Francisco Fernández-Carvajal 02 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— Identificar nuestra voluntad con la del Señor. Cómo
nos manifiesta Dios su voluntad. Voluntad de Dios y santidad.
— Otros modos de manifestarse la voluntad de Dios en
nuestra vida: la obediencia. Imitar a Jesús en su ardiente deseo de cumplir la
voluntad de su Padre Dios. Humildad.
— Cumplir la voluntad de Dios en momentos en que
cuesta o resulta ingrata o difícil.
I. La vida de una
persona se puede edificar sobre muy diferentes cimientos: sobre roca, sobre
barro, sobre humo, sobre aire... El cristiano sólo tiene un fundamento firme en
el que apoyarse con seguridad: el Señor es la Roca permanente1.
El Señor nos habla en el Evangelio de la Misa2 de
dos casas. En una de ellas quizá se quiso ahorrar la cimentación, quizá hubo
prisa por terminarla. No se puso el debido cuidado. Al que edificó de esta
manera el Señor le llama hombre loco. Las dos casas quedaron
terminadas y parecían iguales, pero tenían muy distinto fundamento: una de
ellas estaba cimentada sobre piedra firme; la otra, no. Pasó algún tiempo y
llegaron las dificultades que pondrían a prueba la solidez de la edificación.
Un día hubo temporal: cayó la lluvia, y los ríos salieron de madre y
soplaron los vientos contra aquella casa.
Fue el momento en el que probaron su consistencia. Una
se mantuvo firme en lo esencial; la otra se derrumbó estrepitosamente y el
desastre fue completo.
Nuestra vida solo puede estar edificada sobre Cristo
mismo, nuestra única esperanza, nuestro único fundamento. Y esto quiere decir,
en primer lugar, que procuramos identificar nuestra voluntad con la suya. No es
la nuestra una adhesión más o menos superficial a una borrosa figura de Cristo,
sino una adhesión firme a su querer y a su Persona. No todo el que dice
Señor, Señor, entrará en el reino de los Cielos, sino el que cumple la voluntad
de mi Padre que está en los cielos, leemos también en el Evangelio de la
Misa.
La voluntad de Dios es la brújula que nos indica en
todo momento el camino que nos lleva a Él; es, al mismo tiempo, el sendero de
nuestra propia felicidad. El cumplimiento del querer divino nos da también una
gran fortaleza para superar los obstáculos.
¡Qué alegría poder decir al final de nuestros días: he
procurado siempre buscar y seguir la voluntad de Dios en todo! No nos alegrarán
tanto los triunfos cosechados, ni nos importarán demasiado los fracasos y los
sufrimientos padecidos. Lo que nos importará, y mucho, es si hemos amado el
querer de Dios sobre nuestra vida, que se manifestó unas veces de modo más
general y otras de forma muy concreta. Siempre con la suficiente claridad, si
no cegamos la luz del alma, que es la conciencia.
El cumplimiento amoroso de la voluntad de Dios es, a
la vez, la cima de toda santidad: «Todos los fieles cristianos, en las
condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso,
se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe, como venido de la mano
del Padre celestial, y colaboran con la divina voluntad...»3.
Es aquí donde se demuestra nuestro amor a Dios, y también el grado de unión con
Él. Y el Señor nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos, de las
indicaciones, consejos y preceptos de nuestra Madre la Iglesia, y de las
obligaciones que conlleva la propia vocación y estado.
Reconocer y amar la divina voluntad en esos deberes
nos dará la fuerza necesaria para hacerlos con perfección, y en ellos
encontraremos el lugar donde ejercitar las virtudes humanas y las
sobrenaturales. La voluntad de Dios está muy relacionada con la sonriente
caridad de todos los días, con el cumplimiento del deber aunque resulte
dificultoso, con la ayuda que prestamos, en lo sobrenatural y en lo humano, a
quienes están a nuestro lado.
II. La voluntad de
Dios se nos manifiesta de una forma expresa a través de aquellas personas a
quienes debemos obediencia, y a través de los consejos recibidos en la
dirección espiritual.
La obediencia no tiene su fundamento último en las
cualidades –personalidad, inteligencia, experiencia, edad– del que manda. Jesús
superaba infinitamente –era Dios– a María y a José, y les obedecía4.
Es más, «Jesucristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la
tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y realizó la redención
con su obediencia»5.
Quienes piensan que la obediencia es un sometimiento
indigno del hombre y propio de personas con escasa madurez han de considerar
que el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz6.
Cristo obedece por amor, por cumplir la voluntad de su Padre; ese es el sentido
de la obediencia cristiana: la que se debe a Dios y a sus mandamientos, la que
se debe a la Iglesia, a los padres, la que de un modo u otro rige en la vida
profesional, social, etcétera, cada una en su orden.
Para obedecer como obedeció Jesús es necesario un
ardiente deseo de cumplir la voluntad de Dios en nuestra vida, y ser humildes.
El espíritu de obediencia no cabe en un alma dominada por la soberbia. Solo el
humilde acepta gustosamente otro criterio distinto del suyo –el de Dios–, al
que debe conformar sus actos.
El que no es humilde rechazará abiertamente el mandato
unas veces, y otras lo aceptará aparentemente, pero sin darle cabida, en
realidad, en su corazón, porque lo someterá a discusión crítica y a
limitaciones, y perderá el sentido sobrenatural que tiene la obediencia.
«Estemos precavidos, entonces, porque nuestra tendencia al egoísmo no muere, y
la tentación puede insinuarse de muchas maneras. Dios exige que, al obedecer,
pongamos en ejercicio la fe, pues su voluntad no se manifiesta con bombo y
platillo. A veces el Señor sugiere su querer como en voz baja, allá en el fondo
de la conciencia: y es necesario escuchar atentos, para distinguir esa voz y
serle fieles.
