Francisco Fernández-Carvajal 18 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Para todos hay una
llamada del Señor a trabajar en su viña. Nos llama a corredimir con Él en el
mundo.
— Cualquier hora y
circunstancia son buenas para el apostolado. El ejemplo de los primeros
cristianos.
— Todo el que haya
pasado cerca de nuestra vida debería poder decir que se sintió movido a vivir
más cerca de Cristo.
I. El Señor se
compara en el Evangelio de la Misa1 a
un padre de familia que sale a distintas horas a contratar obreros para
trabajar en su viña: al amanecer, a la hora de tercia, de sexta, de nona... Con
los primeros –los que fueron contratados en primer lugar– se ajustó el salario
en un denario. Los demás fueron contratados por lo que fuera justo. A última
hora, cuando ya estaba próximo el final de la jornada laboral, a la hora
undécima, salió de nuevo el padre de familia y encontró a otros que estaban sin
trabajar, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí todo el día parados? Y
le contestaron: Porque nadie nos ha contratado. Y los envió también
a trabajar en su viña.
El Señor quiere darnos una enseñanza fundamental: para
todos los hombres hay una llamada de parte de Dios. Unos reciben la invitación
de Cristo en el amanecer de su vida, en una edad muy temprana, y recae sobre
ellos una particular predilección divina por haber sido llamados tan pronto.
Otros, cuando ya han recorrido una buena parte del camino. Y todos en
circunstancias bien distintas: las que presenta el mundo en que vivimos. El
denario que todos reciben al terminar el día es la gloria eterna, la
participación en la misma vida de Dios2,
en una felicidad sin término al concluir la jornada de la vida, y la
incomparable alegría, ya aquí, de trabajar para el Maestro, de gastar la vida
por Cristo.
Trabajar en la viña del Señor, en cualquier edad en
que nos encontremos, es colaborar con Cristo en la Redención del mundo:
difundiendo su doctrina, con ocasión y sin ella; facilitando a otros el
sacramento de la Confesión, quizá enseñándoles el modo de hacer el examen de
conciencia, exponiendo los grandes bienes que se derivan de este sacramento;
llamando a otros a que sigan a Cristo más de cerca a través de una vida de
oración; participando en alguna catequesis o labor de formación; colaborando
económicamente para crear nuevos instrumentos apostólicos; apartando a alguno
de una situación en la que puede ofender a Dios, con el oportuno consejo o
mediante la corrección fraterna; planteando a algún amigo, con la prudencia
necesaria y después de pedir insistentemente luces en la oración, la
posibilidad de entregarse más plenamente a Dios...
Quien se siente llamado a trabajar en la viña del
Señor debe, de muy diversos modos, «participar en el designio divino de la
salvación. Debe marchar hacia la salvación y ayudar a los demás a fin de que se
salven. Ayudando a los demás se salva a sí mismo»3.
No sería posible seguir a Cristo, si a la vez no
transmitimos la alegre nueva de su llamada a todos los hombres, «pues el que en
esta vida procura solo su propio interés no ha entrado en la viña del Señor»4.
Trabajan para Cristo quienes «se desvelan por ganar almas y se dan prisa por
llevar a otros a la viña»5;
prisa, porque el tiempo de la vida es escaso.
II. El Señor sale a
contratar obreros para su viña a horas muy diversas y en situaciones distintas.
Cualquier hora, cualquier momento es bueno para el apostolado, para llevar
obreros a la viña del Señor, para que sean útiles y den frutos. Dios llama a
cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, con su modo de ser peculiar,
con sus defectos y también con la capacidad de nuevas virtudes. Pero son
incontables quienes quizá mueran sin saber apenas que Cristo vive y que trae la
salvación a todos, porque nadie les transmitió la llamada del Señor. ¿Vamos
nosotros a estar parados, sin hablar de Dios? «Me dirás, quizá: ¿y por qué
habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de
Cristo nos urge (2 Cor 5, 14). Todo el espacio de una
existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»6.
Los primeros cristianos aprendieron bien que el
apostolado no tiene limitaciones de personas, lugares o situaciones. Con
frecuencia comenzaban por la propia familia: «a los siervos y siervas y a los
hijos, si los tienen, les persuaden a hacerse cristianos por el amor que hacia
ellos tienen, y cuando se hacen tales, los llaman hermanos sin distinción»7.
Fueron incontables las familias que, desde el menor de los siervos hasta los
hijos, o los padres, recibieron la fe y vivieron en el amor a Cristo. Después
quizá fueron los vecinos, los clientes o los compañeros de oficio o de armas...
La vida de los campamentos, las mismas virtudes castrenses y bien pronto el
testimonio de los mártires favoreció la expansión del Evangelio entre soldados.
El ejército proporciona mártires en Italia, en África, en Egipto y hasta en las
orillas del Danubio. Incluso la última persecución comenzó por una depuración
de las legiones8.
Todas las situaciones eran buenas para acercar las
almas a Cristo, incluso las que humanamente podrían parecer menos adecuadas,
como la de comparecer ante un tribunal. San Pablo, prisionero en Cesarea, habla
en defensa propia ante el procurador Festo y el rey Agripa. Les desvela los
misterios de la fe de tal forma que mientras se defendía de este modo (anunciando
la resurrección de Cristo), el rey dijo en alta voz: Estás loco, Pablo,
las muchas letras te han hecho perder el juicio. Y comenta San Beda:
«Consideraba locura que un hombre encadenado no hablara de las calumnias que le
hostigaban desde fuera sino de las convicciones que le iluminan por dentro»9.
Más tarde, Agripa dirá a Pablo: Un poco más y
me convences de que me haga cristiano. Y Pablo le respondió: Quisiera
Dios que, con poco o con mucho, no solo tú sino todos los que me escuchan hoy
se hicieran como yo... pero sin estas cadenas10.
Y nosotros, ¿no sabremos llevar, con paciencia, con
cordialidad, a nuestros parientes, vecinos, amigos... hasta el Señor? El
sentido apostólico de nuestra vida nos indicará el amor que tenemos a Cristo.
No desaprovechemos ninguna ocasión: todas las horas son buenas para llevar
obreros hasta la viña del Señor. Todas las edades son buenas para llenar las
manos de frutos.
III.
Sorprende que el padre de familia saliera a última hora, cuando ya apenas
quedaba tiempo para trabajar; y sorprende también la razón que dieron aquellos
que fueron contratados a esta hora tardía: Nadie nos ha contratado,
ninguno nos hizo llegar la buena noticia de que el dueño del campo buscaba
obreros para que trabajaran en su viña. Es la misma respuesta que darían ahora
muchos que fueron bautizados, pero que se encuentran con una fe que languidece
por momentos, porque nadie se ocupó de ellos. «Has tenido una conversación con
este, con aquel, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas.
—Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando “quia nemo nos
conduxit” -nadie nos ha llamado»11.
Ninguno de nuestros parientes, de los amigos, de los vecinos..., de quien
estuvo con nosotros una sola tarde, o realizó un mismo viaje, o trabajó en la
misma empresa, o estudió en la misma Facultad... debería decir que no se sintió
contagiado de nuestro amor a Cristo. Cuando el querer es grande se manifiesta
en la más pequeña oportunidad.
Muchos se sentirán movidos por nuestras palabras que
hablan con vigor y con alegría del Maestro, a otros les ayudará el ejemplo de
un trabajo bien acabado, o la serenidad ante el dolor y la dificultad, o quizá
el trato cordial que hunde sus raíces en la virtud de la caridad..., y todos se
sentirán urgidos por nuestra oración y por una honda alegría, consecuencia de
seguir a Cristo. Nadie que nos haya conocido en cualquier circunstancia debería
poder decir al final de sus días que no hubo quien se ocupara de él.
Algunos de los contratados a la viña protestaron a la
hora de recibir el salario. Sin razón, pues se le dio a cada uno lo que se
había ajustado con él: un denario. No comprendieron que servir al Señor es ya
un honor inmerecido. Trabajar para Cristo es reinar, y motivo de acción de
gracias por haber sido llamados de la plaza pública a la propiedad de Dios. En
el mismo servicio a Dios, siendo apóstoles en medio del mundo, encontramos la
recompensa, porque en realidad nada buscamos para nosotros mismos: solo amar
cada vez más a Cristo y servirle, llamando a otros para que vayan a trabajar en
su campo. El Señor no nos olvidará jamás. Debemos tener en cuenta que en el
denario del salario «está incisa la imagen del Rey»12:
se nos da Dios mismo en esta vida. Y, al atardecer, nos dará una gloria sin
fin: cada uno recibirá a la medida de su trabajo13.
«Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra,
que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los
hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas;
enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre
buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del
Padre Nuestro que está en los Cielos»14.
Pidamos ayuda a San José para que nos enseñe a gastar la vida en el servicio a
Jesús, mientras realizamos con alegría nuestro quehacer en el mundo.
1 Mt 20,1-16.
—
2 Cfr. F.
M. Moschner, Las Parábolas del reino de los cielos, p. 215.
—
3 Juan
Pablo II, Sobre la virtud de la prudencia, 25-X-1978.
—
4 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 19, 2.
—
5 Ibídem.
—
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 43. —
7 Arístides,
cit. por D. Ramos, El testimonio de los primeros
cristianos, p. 195. —
8 A.
G. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos,
Palabra, 2ª ed., Madrid 1986, p. 81. —
9 San
Beda, Comentario a los Hechos de los Apóstoles, in loc.
—
10 Hech 26,
24-32. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 205. —
12 San
Jerónimo, Comentario al Evangelio de San Mateo, 4, 3.
—
13 1
Cor 3, 8. —
14 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 54.
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