Américo Martín 08 de noviembre de 2021
Radio
Caracas, Ondas Populares, Radio Cultura, Radio Continente y Radio Difusora de
Venezuela lo repiten una y otra vez. En la capital se había masificado este
medio de comunicación. La gente ha salido a la calle a gritar su entusiasmo,
pese a que Venezuela no comprometió soldados en la pavorosa guerra que acaba de
concluir con la rendición de Japón encabezado por Hirohito, «emperador por la
gracia del cielo».
Me impresionan las imágenes difundidas por la prensa y en el Noticiero para el cine de Bolívar Films. Unos diplomáticos japoneses vestidos de impecable negro, tal vez fracs, firmando el acta de rendición en el USS Missouri, bajo la mirada de su comandante el general norteamericano Richard Sutherland. La parte vencedora está compuesta por militares uniformados. La guerra mundial ha terminado.
En mi
barrio El Conde, parroquia San Agustín de Caracas, me contagio de la alegría
que pone en movimiento a todos. Tengo siete años y salgo a corear la victoria
con mis entrañables compañeros del barrio y mis hermanos, todos mayores que yo.
¡Pin
pin, cayó Berlín! ¡Pon pon, cayó el Japón! No tenía mucha conciencia, como es
natural, de que Venezuela era un país musical. Las comunicaciones y las
informaciones se transmitían acompañadas a veces de estrofas de guarachas,
boleros y pasodobles. Tampoco estaba al tanto de los pormenores de esa guerra,
pero el cine y los noticieros nos saturaban de impresiones.
Los
soldados norteamericanos e ingleses eran los héroes del momento. Las películas
de los combates en Europa, el desembarco de Dunquerque y MacArthur saltando de
isla en isla para doblarles la mano al general Tojo y al almirante Yamamoto,
nos daban valores y motivos para saber de qué lado estaba la verdad. Robert
Taylor, Tyrone Power, Gary Cooper.
Las
películas de guerra emanadas de Hollywood eran de masiva popularidad. El tono
de gesta, los mártires, la alta factura técnica. Eran obras de calidad que aún
hoy podría apreciar. Bataan, Guadalcanal, Sahara se hicieron
famosas.
Hitler
y Mussolini eran aborrecidos. Las fotos del Holocausto, los prisioneros
sobrevivientes con la piel cubriendo tenuemente los esqueletos. Creo que por
primera vez tuve noticias de los «rusos». Eran aliados, sí, pero no amigos.
Casi inmediatamente de la firma de los acuerdos de Yalta y Postdam comenzó la
Guerra Fría. En la perspectiva de unos muchachos de 7 y 8 años el asunto es que
un tenebroso bastardo extendía sus garras por el mundo.
Stalin,
con sus mostachos, eclipsaba gradualmente al derrotado Hitler. Pero allí
estaban los norteamericanos para defendernos de la esclavitud. De Lenin, ni
idea.
Mucho
más tarde descubrí algo para mí inesperado: mi tío Víctor Estaba, el
circunspecto médico, había sido el primero de sus hermanos en incorporarse a la
política. ¡Y yo que lo imaginaba sumergido exclusivamente en su profesión
médica, alejado de la pasión política! Estudió y se graduó en la UCV. Venía,
como toda mi familia materna, de la plácida Cumaná.
Víctor
me contará la mezcla de orgullo y alegría que lo envolvió al ver a su tío
Miguel Ángel Blanco avanzando con los valientes del Falke, comandados por Román
Delgado Chalbaud.
¿Tío
pese a su apellido Blanco? ¿Cómo es eso? Fue una circunstancia de la que los
menores de nuestra familia nos fuimos enterando con los años. Mi abuela, la
noble, conservadora y excelente esposa del apuesto comerciante Gregorio Estaba
debió llamarse Rosa Blanco pero figuraba con el nombre oficial de Acuña. De
donde mis ramificaciones familiares se enredan con los Blanco y los Acuña
orientales. Cuando en 1956 encontré en la cárcel a José Blanco Peñalver me
llamó primo con absoluta naturalidad. Tenía la edad de mis padres y conocía
perfectamente el árbol familiar. En cambio yo aún lo ignoraba.
Pero,
permítanme decir algo si bien obvio no obviable. El más hondo de mis afectos,
como es natural, se dirige a mis cinco hijos: Leo, Marialejandra, Iván, Víctor
y Mariana. Con extraña simetría tengo cinco nietos: Luis Alejandro, Sebastián,
Maximiliano, Guillermo y Ricardo. Todos me llaman abuelo con un cariño que
agradecería al cielo si tuviera la buena fortuna de ser creyente. En un lugar
especial, mi hija María Eugenia, muerta en accidente de tránsito. Muerta para
los demás, no para mí.
A
propósito de creencias religiosas, tengo entre mis afectos a católicos
convencidos, a judíos, evangélicos, musulmanes y coptos. Sería pretencioso
considerarme «ateo». Creer eso sería no tener presentes los infinitos misterios
de la vida y la muerte, indescifrables por la ciencia y la filosofía. Es
preferible decir «agnóstico»; en todo caso una condición abierta a lo
desconocido.
Disponer
de una fe religiosa o laica —lo sé bien— puede ser una ayuda extraordinaria en
los momentos de decepción y desesperanza. En Memorias de un venezolano
de la decadencia, José Rafael Pocaterra, sepultado como un verdadero
varón, reducido a una condición ruinosa en un sórdido calabozo de La Rotunda,
ve entrar a un jovencito confiado, arrogante, seguro de sí mismo. Es el
comunista Salvador de la Plaza.
—Dichoso
él –escribe— lo sostiene una fe.
Un día
de 1953 me dice María, mi madre, en tono confidencial.
–Vamos
a ver a Gerardo y Federico –mis tíos Estaba–. Nos han permitido saludarlos un
rato en La Guaira, antes de embarcarse rumbo al exilio en La Habana.
Nos
llevan a un local algo ensombrecido. Me impresiona la entrada de mis tíos.
Lucen altivos y alegres por el reencuentro familiar y la emoción de la partida.
En medio de triviales conversaciones familiares, Gerardo, bajando la voz, le
pregunta a Luis Enrique:
—¿Cómo
está el partido?
Adolescente
al fin, aprovecho para meter baza. Estoy estrenando mi muy reciente, mi
flamante condición de militante clandestino. Completo en tono algo pomposo el
informe de Luis Enrique:
—Estamos
funcionando, tío. Construimos células en muchas partes.
Adeco
por ósmosis
Pero
en 1945 la política era para mí una atmósfera ajena, si bien presente. Era
asunto de mayores. Ninguno de nosotros se hubiera imaginado en el oficio. En
1947 se realizaron las elecciones a la Asamblea Constituyente que presidiría el
poeta Andrés Eloy Blanco. Las sesiones se transmitían por radio y fue inevitable
saber de la existencia de Jóvito Villalba, Rafael Caldera y –creo recordar–
Luis Lander.
Betancourt
era presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Se le veía como el líder
principal de la época.
La
raigambre nacional de AD, simbolizada en figuras tan populares como los dos
Rómulo y Andrés Eloy además del robusto hecho de que mis tíos fueran activistas
de la organización, sumergían a mi familia en el área de influencia de ese
partido. En la casa de mi tía y madrina Lola de Damas se acumulaban pancartas
con el rostro del novelista. En lo personal sería yo tal vez un adeco por
ósmosis, «de respiración», más nada.
Américo
Martín
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico