Por Ramón Guillermo
Aveledo
La CDU no es el único
partido que ha gobernado Alemania, sea en Occidente o unida. Tampoco ha
gobernado en solitario, pues la coalición ha sido una práctica ya institucionalizada
en la política germana entre demócratas cristianos, socialdemócratas, liberales
y más recientemente los verdes ecologistas. Sólo una vez logró la mayoría
absoluta en el Bundestag, en 1953 con el 45.2% del voto junto a sus
hermanos de la CSU bávara. Pero sea como líder del gobierno federal o como
socio en gabinetes compartidos, es la colectividad política con más presencia
en la responsabilidad del poder.
Formar un gran partido
popular que uniera la inquietud cívica y la acción política de católicos y
protestantes, en un movimiento reformador, no confesional, capaz de reunir en
una política coherente y atractiva a las vertientes socialcristianas,
conservadoras, liberales, moderadas de la sociedad no era tarea fácil y no lo
fue. La dictadura nacionalsocialista y sus consecuencias de guerra y
destrucción, habían borrado el mapa político precedente con la ayuda de las
persecuciones, muertes, prisiones y destierros. Además, el centro y la
participación política de los cristianos habían quedado dispersados y
debilitados. Lo lograron y por encima de obstáculos, reveses y no pocos
inconvenientes, allí están.
La Unión fue un
propósito serio, un compromiso creíble, no un ardid para ganar indulgencias con
escapulario ajeno.
Entre sus grandes
líderes destacará siempre Adenauer en la titánica construcción desde los
escombros de la república federal. También Kohl en la exitosa reunificación
alemana tras el derrumbe del Muro y actualmente Merkel, esa estadista
excepcional que ha brillado en tiempos inestables de medianía y populismos.
En un consenso
democrático europeo, con debates naturales, entre las políticas trascendentes
con mayor huella histórica están la economía social de mercado, sensata línea
estratégica que equilibra realidades humanas y económicas, hoy asumida en toda
esa gran comunidad continental. La promoción de la integración europea, cuyos
problemas actuales no pueden llevarnos a ignorar el largo e impresionante
camino recorrido desde la comunidad del carbón y el acero en los 50’s, visión de
Adenauer, de Gasperi, Schuman y Monnet, guiados por el humanismo cristiano.
Porque la gran política siempre se funda en valores.
Parece que el colapso
del socialismo marxista y la crisis financiera mundial de la primera década de
este siglo, los cuales debieron reivindicar a las diversas expresiones del
centrismo, al demostrar que tenían razón, lo que trajeron consigo fue una
tizana multicolor de populismos nacionales.
En Europa, la
especificidad confluye bajo la divisa Popular con tendencias afines en la moderación,
unas más conservadoras, otras más liberales. ¿Qué pasó en América Latina? En
esta región que mañana, proclamábamos, sería “demócrata cristiana”. Merman la
presencia y su fuerza, sea por la proporción de pueblo que nos sigue como por
las ideas y su atractivo. Los tiempos reclaman cambios.
En el
socialcristianismo patrio en algún momento perdimos “el alma y la calma” de
aquel viejo y querido partido cuya larga agonía parece un inmerecido epílogo
doloroso de pequeñeces, para una historia que sin estar exenta de humanos
errores, tuvo grandeza. Fragmentados en pequeñas expresiones, no ya para todos
los gustos, sino para todos los disgustos. La paradoja es que esta pena debemos
pasarla cuando el país más necesita de mensajes y acciones claras, limpias, esperanzadoras.
Con Venezuela, por
cierto, fue la primera cooperación de los democristianos alemanes fuera de sus
fronteras. En eso, han mostrado su confianza en el futuro de este país, de una
consistencia a prueba de todo.
Testimonios que sean
fermento para que la idea pueda influir en el futuro cuya construcción
requerirá esfuerzo, ideas y valores. Eso debemos dar.
17-08-20
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