Francisco Fernández-Carvajal 19 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Es el mismo Cristo quien nos invita.
— Preparar bien la Comunión; huir de la rutina.
— Amor a Jesús Sacramentado.
I. Muchas parábolas
del Evangelio encierran una insistente llamada de Jesús a todos los hombres, a
cada uno según unas circunstancias determinadas. Hoy nos habla el Señor de un
rey que preparó un banquete para celebrar las bodas de su hijo, y envió a sus
criados a llamar a los invitados1.
La imagen del banquete era familiar al pueblo judío,
pues los Profetas habían anunciado que Yahvé prepararía un festín
extraordinario para todos los pueblos cuando llegara el Mesías: dispondrá para
todos un convite de manjares suculentos, convite de vendimia, de
manjares enjundiosos, de vino sin posos2.
Significa este banquete, en primer lugar, la plenitud de bienes que nos
reportaría la Encarnación y la Redención, y el don inestimable de la Sagrada
Eucaristía.
Nos señala Jesús en la parábola cómo a la generosidad
de Dios muchas veces correspondemos con frialdad e indiferencia: envió a sus
criados a llamar a los invitados; pero estos no quisieron acudir. Jesús
relataría con pena esta parábola, considerando las muchas excusas que habría de
recibir a lo largo de los siglos. Los alimentos con tanto esmero preparados se
quedan en la mesa y la sala permanece vacía, porque Jesús no coacciona.
El rey envió de nuevo a sus criados: Decid a
los invitados: mirad que ya tengo preparado mi banquete, se ha hecho la matanza
de mis terneros y reses cebadas, y todo está a punto; venid a las bodas.
Pero los invitados no hicieron el menor caso: se marcharon uno a sus campos,
otro a su negocio. Otros, no solo rechazaron la invitación: se revuelven contra
él. Por eso, echaron mano de los siervos del rey, los ultrajaron y les
dieron muerte. Reaccionaron con violencia a los requerimientos del Amor.
Jesús nos invita a una mayor intimidad con Él, a una
mayor entrega y confianza. Y cada día nos llama para que acudamos a la mesa que
nos tiene preparada. Él es quien invita, y Él mismo se da como manjar, pues
este gran banquete es figura también de la Comunión.
Jesús mismo es el alimento sin el cual no podemos
subsistir, es «el remedio de nuestra necesidad cotidiana»3,
sin el que nuestra alma se debilita y muere. Oculto bajo los accidentes del
pan, Jesús nos espera cada día para que nos acerquemos, llenos de amor y
agradecidos, a recibirle: el banquete está preparado, nos dice a
cada uno..., y son muchos los ausentes, los que no valoran el bien supremo de
la Sagrada Eucaristía. Dejan de acudir a la llamada del Señor por cuatro
insignificancias, porque no aprecian el amor de Cristo en cada Comunión.
«Considera qué gran honor se te ha hecho –nos exhorta
San Juan Crisóstomo–, de qué mesa disfrutas. A quien los ángeles ven con
temblor, y por el resplandor que despide no se atreven a mirar de frente, con
Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él nos mezclamos, y nos hacemos un
mismo cuerpo y carne de Cristo»4.
Son muchos los ausentes, y por eso también espera que
no faltemos nosotros. Desea, con una intensidad que ni siquiera podemos
imaginar, que vayamos a recibirle con mucho amor y alegría. Y nos envía a
llamar a otros: Id a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a
cuantos encontréis. Espera a muchos, y nos envía para que con un apostolado
amable, paciente, eficaz, enseñemos a tantos amigos y conocidos la
inconmensurable dicha de haber encontrado a Cristo. Así hicieron quizá con nosotros:
«Escuchad de dónde fuisteis llamados: de un cruce de caminos. ¿Y qué erais
entonces? Cojos y mutilados del alma, que es mucho peor que serlo del cuerpo»5.
Pero el Señor tuvo misericordia y quiso llamarnos a su intimidad.
II. Ante el Señor no
podemos presentarnos de cualquier manera. Entró el rey para ver a los
comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas; y le dijo:
amigo, ¿cómo has entrado aquí, sin llevar el traje de bodas?6.
Nos llega la invitación –cada día– para acercarnos al
banquete eucarístico, con tanto esmero preparado. Conocemos hábitos, actitudes,
errores, facetas de nuestro carácter, que tal vez no se corresponden con el
alto honor que Jesucristo nos hace.
Hemos de hacer examen; no vayamos a presentarnos ante
el Señor vestidos de harapos, porque tenemos el peligro de disfrazar los
defectos y justificar las acciones. «Para acoger en la tierra a personas
constituidas en dignidad hay luces, música, trajes de gala. Para albergar a
Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en
cómo nos conduciríamos, si solo se pudiera comulgar una vez en la vida?»7.
