Marta de la Vega 06 de marzo de 2023
Los
análisis hoy clásicos del fenómeno del populismo, en especial en América
Latina, muestran varios rasgos comunes, no importa el contexto distinto en el
que ocurra. Mencionamos, entre otros, los estudios realizados por Juan Carlos
Rey (Politeia, Caracas, 1976), Aníbal Romero (La miseria del
populismo), Pedro Paúl Bello (El populismo latinoamericano), Diego
B. Urbaneja y, en relación con el populismo militarista de Chávez, las
publicaciones de Nelly Arenas y Luis Gómez Calcaño, desde Venezuela, u Octavio
Ianni, Enzo Faletto, Theotonio Dos Santos, Ernesto Laclau o Enrique Krauze desde
otros países de América Latina.
Anne Appelbaum trata el tema en El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo. Un libro reciente de Moisés Naím, La revancha de los poderosos, cómo los autócratas están reinventando la política en el siglo XXI, aborda la cuestión de la fragilidad y riesgos de la democracia, al enfatizar que el populismo, la polarización y la postverdad, antes conocida como propaganda, socavan sus principios fundamentales. Entre ellos, los pesos y contrapesos de la división de poderes, el Estado de derecho, las libertades civiles y políticas son el objetivo prioritario de ataque en nombre de un pueblo del cual el líder mesiánico caudillista se dice defensor, en general contra una supuesta élite depredadora, explotadora y abusiva.
No se
trata simplemente de una ideología sino de tácticas y triquiñuelas para
alcanzar el poder y mantenerse en él. Por eso se presenta encubierto en una
mezcla heteróclita de tendencias ideológicas contrapuestas: el populismo es
ante todo una estrategia para acceder y conservar el poder.
Ha
sido caracterizado como un movimiento policlasista, nacionalista,
anti-elitista, con un caudillo o líder carismático, seductor y
mesiánico, militar o civil, el apoyo principal de los sectores medios
que aspiran a ampliar su participación económica y política en las estructuras
de poder, generado en el marco de una ruptura del orden anterior hacia procesos
de democratización o profundización de la democracia.
El
populismo siempre requiere de un enemigo externo o de la formulación de una
causa única, por ejemplo, el imperialismo, o internamente,
las llamadas oligarquías o los ricos del país, culpable de todos los males que
aquejan a la población menos favorecida socio-económicamente, formulada para
cautivar fácilmente a las masas, dirigida a despertar las fibras emocionales
más inconscientes y oscuras, como resentimiento, venganza, revanchismo y odio
social de “los condenados de la tierra” (Franz Fanon,1961), esto es, de
sectores excluidos o vulnerables de la población.
Se
trata de un proyecto de Estado dirigista, intervencionista, paternalista,
centralizado y asistencialista, cuyas adhesiones o apoyos son de carácter
acomodaticio, clientelar y utilitario. En dictadura, enfatiza el
carácter autocrático. Si es democrático, se trata de una democracia
complaciente, no de una democracia exigente. Entre más sólidas las
instituciones, menos fuerte el poder del caudillo y viceversa. Sus ofertas son
demagógicas y efectistas más que efectivas, pues no busca realmente profundizar
la democracia ni producir cambios estructurales que consoliden instituciones y
bienestar social sino utilizar la pobreza, sin darle verdadero poder al
pueblo, como un medio para capturar el apoyo popular.
Podríamos
decir que el populismo cumplió en América Latina un papel histórico en la
modernización de estos países, pero hoy bloquea toda democratización donde
busque imponerse. Es la modalidad latinoamericana y subdesarrollada del
Capitalismo de Estado de Bienestar. El Welfare State o
capitalismo reformado, mediante un New Deal, «Nuevo Trato», bajo el
presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, superó el colapso del
liberalismo económico, la crisis de superproducción y quiebra, el crack de
Nueva York de 1929, asesorado por el economista inglés Sir John M. Keynes, con
su «Teoría General» y de pleno empleo.
En
Venezuela, el populismo se ha basado en la idea de que la renta es para
distribuirla, no para crear ni ampliar la riqueza ni una economía productiva
mediante el trabajo y los méritos. El Estado, que termina por colapsar debido a
las demandas siempre insatisfechas, es convertido en el superárbitro social
para dirimir los conflictos de interés enfrentados entre grupos de presión,
gremios y sindicatos y para responder a las demandas sociales mayoritarias muy
diversas. Busca redistribuir los ingresos mediante subvenciones, impuestos,
expropiaciones y control de las tasas de interés, aunque sea un reparto
desigual y amiguista entre los distintos sectores.
El
Estado populista, al ampliar el control de la sociedad mediante
fiscalizaciones, centralización y coacción económica, convierte la corrupción
en dinámica del proceso de participación, cuyos efectos perversos hacen de
todos los sectores sociales y en todos los niveles, cómplices, encubridores y
transgresores.
Alienta
la pasividad ciudadana y el facilismo, rompe con la aspiración hacia el logro y
estimula la anomia moral pues solo incita la búsqueda de poder no importa a qué
precio.
Hoy,
cuando no hay más un Estado que responda a las demandas sociales y cumpla con
sus funciones y obligaciones y, menos aún, como manda la Constitución vigente,
cuando no podemos hablar de un Estado Social de derecho, sino de una camarilla
criminal mafiosa, militar y civil, que ha usurpado las estructuras de poder en
su propio y particular beneficio, la población está inerme. Las
incesantes y múltiples protestas revientan contra una pared de indiferencia e
insensibilidad, caen en oídos sordos porque enfrentamos un Estado a la vez
fallido y forajido.
Y nos
movemos todos los ciudadanos de bien entre el desaliento y la esperanza. O la
antipolítica y la resignación. Porque no es el Estado sino la sociedad la que
debe tomar las riendas de nuestro destino. La tentación totalitaria está a la
puerta y siguen vigentes las razones por las cuales «la herencia populista»
persiste en la cultura y mentalidad venezolanas.
Marta
de la Vega
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