»En muchas ocasiones, nos habla a través de otros
hombres, y puede ocurrir que la vista de los defectos de esas personas, o el
pensamiento de si están bien informados, de si han entendido todos los datos
del problema se nos presente como una invitación a no obedecer»7.
Sin embargo, nuestro deseo de cumplir la voluntad de Dios superará ese y otros
obstáculos que se puedan presentar a nuestra obediencia.
La humildad da paz y alegría para realizar lo mandado
hasta en los menores detalles. El humilde se siente gozosamente libre al
obedecer. «Mientras nos sometemos humildemente a la voz ajena nos superamos a
nosotros mismos en el corazón»8,
superamos el propio egoísmo y rompemos con sus lazos, que nos esclavizan.
En el apostolado, la obediencia se hace indispensable.
De nada sirven el esfuerzo, los medios humanos, las mortificaciones..., sin
obediencia todo sería inútil ante Dios. De nada serviría trabajar con tesón
toda una vida en una obra humana si no contáramos con el Señor. Hasta lo más
valioso de nuestras obras quedaría sin fruto si prescindiéramos del deseo de
cumplir la voluntad de Jesús: «Dios no necesita de nuestros trabajos, sino de
nuestra obediencia»9.
III. La
voluntad de Dios también se nos manifiesta en aquellas cosas que Él permite y
que no resultan como esperábamos, o son incluso totalmente contrarias a lo que
deseábamos o habíamos pedido con insistencia en la oración.
Es el momento entonces de aumentar nuestra oración y
de fijarnos mejor en Jesucristo. Especialmente cuando nos resulten muy duros y
difíciles los acontecimientos: la enfermedad, la muerte de un ser querido, el
dolor de los que más queremos...
El Señor hará que nos unamos a su oración: No
se haga como yo quiero, Padre, sino como quieres Tú10. No
se haga mi voluntad, sino la tuya11.
Él quiso incluso compartir con nosotros todo lo que a veces tiene de injusto y
de incomprensible el dolor. Pero también nos enseñó a obedecer hasta la
muerte, y muerte de cruz12.
Si alguna vez nos toca sufrir mucho, al Señor no le
ofenden nuestras lágrimas. Pero enseguida hemos de decir: Padre, hágase
tu voluntad. En nuestra vida puede haber momentos de mayor dureza, quizá de
oscuridad y de dolor profundo, en los que cueste más aceptar la voluntad de
Dios, con tentaciones de desaliento. La imagen de Jesús en el huerto de
Getsemaní nos señala cómo hemos de proceder en esos momentos: hemos de abrazar
la voluntad de Dios sin poner límite alguno ni condiciones de ninguna clase, y
en una oración perseverante.
No serán pocas las veces en que, a lo largo de nuestra
vida, tendremos que hacer actos de identificación con lo que es voluntad de nuestro
Padre Dios. Y diremos interiormente en nuestra oración personal: «¿Lo quieres,
Señor?... ¡Yo también lo quiero!»13.
Y vendrá la paz, la serenidad a nuestra alma y a nuestro alrededor.
La fe nos hará ver una sabiduría superior detrás de
cada acontecimiento: «Dios sabe más. Los hombres entendemos poco de su
modo paternal y delicado de conducirnos hacia Él»14.
Jesucristo nos consolará de todos nuestros pesares, y quedarán santificados.
Hay una providencia detrás de cada acontecimiento,
todo está ordenado y dispuesto para que sirva mejor a la salvación de cada uno;
absolutamente todo, tanto lo que sucede en el ámbito más general como lo que
ocurre cada día en el pequeño universo de nuestra profesión y familia. Todas
las cosas pueden y deben ayudarnos a encontrar a Dios, y por tanto a encontrar
la paz y la serenidad en nuestra alma: Todo contribuye al bien de los
que aman a Dios15.
El cumplimiento de la voluntad de Dios es fuente de
serenidad y de paz. Los santos nos han dejado el ejemplo de un cumplimiento sin
condiciones de la divina voluntad. Así se expresaba San Juan Crisóstomo: «En
toda ocasión yo digo: ¡Señor, hágase tu voluntad!: no lo que quiere
este o aquel, sino lo que tú quieres que haga. Este es mi alcázar,
y esta es mi roca inamovible, este es mi báculo seguro»16.
Terminamos nuestra oración pidiendo con la
Iglesia: Señor y Dios nuestro, a cuyo designio se sometió la Virgen
Inmaculada aceptando, al anunciárselo el ángel, encarnar en su seno a tu Hijo:
tú, que la has transformado por obra del Espíritu Santo en templo de tu
divinidad, concédenos, siguiendo su ejemplo, la gracia de aceptar tus designios
con humildad de corazón17.
1 Primera
lectura de la Misa. Is 26, 5. —
2 Mt 7, 21; 24-27. —
3 Conc. Vat. II, Const. Lumen
gentium, 41. —
4 Lc 2, 51. —
5 Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 3. —
6 Flp 2,
8. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 17. —
8 San
Gregorio Magno, Moralia, 35, 14. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 56, 5. —
10 Mc 14,
36. —
11 Lc 22,
42. —
12 Flp 2,
8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
14 A.
del Portillo, en la presentación de «Amigos de Dios»; el
subrayado es nuestro. —
15 Rom 8,
28. —
16 San
Juan Crisóstomo, Homilía antes del exilio, 1-3. —
17 Colecta
de la Misa del día 20 de diciembre.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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