa y
darla a conocer.
I. El Evangelio de
la Misa1 presenta a Jesús con sus discípulos en Cesarea de Filipo.
Habían llegado a aquella región después de dejar Betsaida y de emprender el
camino del Norte por la ribera oriental del lago2.
Mientras caminan, Jesús pregunta a los Apóstoles: ¿Quién dicen los
hombres que es el Hijo del Hombre? Y después que ellos le dijeran las
diversas opiniones de las gentes, Jesús les interpela directamente: Pero
vosotros, ¿quién decís que soy Yo? «Todos nosotros –comenta el Papa
Juan Pablo II– conocemos ese momento en el que no basta hablar de Jesús
repitiendo lo que otros han dicho..., no basta recoger una opinión, sino que es
preciso dar testimonio, sentirse comprometido por el testimonio y después
llegar hasta los extremos de las exigencias de ese compromiso. Los mejores
amigos, seguidores, apóstoles de Cristo fueron siempre los que percibieron un
día dentro de sí la pregunta definitiva, que no tiene vuelta de hoja, ante la
cual todas las demás resultan secundarias y derivadas: “Para ti, ¿quién Soy
Yo?”»3. La vida y todo el futuro «depende de esa respuesta nítida y
sincera, sin retórica ni subterfugios, que pueda darse a esa pregunta»4.
La interpelación dirigida a todos aquellos que le
siguen, encuentra un especial eco en el corazón de Pedro, quien, movido por una
singular gracia, contesta: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le llama bienaventurado por la respuesta llena de
verdad, en la que confiesa abiertamente la divinidad de Aquel en cuya compañía
llevan ya meses. Este es el momento escogido por Cristo para comunicar a Pedro
que sobre él recaerá el Primado de toda su Iglesia: Y Yo te digo que tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno
no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo
lo que alares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que
desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos. Será la roca,
el fundamento firme sobre el que Cristo construirá su Iglesia, de tal manera
que ningún poder podrá derribarla. Y el mismo Señor ha querido que diariamente
se sienta apoyado y protegido por la veneración, el amor y la oración de todos
los cristianos. ¿Cómo es nuestra oración diaria por su persona y por sus
intenciones? Es mucha su responsabilidad, y no podemos dejarlo solo. Si
deseamos estar muy unidos a Cristo, lo hemos de estar en primer lugar con quien
hace sus veces aquí en la tierra. «Que la consideración diaria del duro peso
que grava sobre el Papa y sobre los obispos, te urja a venerarles, a quererles
con verdadero afecto, a ayudarles con tu oración»5.
II. Te daré
las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra
quedará atado en los Cielos...
Las llaves indican poder: Colgaré de un hombro
las llaves del palacio de David, se lee en la Primera lectura6 a
propósito de Eliacín, mayordomo del palacio real. El poder prometido a Pedro, y
que le será conferido después de la resurrección7,
es inmensamente superior. No se le dan las llaves de un reino terreno, sino del
Reino de los Cielos, del Reino que no es de este mundo pero se incoa aquí y
durará eternamente. Pedro tiene el poder de atar y desatar, es
decir, de absolver o condenar, de acoger o de excluir. Es tan grande este poder
que aquello que decida en la tierra será ratificado en el Cielo. Para
ejercerlo, cuenta con una asistencia especial del Espíritu Santo.
Desde el primer día en que conoció a Jesús se llamará
para siempre Petrus, piedra. Y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia8.
Con este cambio de nombre quiso indicar el Señor la nueva misión que le será
encomendada: la de ser el cimiento firme del nuevo edificio, la Iglesia. «Es
como si el Señor le dijera –escribe San León Magno–, “Yo soy la piedra
inquebrantable, Yo soy la piedra angular (...), el fundamento fuera del cual nadie
puede edificar; pero también tú eres piedra, porque por mi virtud
has adquirido tal firmeza, que tendrás juntamente conmigo, por participación,
los poderes que Yo tengo en propiedad”»9.
Desde los comienzos de la Iglesia, los cristianos han
venerado al Papa. El Príncipe de los Apóstoles es nombrado siempre en primer
lugar10 y hace frecuente uso de una especial autoridad ante los
demás: propone la elección de un nuevo Apóstol que ocupe el lugar de Judas11,
toma la palabra en Pentecostés y convierte a los primeros cristianos12,
responde ante el Sanedrín en nombre de todos13,
castiga con plena autoridad a Ananías y Safira14,
admite en la Iglesia a Cornelio, el primer gentil15,
preside el Concilio de Jerusalén y rechaza las pretensiones de algunos
cristianos provenientes del judaísmo acerca de la necesidad de la circuncisión,
afirmando que la salvación solo se obtiene en Jesucristo16.
Estos poderes espirituales tan grandes son dados a
Pedro para bien de la Iglesia, y, como esta ha de durar hasta el fin de los
tiempos, esos poderes se trasmitirán a quienes sucedan a Pedro a lo largo de la
historia. El Magisterio de la Iglesia siempre ha subrayado esta verdad; la
Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, afirma:
«este santo Concilio, al seguir las huellas del Vaticano I, enseña y declara
con él, que Jesucristo, Pastor eterno (...), puso en Pedro el principio visible
y el perpetuo fundamento de la Unidad de la Fe y de la Comunión. Esta doctrina
de la institución, perpetuidad, fuerza y razón de ser del sagrado primado del
Romano Pontífice, y de su magisterio infalible, este santo Concilio la propone
nuevamente como objeto firme de fe a todos los fieles»17.
El Romano Pontífice es el sucesor de Pedro; unidos a él estamos unidos a Cristo.
Es su Vicario aquí en la tierra, el que hacía sus veces.
Nuestro amor al Papa no es solo un afecto humano,
fundamentado en su santidad, en simpatía, etc. Cuando acudimos a ver al Papa, a
escuchar su palabra, lo hacemos por ver, tocar y oír a Pedro, al Vicario de
Cristo; es el «dulce Cristo en la tierra», en expresión de Santa Catalina de
Siena, sea quien sea. «Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda
veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para
el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.
»Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y
de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la
autoridad, viene el Santo Padre»18.
III. Una
antigua fórmula resume en muy pocas palabras el contenido de la doctrina acerca
del Romano Pontífice: ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus19.
Donde está Pedro, allí está la Iglesia, y allí también encontramos a Dios. «El
Romano Pontífice –enseña el Concilio Vaticano II–, como sucesor de Pedro, es el
principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como
de la multitud de los fieles»20.
«Y ¿qué sería de esta unidad si no hubiera uno puesto al frente de toda la
Iglesia, que la bendijese y la guardase, y que uniese a todos sus miembros en
una sola profesión de fe y los juntase con un lazo de caridad y de unión?»21.
Quedaría rota la unión en mil pedazos y andaríamos como ovejas dispersas, sin
una fe segura en que creer, sin un camino claro que andar.
Nosotros queremos estar con Pedro, porque con él está
la Iglesia, con él está Cristo; y sin él no encontraremos a Dios. Y porque
amamos a Cristo, amamos al Papa: con la misma caridad. Y como estamos
pendientes de Jesús, de sus deseos, de sus gestos, de su vida toda, así nos
sentimos unidos al Romano Pontífice hasta en los menores detalles: le amamos
sobre todo por Aquel a quien representa y de quien es instrumento. «Ama,
venera, reza, mortifícate –cada día con más cariño– por el Romano Pontífice,
piedra basilar de la Iglesia, que prolonga entre todos los hombres, a lo largo
de los siglos y hasta el fin de los tiempos, aquella labor de santificación y
gobierno que Jesús confió a Pedro»22.
En los Hechos de los Apóstoles se pone
de manifiesto el amor y la devoción que los primeros cristianos sentían hacia
Pedro: sacaban los enfermos a las plazas y los ponían en lechos y
camillas para que, al pasar Pedro, al menos su sombra alcanzase a alguno de
ellos23. Se contentaban con que les llegara la sombra de
Pedro. ¡Sabían bien que muy cerca de él estaba Cristo! Recibimos con su
palabra una claridad meridiana en medio de las doctrinas confusas que proclaman
–hoy, como en el pasado– tantos falsos profetas y tantos falsos doctores.
Tengamos hambre de conocer las enseñanzas del Papa y de darlas a conocer en
nuestro ambiente. Ahí está la luz que ilumina las conciencias; hagamos el
propósito de recibir su palabra con docilidad y obediencia interna, con amor24.
1 Mt 16,
13-20. —
2 Cfr. Mc 8,
27; Lc 9, 18. —
3 Juan
Pablo II, Homilía de la Misa en Belo Horizonte, 1-VII-1980.
—
4 Ibídem.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 136. —
6 Is 22,
19-23. —
7 Cfr.
Jn 21, 15-18. —
8 Jn 1,
42. —
9 San
León Magno, Homilía 4. —
10 Mt 10,
2 ss.; Hech 1, 13. —
11 Hech 1,
15-22. —
12 Hech 2,
14-36. —
13 Hech 4,
8 ss. —
14 Hech 5,
1 ss. —
15 Hech 10,
1 ss. —
16 Hech 15,
7-10. —
17 Conc. Vat.
II, Const. Lumen gentium, 18. —
18 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 135. —
19 San
Ambrosio, Comentario al Salmo XII, 40, 30. —
20 Conc.
Vat. II, loc. cit., 23. —
21 Gregorio XVI,
Enc. Commissum divinitus, 15-VI-1835. —
22 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 134. —
23 Hech 5,
15. —
24 Cfr. Conc.
Vat. II, loc. cit., 25.
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