Pasaríamos la noche en vela, sabríamos bien qué le diríamos, qué peticiones le
formularíamos..., todos los preparativos nos parecerían pocos... Así debemos
recibirle todos los días.
El convidado que no tenía el vestido nupcial
ciertamente escuchó la invitación, fue a las bodas con alegría, pero no tuvo en
cuenta lo que exigía esta llamada. Al Señor no le podemos recibir de cualquier
manera: distraídos, sin atención, sin saber bien lo que hacemos. Toda buena
Comunión supone en primer lugar recibir al Señor en gracia. Nuestra Madre la
Iglesia nos enseña y nos advierte que «nadie debe acercarse a la Sagrada
Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca
estar, sin preceder la Confesión sacramental»8.
Tan alto don requiere además que nos preparemos lo
mejor que podamos en el alma y en el cuerpo: la Confesión frecuente, aunque no
existan faltas graves; fomentar los deseos de purificación; aumentar los actos
de fe, de amor y humildad en el momento de recibir al Señor, etc.
«Amor con amor se paga... Amor, en primer lugar, al propio Cristo. El encuentro
eucarístico es, en efecto, un encuentro de amor»9.
Comulgar con frecuencia nunca debe significar comulgar con tibieza. Y cae en la
tibieza, el que no se prepara, quien no pone lo que está de su mano para evitar
que el Señor lo encuentre distraído cuando venga a su corazón. Significaría una
gran falta de delicadeza acercarse a la Comunión con la imaginación puesta en
otras cosas. Tibieza es falta de amor, no ir con las debidas disposiciones a
comulgar. Sabemos que nunca estaremos lo suficientemente dispuestos para
recibir como se merece a Aquel que viene a nuestra alma, pues nuestra pobre
morada no da para más; pero sí espera el Señor esos detalles que están a
nuestro alcance. «Si cualquier persona distinguida o que ocupe algún alto
puesto, o algún amigo rico y poderoso nos anunciara que iba a venir a visitarnos
a nuestra casa, ¡con qué solicitud limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que
pudiera ofender la vista de esta persona o amigo! Lave primero las manchas y
suciedades que tiene el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios
una morada en su alma»10.
III. Preparaste
la mesa delante de mí...11.
¡Qué alegría pensar que el Señor nos da tantas facilidades para recibirle! ¡Qué
alegría saber que Él desea que le recibamos!
La Confesión frecuente es un gran medio de preparar la
Comunión frecuente. También podemos siempre aumentar los deseos de purificación
y de tratar cada vez con más fe y con más delicadeza a Jesús presente en este
santo sacramento. Nos ayuda a comulgar con más amor la lucha por vivir en
presencia de Dios durante el día y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor
posible nuestros deberes cotidianos; sintiendo, cuando cometemos un error, la
necesidad de desagraviar al Señor; llenando la jornada de acciones de gracias y
de comuniones espirituales, de tal modo que cada vez sea más continuo vivir el
trabajo, la vida en familia y todo cuanto hacemos, con el corazón puesto en el
Señor.
Al terminar la oración, podemos hacer nuestra esta
plegaria que una noche dirigiera el Papa Juan Pablo II al mismo Jesús presente
en la Hostia Santa: «¡Señor Jesús! Nos presentamos ante Ti sabiendo que nos
llamas y que nos amas tal como somos. Tú tienes palabras de vida eterna
y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios (Jn 6,
69). Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Última
Cena y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta
nuestra fe (...). Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro Mediador,
hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al
saber que vives siempre intercediendo por nosotros (Heb 7,
25). Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino
apresurado contigo hacia el Padre.
»Queremos sentir como Tú y valorar las cosas como las
valoras Tú. Porque Tú eres el centro, el principio y el fin de todo. Apoyados
en esta esperanza, queremos infundir en el mundo esta escala de valores
evangélicos, por la que Dios y sus dones salvíficos ocupan el primer lugar en
el corazón y en las actitudes de la vida concreta.
»Queremos amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo que eres.
Quisiéramos decir como San Pablo: Mi vida es Cristo (Flp 1,
21). Nuestra vida no tiene sentido sin Ti. Queremos aprender a “estar con quien
sabemos nos ama”, porque “con tan buen amigo presente todo se puede sufrir”
(...).
»Nos has dado a tu Madre como
nuestra, para que nos enseñe a meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo
la Palabra y poniéndola en práctica, se hizo la más perfecta Madre»12.
1 Mt 22,
1-14. —
2 Is 25,
6. —
3 San
Ambrosio, Sobre los sagrados misterios del altar, 4, 44.
—
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 82, 4. —
5 Ibídem,
69, 2. —
6 Mt 22,
11-12. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 91. —
8 Dz 880,
693. —
9 Juan
Pablo II, Alocución, Madrid 31-X-1981. —
10 San
Gregorio Magno, Homilía 30 sobre los Evangelios. —
11 Salmo
responsorial. Sal 22. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit.
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