Francisco Fernández-Carvajal 24 de agosto de
2020
@hablarcondios
— La virtud de la
justicia y la dignidad humana.
— La justicia
social transciende lo estrictamente estipulado.
— La economía, que
tiene sus propias leyes, ha de ordenarse al bien total de las personas.
I. En la Ley de
Moisés estaba dispuesto que se cumpliera el diezmo1:
se debía entregar la décima parte del producto de los frutos más corrientes del
campo, como los cereales, el vino y el aceite, para el sostenimiento del
Templo. Los fariseos pagaban, además, el diezmo de la hierbabuena, el eneldo y
el comino, plantas aromáticas que se cultivaban en los jardines de las casas y
que servían para condimentar las comidas. Era una equívoca manifestación de
generosidad con Dios, porque a la vez dejaban de cumplir otros graves
mandamientos en relación al prójimo. Por eso, por su hipocresía, les dirá el
Señor: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, que pagáis el
diezmo de la menta, del eneldo y del comino, pero habéis abandonado lo más
importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Estas cosas
había que hacer, sin omitir aquellas2.
No desprecia el Señor el pago del diezmo por la menta,
el eneldo y el comino, que podría haber sido una verdadera expresión de amor:
como quien regala unas flores a una persona que quiere, o al Señor en el
Sagrario; lo que rechaza Jesucristo es la hipocresía que este falso celo
oculta, pues con ello se justificaban para no cumplir con otros deberes
esenciales: la justicia, la misericordia y la fidelidad. Los cristianos no
debemos caer jamás en una hipocresía semejante a la de estos fariseos: nuestras
ofrendas voluntarias son gratas a Dios cuando cumplimos con las obligatorias y
necesarias, determinadas por la justicia; esta virtud manda dar a cada uno lo
suyo y se enriquece y perfecciona por la misericordia y la caridad. Estas
cosas había que hacer, sin omitir aquellas.
La virtud de la justicia se fundamenta en la intocable
dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y destinada
a una felicidad eterna. Y si consideramos el respeto que merece todo hombre «a
la luz de las verdades reveladas por Dios, hemos de valorar necesariamente en
mayor grado esta dignidad, ya que los hombres han sido redimidos por la sangre
de Jesucristo, hechos hijos y amigos de Dios por la gracia sobrenatural y
constituidos herederos de la gloria eterna»3.
El aprecio a los derechos de las personas comienza por
un ordenamiento justo de las leyes civiles, al que hemos de contribuir los
cristianos, como ciudadanos ejemplares, con todas nuestras fuerzas, comenzando
por aquellas leyes que defienden el derecho a la vida, el primero de los
derechos, desde el mismo instante de la concepción. Pero no basta con esta
contribución, que hemos de hacer siempre en la medida de nuestras
posibilidades, aunque sean pequeñas. Cada día se nos presentan muchas ocasiones
para ser justos con nuestros semejantes: a la hora de emitir juicios sobre
otros –¡con qué facilidad, con qué frivolidad se falta a veces a la justicia
más elemental con juicios temerarios!–, en las palabras, evitando no solo la
calumnia –la acusación falsa–, sino también la difamación, la palabrería que
propaga los defectos del prójimo, para disminuir su consideración social,
profesional y humana; en las obras, dando a cada uno lo que es suyo...
¿Cómo podrían ser gratas a Dios nuestras obras si no
tratamos con esmero –de pensamiento, palabra y obra– a nuestros hermanos, por
quienes Jesús dio su vida?
II. Vivir la
justicia con el prójimo es mucho más que el mero no causarle daño, y no basta
para cumplirla con lamentarse ante situaciones de injusticia; quejas y
lamentaciones que serán estériles si no se traducen en más oración y obras para
remediar esa situación. Cada cristiano ha de plantearse cómo vive la justicia
en las circunstancias normales de su vida: en la familia, en el trabajo
profesional, en las relaciones sociales... Vivir la justicia con quienes nos
relacionamos habitualmente significa, entre otros deberes, respetar su derecho
a la fama, a la intimidad, a una retribución económica suficiente... «Estas
exigencias no han de limitarse únicamente al orden económico, como es, por
ejemplo, la justicia en sueldos y honorarios; la vida y la moral cristianas
tienen exigencias más amplias. El respeto a la vida, a la fidelidad, a la
verdad, la responsabilidad y la buena preparación, la laboriosidad y la
honestidad, el rechazo de todo fraude, el sentido social e incluso la generosidad
deben inspirar siempre al cristiano en el ejercicio de sus actividades
laborales y profesionales»4.
También la calumnia, la maledicencia, la
murmuración..., constituyen una verdadera y flagrante injusticia, pues «entre
los bienes temporales la buena reputación parece ser el más valioso, y por su
pérdida el hombre queda privado de hacer mucho bien»5.
