Francisco Fernández-Carvajal 17 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Los bienes de la
tierra se han de ordenar al fin sobrenatural del hombre.
— La riqueza y los
talentos personales deben estar al servicio del bien. Cómo es la pobreza de
quien vive en medio del mundo y ha de santificarse con los quehaceres
temporales.
— Desarrollar los
talentos que el Señor nos ha dado en bien de los demás.
I. Los Apóstoles
vieron con pena –el Señor también– cómo se marchaba el joven que no quiso dejar
a un lado sus riquezas para seguir al Maestro. Le vieron partir con esa
tristeza peculiar del que no corresponde a lo que Dios le pide. Todos quizá
pensaron que podía haber sido uno del grupo de los más íntimos, aquellos que
escucharon confidencias entrañables de Jesús y recibieron más tarde el mandato
de evangelizar el mundo, de ir con la doctrina de Cristo hasta los
confines de la tierra.
En este clima, mientras reemprenden la marcha, el
Señor les dijo: Difícilmente entrará un rico en el Reino de los Cielos.
Y añadió: Es más, os digo que es más fácil a un camello pasar por el
ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios. Los discípulos quedaron
muy asombrados1.
Quien pone su corazón en los bienes de la tierra se
incapacita para encontrar al Señor, porque el hombre puede tener como fin a Dios,
al que alcanza también a través de las cosas materiales como simples medios que
son, o poner las riquezas como meta de su vida, en sus muchas manifestaciones
de deseo de lujo, de comodidad, de poseer más... El corazón se orienta según
uno de estos dos fines. Quien lo tiene repleto de bienes materiales no puede
amar a Dios: no se puede servir a Dios y a las riquezas2,
enseñó el Señor en otra ocasión.
El término arameo original de riquezas que utilizó el
Señor, es Mammon, que «designa con irrisión un ídolo. ¿Por qué se
trata de un ídolo? Por un doble motivo. Primeramente porque el ídolo es un
sustitutivo de Dios. Se trata del uno o del otro (...). En segundo lugar, por su
contenido. Más allá del dinero, simple unidad monetaria, el ídolo Mammon simboliza
un instrumento de la voluntad de poder, un medio de posesión del mundo, una
expresión de la avidez de las cosas y también una desviación de las relaciones
de los hombres entre sí. El dominio que el ídolo ejerce sobre el hombre se
opone a lo que es propio de la persona humana creada a imagen y semejanza de
Dios, y por tanto a su relación con el Creador»3.
El que pone su deseo en las cosas de la tierra como si
fueran un bien absoluto comete una especie de idolatría4,
corrompiendo su alma como se corrompe con la impureza5,
y, con frecuencia, acaba uniéndose a los «príncipes de este mundo», que se
levantan contra Dios, contra Cristo6.
El amor desordenado a los bienes materiales, pocos o
muchos, es un gravísimo obstáculo para el seguimiento de Cristo, como se
manifiesta en el pasaje del joven rico que considerábamos en nuestra meditación
de ayer, y en las duras y enérgicas palabras con que el Señor condena el mal
uso de las riquezas. Por eso, el cristiano ha de examinar con frecuencia si ama
la sobriedad y la templanza, si está realmente desprendido de las cosas de la
tierra, si valora más los bienes del alma que los del cuerpo, si utiliza los
bienes para hacer el bien, si le acercan a Dios o lo separan de Él, si es parco
en las necesidades personales, restringiendo los gastos superfluos, no cediendo
a los caprichos, vigilando la tendencia a crearse falsas necesidades. Ha de ver
si cuida las cosas de su hogar, los instrumentos de trabajo... ¡Qué pena si
alguna vez no viéramos a Jesús que pasa a nuestro lado porque tuviéramos el
corazón puesto en algo que pronto hemos de dejar! ¡Algo que vale tan poco en
comparación de las riquezas sin límite que Cristo da a quienes le siguen!
II. El cristiano que
vive en medio del mundo no debe olvidar, sin embargo, que los bienes materiales
en sí mismos son bienes que debe hacer producir en favor de la
propia familia y de la sociedad, de las buenas obras que sostiene con su
esfuerzo, y que ha de santificarse con ellos. Nada más lejano del verdadero
espíritu de pobreza secular que la actitud encogida del que ve con miedo el
mundo y sus riquezas. El verdadero progreso y el desarrollo –también material–
son buenos y queridos por Dios. Y el Señor no predicó nunca ni la suciedad ni
la miseria. Todos hemos de luchar, en la medida de las propias posibilidades,
contra la pobreza, la miseria y cualquier situación de indigencia que degrade
al ser humano.
La pobreza del cristiano corriente, que se ha de
santificar en medio de sus tareas seculares, no consiste en una circunstancia
meramente exterior: tener o no tener bienes materiales; se trata de algo más
profundo que afecta al corazón, al espíritu del hombre; consiste en ser humilde
ante Dios, en sentirse siempre necesitado ante Él, en ser piadoso, en tener una
fe rendida que se manifiesta en la vida y en las obras. Si se poseen estas
virtudes y además abundancia de bienes materiales, la actitud del cristiano ha
de ser la de desprendimiento, de caridad generosa. El que no posee bienes
materiales abundantes no por ello está justificado ante Dios, si no se esfuerza
por adquirir las virtudes que constituyen la verdadera pobreza. También en la
escasez puede manifestar su generosidad, su señorío, y también debe estar
desprendido de lo poquísimo de que dispone.
