Ismael Pérez Vigil 17 de agosto de 2020
Quienes,
desde la oposición democrática, propugnábamos por participar en el proceso
electoral del 6 de diciembre, no pudimos convencer de la validez de nuestros
argumentos a la instancia que toma las decisiones políticas en la oposición y
ya fue anunciada la decisión de no participar en ese proceso electoral.
Una
vez tomada la decisión es una pérdida de tiempo volver a discutir el tema,
mucho menos importante es repetir los argumentos en favor o en contra de una u
otra opción, que damos por bien conocidos. Pero debo reconocer, más allá de
toda duda, que con cualquiera que se hable y como se observa en la mayoría de
las opiniones que se vierten en la prensa –ni hablar de las redes sociales–
parece haber una inclinación “popular” que favorece el no participar en las
elecciones parlamentarias, por más que alguna encuesta diga lo contrario.
(Aunque hay otras encuestas que dicen lo opuesto, pues siempre hay encuestas
para todos los gustos.)
Quienes
adoptaron la decisión de no participar es obvio que advirtieron que es muy
poderosa la frustración y el cansancio de la mayoría opositora del país que,
agotada y abrumada por la realidad cotidiana, que golpea duramente, considera
que una elección parlamentaria, aun dentro de cuatro meses, no es una opción en
la que valga la pena embarcarse. Teniendo que luchar diariamente por
sobrevivir, literal y realmente hablando, es poco el ánimo que queda para
participar en un proceso electoral, si además ahora le sumamos el efecto letal
de la pandemia de la COVID19.
Hay
que admitir que había argumentos poderosos para sostener la opción de no
participar. Y no hay que remontarse muy lejos para verlos, pues la muy reciente
historia nos muestra los abusos que está dispuesto a cometer el régimen para
mantenerse en el poder, como por ejemplo: el intento de apropiarse por la
fuerza de la AN en enero de 2020, la designación ilegal y a su medida del CNE,
el robo a los principales partidos opositores de sus nombres, símbolos, sedes y
colores, las violaciones constitucionales para incrementar el número de
diputados y violar el derecho al voto secreto de la población indígena. No es,
por tanto, muy difícil pensar que la posición de la mayoría democrática de no
participar tiene asidero y que va a ser bien recibida por esa población opositora,
que como ya hemos dicho se siente cansada y frustrada.
En
cualquier caso, la decisión de no participar, ya tomada y anunciada, si bien no
es la opción que algunos favorecíamos, no podemos dejar de reconocer –como ya
dije– que había razones para hacerlo y que, en todo caso, se hizo preservando
un valor que está por encima de la participación electoral: la unidad opositora
y con base en ese importante valor podemos aceptar y compartir esa decisión.
Pero
ahora han surgido con fuerza ciertas consideraciones acerca de la pertinencia
de la discusión de votar o abstenerse, participar o no, que merecen un
comentario. Sin duda hay problemas estratégicos más importantes que debieron y
deben ser el fondo de la discusión política opositora; después de todo la vía
electoral, políticamente hablando, no es más que una táctica; pero, la elección
parlamentaria estaba allí, frente a nosotros y no había forma de evadirla.
Decir que el problema es el “cese a la usurpación” o “la pandemia”, o la
“crisis humanitaria compleja”, o “huir o resignarse”, o “como combatir la
desesperanza” o “cómo mantener una esperanza activa”, y así podríamos seguir
enumerando otra gran gama de problemas, que podrán ser ciertos, siempre y
cuando no se trate de un pretexto para desviar la atención de las consecuencias
políticas de la decisión adoptada.
Tenemos
que sincerar esta discusión, porque es importante dilucidar si detrás de
algunos argumentos que apuntan a calificar la discusión de “falso dilema”, aun
con buena intención, no se esconde el inveterado temor a la palabra
“abstención”, porque aunque el nombre no les guste a algunos, no es lo mismo ir
a votar, que abstenerse y quedarse en casa cruzados de brazos. Negarse a llamar
la decisión por ese nombre, en el fondo es reconocer que la abstención en
política nunca ha sido una estrategia que conduzca a alguna parte, excepto a la
inamovilidad popular y la indiferencia política.
La
abstención –como ir a votar– no tiene sentido sino forma parte de una política
general, global y sobre todo unitaria, en la que participe la mayoría de la
población y quien no participe, que por lo menos pueda entenderla y no tenga
argumentos para contradecirla; de lo contrario, lo que trae es desmovilización,
quietismo y eso genera desesperanza. No estamos para más desesperanza. Por eso
era tan importante, para no exacerbar la desesperanza popular opositora, que la
decisión de no participar viniera acompañada, desde el principio, por una
alternativa de movilización, por unas indicaciones mínimas de cómo proceder y
que aún no se vislumbran, ni aparecen en el horizonte inmediato.
Pero
en todo caso, ahora tenemos la discusión de otros dos problemas reales: Uno,
qué hacer a partir del 7 de diciembre; y dos, sobre todo, qué hacer a partir de
enero de 2021, que cesará en sus funciones la actual AN y la presidencia
interina de Juan Guaidó. Posiblemente el régimen no se consolide más, pues su
legitimidad está en declive, según podemos ver en recientes declaraciones de
voceros de la llamada “comunidad internacional”, pero seguirá ejerciendo de
facto el poder, controlando los recursos del país y controlará también el poder
legislativo a partir de enero de 2021.
Tanto
la “comunidad internacional” involucrada en el tema Venezuela, como el
liderazgo opositor deberán redefinir estrategias –desde ahora y en enero de
2021– y en nuestro caso será mucho más imperativo que los líderes y los
partidos políticos se reinventen, como hemos estado insistiendo desde hace
varios meses.
Ismael
Pérez Vigil
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