El Apóstol Santiago dice de la lengua que es un mundo entero de maldad6:
puede servir para alabar a Dios, para hablar con Él, para comunicarnos..., o
puede hacer mucho daño, si no hay un empeño decidido en no hablar nunca mal de
nadie.
No es infrecuente que se falte a la justicia a través
de la palabra. Por eso, el Señor nos pide a los cristianos que sepamos
defenderla, que no nos dejemos guiar por rumores, por juicios precipitados de
otras personas, de algunos medios de comunicación social..., que nunca emitamos
un juicio negativo sobre personas o instituciones -no ser inquisidores y
verdugos de vidas ajenas Y, entonces, hemos de procurar poner los medios para
estar bien informados, y, si alguien tiene el deber de juzgar, oyendo a las dos
partes, matizando cuando sea preciso hacerlo y salvando siempre la intención
profunda de las personas, que solo Dios conoce. Especial responsabilidad tienen
quienes de alguna manera trabajan en los medios de comunicación social o tienen
acceso a ellos, por el gran bien o el mal grave que pueden hacer.
Debemos vivir los deberes de justicia con aquellos que
el Señor nos ha encomendado, dedicándoles tiempo, colaborando en la formación
de todos, tratando con más esmero a aquel que, por enfermedad, edad o por sus
condiciones particulares, más lo necesita. Sabemos bien que no viviría esta
virtud, por ejemplo, el padre o la madre que tuviera tiempo para sus gustos y
distracciones, y no dedicara lo necesario para la educación de los hijos o para
aquellas personas que Dios ha puesto a su cuidado; o quien antepusiera sus
gustos y preferencias personales, de los que con un poco de buena voluntad se
puede prescindir, a las necesidades de los demás.
Somos justos cuando damos a cada uno lo suyo. El
empresario, con la justa retribución de los empleados, de acuerdo con las leyes
civiles justas y con la recta conciencia. No será raro que, a veces, haya de
remunerar por encima del mínimo exigido por la ley, pues pueden darse
circunstancias en las que, cumpliendo lo estrictamente legal, lo establecido,
se falte a la justicia con ese mínimo estipulado: pueden darse despidos legales
pero injustos, salarios de acuerdo con las leyes pero que ofenden la dignidad
de las personas...; «la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto
exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se
resuelven a base de sumas y de restas»7.
Al cristiano le importa, sobre todo, ser justo ante Dios, y esto le llevará a
cumplir más allá de lo meramente establecido por las leyes, teniendo en cuenta
las circunstancias personales y familiares de quien trabaja a su cargo.
III. La
economía tiene sus propias leyes y mecanismos, pero estas leyes no son
suficientes ni supremas, ni esos mecanismos son inamovibles. El orden económico
no debe concebirse –insiste el Magisterio de la Iglesia– como un orden
independiente y soberano, sino que ha de estar sometido a los principios
superiores de la justicia social, que corrijan los defectos y deficiencias del
orden económico y tengan en cuenta la dignidad de la persona8.
La justicia social exige también que al trabajador no
se le deje a merced de las leyes de la competencia, como si su trabajo se
tratara solo de una mercancía9;
y una de las principales preocupaciones del Estado y de los empresarios «debe
ser esta: dar trabajo a todos»10,
pues el paro forzoso es uno de los mayores males de un país y causa de otros
muchos en la persona, en las familias y en la sociedad misma.
Quien trabaja en un taller, en la Universidad, en una
empresa, no viviría la justicia si no cumple con esmero con su tarea, con
competencia profesional, aprovechando el tiempo, cuidando los instrumentos de
trabajo que son propiedad de la fábrica, de la biblioteca, del hospital, del
taller, de la casa en la que se ayuda en las tareas del hogar. Los estudiantes
faltarían a la justicia con la sociedad, con la familia, a veces gravemente, si
no aprovechan ese tiempo dedicado al estudio. De modo general, las
calificaciones académicas obtenidas pueden ser materia de un buen examen de
conciencia. Muchas veces, la poca intensidad en el estudio será la causa de no
ser más tarde buenos profesionales, faltando así a la justicia con la empresa
en la que se trabaja, por carecer de la preparación debida. Son puntos que con
frecuencia deberemos examinar, para vivir delicadamente, delante de Dios y de
los hombres, los deberes hacia el prójimo: la justicia, la misericordia
y la fidelidad en los pactos y promesas.
Pidamos a la Santísima Virgen esa rectitud de
conciencia, para contribuir a hacer de la sociedad en que vivimos un ámbito de
convivencia digno de hijos de Dios.
1 Lev 27, 30-33; Dt 14,
22 ss. —
2 Mt 23, 23. —
4 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. Los católicos en la vida
pública, 22-IV-1986, nn. 113-114. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2. —
6 Sant 3,
6. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 168. —
8 Cfr. Pío
XI, Enc. Quadragesimo anno, 15-VI-1931, 37. —
9 Juan
Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 34.
—
10 ídem, En
el estadio de Morumbi, 3-VII-1980.
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