Por Gregorio Salazar
Lo que viene es
demasiado duro. A poco más de 150 días de declarado el alerta epidemiológico
las cifras de más de mil contagios diarios y el colapso general de los
servicios y la producción nos ponen ante la proximidad de una emergencia
nacional de magnitud incomensurable.
La pandemia entre
nosotros se ha destacado tempranamente por dos particularidades: la increíble y
dolorosa tasa de mortalidad entre el desprotegido personal médico y sanitario,
verdaderos héroes de esta batalla, que ronda el 25 % y la forma como el virus
ha impactado no sólo al funcionariado nacional a nivel de gobernadores y
alcaldes, sino a lo más alto de la cúpula civil del régimen.
En esto último puede
decirse que el ejecutivo madurista se ha visto disminuido en su margen
operacional: tres de los cuatro más altos jerarcas oficialistas, como lo son el
presidente de la constituyente espuria y vicepresidente del Psuv, Diosdado
Cabello; el presidente de Pdvsa, Tareck El Aissami, y el estratega partidista y
ministro de información, Jorge Rodríguez, quienes se han visto obligados a
separarse de sus funciones al haber sido alcanzados por la Covid-19. Lo mismo
los gobernadores de los estados Miranda, Zulia, Vargas, Monagas y Sucre y el
“protector” del Estado Táchira, más algunos mandos militares medios.
En dos días
consecutivos sobrevinieron los decesos del ex sindicalista y director del BCV,
José Khan, y del jefe de gobierno del Distrito Capital, Darío Vivas, quien
además era el responsable de la logística de los mitines y concentraciones
públicas, especialmente en tiempos electorales, así como organizador de los
grupos duros para acciones de calle. Una pieza verdaderamente clave en la
estructura partidista del PSUV.
A los venezolanos nos
recorre un escalofrío cuando pensamos que es a este régimen en bancarrota,
aislado, sancionado y diezmado en su alto mando al que le toca enfrentar la
crisis que angustiosamente ve venir como un tsunami este pueblo empobrecido al
extremo.
Y que en paralelo se
trate de llevar adelante, a rompe y raja, unas elecciones legislativas cuyo
contexto epidemiológico dentro de tres meses y medio es dable imaginar mucho
peor que el presente.
La crisis de la
gasolina tiene al país paralizado. Y las medidas paliativas están siendo
obstruidas, según se pudo conocer el jueves cuando los Estados Unidos
confiscaron la gasolina de cuatro tanqueros iraníes que se dirigían a nuestro
país. Una medida que probablemente estrangula menos al régimen, que succiona el
poco combustible que pueden producir las refinerías de El Palito y Amuay, que
al pueblo llano que no tiene esa alternativa. Este desabastecimiento de
gasolina está asfixiando a lo que resta del aparato económico, desde la
producción hasta la distribución.
Imagine usted el caso
de los productores agrícolas de la región andina que hacen el esfuerzo de
comprar la gasolina del lado colombiano. Luego emprenden la ruta hacia, digamos
el Estado Falcón. Allí llega dejando jirones de piel en cada alcabala de la
corrupta GNB que los matraquea en dinero o especies, costos que el productor se
ve obligado a incorporar al precio final en perjuicio de los consumidores.
Adquiere pescados en Falcón para llevar a los Andes y nuevamente debe dejar
parte de la mercancía en cada alcabala militar o policial. Y no hay en
este gobierno autoritario quien ponga coto a eso.
Aún así marchamos hacia
las elecciones más atípicas de nuestra historia, por la pandemia, la parálisis
y la asimetría abismal entre el oficialismo y los sectores que han anunciado su
participación, sin mayores recursos y sin posibilidades de movilización, dadas
las particulares circunstancias del país.
En este plano dejó oír
su voz nuevamente la Conferencia Episcopal Venezolana mediante un comunicado en
el que ratifica su fe en el voto como el instrumento que ha de traer el cambio
democrático y critica la abstención sin otra estrategia para crear una ruta de
salida a la crisis. Un reclamo más que directo a la oposición que encabeza
el presidente interino Juan Guaidó.
16-08-20
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