Jesús estuvo muy cerca de los pobres, de los enfermos,
de quienes padecían cualquier necesidad, pero entre los más allegados a su
Persona no faltaron gentes de fortuna más o menos cuantiosa. Las mujeres que
subvenían a sus necesidades eran gente acomodada. Algunos de sus Apóstoles,
como Mateo y los hijos de Zebedeo, tenían ciertos medios económicos. José de
Arimatea, hombre rico, es mencionado expresamente como discípulo suyo7;
él y Nicodemo tienen el privilegio de recibir el Cuerpo muerto de Jesús8,
para cuya sepultura trajo este último gran cantidad de aromas (unas cien
libras, ¡más de treinta kilos!). La familia de Betania con la que tenía una
especial amistad era, probablemente, de cierto relieve social, pues son muchos
los judíos que acuden a su casa a la muerte de Lázaro. Llama a Zaqueo para
hospedarse en su casa y le admite entre sus seguidores9.
El mismo vestido de Jesús no carecía de prestancia, pues llevaba una túnica
inconsútil, orlada...
«Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten
cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se
ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea
cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes
económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo
y en Él se han de centrar todos nuestros amores (...)»10;
Él es el verdadero valor que define toda nuestra vida, por encima del cual nada
hay. A Él debemos imitar, según las circunstancias personales de cada uno. Y
nunca debemos dar por supuesto el desprendimiento de los bienes y su recto uso,
porque la tendencia de todo hombre, de toda mujer, es fabricarse sus propios
ídolos, crearse «necesidades innecesarias», gastar más de lo debido, poseer los
bienes para los propios caprichos sin tener en cuenta que «el hombre, al
usarlas, no debe tener las cosas que legítimamente posee como exclusivamente
suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechen a él
solamente, sino también a los demás»11.
Examinemos hoy la rectitud con que usamos los bienes y
si tenemos el corazón puesto en el Señor, desasido de lo mucho o de lo poco que
poseamos, teniendo en cuenta que «un signo claro de desprendimiento es no
considerar –de verdad– cosa alguna como propia»12.
III.
Debemos desarrollar sin miedo, sin falsa modestia ni timideces, todos los
talentos que el Señor nos ha dado, poner nuestras energías para que la sociedad
progrese y lograr que sea cada vez más humana, que se den las condiciones
necesarias para que todos lleven una vida digna, como corresponde a hijos de
Dios. Hemos de aprender a dar de lo nuestro, a fomentar y a ayudar, según
nuestras circunstancias, a instituciones y fundaciones que eleven y rediman al
hombre de su incultura o de sus condiciones menos humanas. Debemos procurar, en
lo que de nosotros depende, que no existan más esas desigualdades y diferencias
sociales que claman al Cielo: por un lado, personas que luchan cada día por
sobrevivir; por otro, despilfarros que ofenden a la criatura y al Creador.
Encontramos muchas dificultades, internas –en nuestro
corazón, donde subsisten las raíces del egoísmo, de la posesión desordenada– y
externas –las de un ambiente lanzado sin freno hacia los bienes de consumo–.
Este ambiente externo, que lleva consigo frecuentemente una fuerte carga de
sensualidad, es «el marco más adecuado para que proliferen las desviaciones
morales de todo signo: el erotismo, la exaltación del placer estimado y
cultivado por sí mismo, la degradación por el abuso del alcohol y las drogas,
etc. Es evidente que tales excesos aparecen como consecuencia de la
insatisfacción profunda que padece el hombre cuando se aparta de Dios (...). El
resultado está a la vista: hombres y mujeres –incontables ya– faltos de
ideales, sin criterio ni sentido claro de las cosas y de la vida»13,
que se levantan contra el Señor y contra Cristo14.
Para la mayoría de los cristianos, para aquellos que
se han de santificar en medio de las realidades temporales, seguir a Cristo
significará desarrollar su capacidad –también en cuanto a la creación y
añoramiento de bienes materiales– en bien de la sociedad entera, comenzando por
la familia, que ha de tener los medios necesarios, ayudando a quienes se
encuentran más necesitados, creando puestos de trabajo... Pero el fin del
cristiano en la vida no puede ser enriquecerse, acumular bienes, poseer lo más
posible. Esto llevaría al mayor empobrecimiento de su persona. La templanza en
la posesión y en el uso de los bienes da al cristiano una madurez humana y
sobrenatural que permite seguir de cerca a Cristo y llevar a cabo un gran
apostolado en el mundo. La Virgen, que supo vivir como nadie esta virtud de la
pobreza, nos ayudará hoy a formular un propósito, quizá pequeño, pero bien
concreto.
1 Mt 19,
23-25. —
2 Mt 6.
24. —
3 J.
M. Lustiger, Secularidad y teología de la Cruz, Madrid
1987, pp. 155-156 —
4 Col 3,
5. —
5 Cfr. Ef 4,
19; 5, 3. —
6 Cfr. Sal 2,
2. —
7 Mt 27,
57. —
8 Jn 19,
38. —
9 Lc 19,
5. —
10 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 35. —
11 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 69. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 524. —
13 A.
Fuentes, El sentido cristiano de la riqueza, Rialp, Madrid
1988, pp. 186-187. —
14 Cfr. Sal 2,
2.
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