Opus Dei 01 de abril de 2023
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Comentario del Domingo de Ramos (Ciclo A).
"Al entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban:
¿Quién es éste? Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea — decía la
multitud". Jesús es rey. Su autoridad brota de la sencillez, de la paz de
Dios, la única fuente del poder salvador.
Evangelio
(Mt 21,1-11)
Al
acercarse a Jerusalén y llegar a Betfagé, junto al Monte de los Olivos, Jesús
envió a dos de sus discípulos, diciéndoles:
— Id a
la aldea que tenéis enfrente y encontraréis enseguida un asna atada, con un
borrico al lado; desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, le
responderéis que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá.
Esto
sucedió para que se cumpliera lo dicho por medio del Profeta:
Decid
a la hija de Sión:
“Mira,
tu Rey viene hacia ti
con
mansedumbre, sentado sobre un asna,
sobre
un borrico, hijo de animal de carga”.
Los
discípulos marcharon e hicieron como Jesús les había ordenado. Trajeron el asna
y el borrico, pusieron sobre ellos los mantos y él se montó encima. Una gran
multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de
árboles y las echaban por el camino. Las multitudes que iban delante de él y
las que seguían detrás gritaban diciendo:
— ¡Hosanna al
Hijo de David!
¡Bendito
el que viene en nombre del Señor!
¡Hosanna en
las alturas!
Al
entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban:
—
¿Quién es éste?
— Éste
es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea — decía la multitud.
Comentario
En
esta escena se cumple lo escrito por el profeta Zacarías: “Regocíjate, hija de
Sión, grita de júbilo, hija de Jerusalén, mira, tu rey viene hacia ti, es justo
y victorioso, montado sobre un asno, sobre un borrico, cría de asna” (Za 9,9).
Es un rey de paz revestido de sencillez.
Este maravilloso
pasaje del Evangelio habla con delicadeza de la humildad de Jesús, virtud que
es inseparable del reconocimiento abierto de la verdad. No llega montado en un
corcel brioso, sino en un asno modesto y tranquilo. Ahora bien, ¡es Rey!, y su
dominio se extiende hasta los confines de la tierra (cf. Za 9,10). Lo que en
las palabras del profeta sólo se vislumbraba como algo misterioso, se cumple
plenamente en Jesús. Jesús es rey, y por eso entra así en Jerusalén, pero sin
violencia, sin proclamar una insurrección contra los ejércitos romanos. Su
autoridad brota de la sencillez, de la paz de Dios, la única fuente del poder
salvador. San Josemaría, en una homilía sobre este pasaje señala que “cuando se
acerca el momento de su Pasión, y Jesús quiere mostrar de un modo gráfico su
realeza, entra triunfalmente en Jerusalén, ¡montado en un borrico!”[1].
El
beato Álvaro del Portillo rememoraba que san Josemaría “nos habló muchas veces
de aquel pobre jumento, instrumento del triunfo de Jesús, en el que veía
retratados a todos los cristianos que mediante un trabajo profesional bien
hecho, realizado cara a Dios, procuran hacer presente a Cristo entre sus
compañeros y amigos, llevándole en su vida y en sus obras por pueblos y
ciudades, para que solo Dios sea glorificado”[2]. Y, continuando con sus
recuerdos, hacía notar que “para que el borrico pudiera llevar al Señor (…)
tuvo que ir un alma de apóstol a desatarlo del pesebre. Así nosotros debemos ir
hacia esas almas que nos rodean, y que están esperando una mano de apóstol (…)
que los desate del pesebre de las cosas mundanas, para que sean trono del
Señor”[3].
Más
adelante, el beato Álvaro hacía notar que “el Evangelio no nos dice el nombre
de esos dos discípulos a quienes Jesús encargó que fueran a desatar al borrico,
pero precisa en cambio que cumplieron con exactitud el mandato del Señor (…).
La docilidad de estos hombres para atenerse exactamente a lo que se les había
encargado, fue un requisito previo a la entrada triunfal de Cristo en
Jerusalén, preludio a su vez del triunfo definitivo sobre el pecado que habría
de obtener a los pocos días en el altar de la Cruz”[4].
“Una
gran multitud extendió sus propios mantos por el camino” por donde había de
pasar Jesús (v. 8) como gesto de entronización, propio de la dinastía davídica
(cf. 2 R 9,13). También le daban la bienvenida con ramas de árboles mientras lo
aclamaban con unas palabras del Salmo 118 que lo proclamaban como Mesías:
“Bendito el que viene en Nombre del Señor” (Ps 118,26), a las que añadían un
grito: “Hosanna”, que significa: “¡sálvanos! ¡ayúdanos!”. Su aclamación suena
como alabanza jubilosa y explosión de esperanza en la pronta instauración del
reino de David y, con esto, en la ansiada redención de Israel.
El
Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza así lo que hoy leemos en el
Evangelio: “En el tiempo establecido, Jesús decide subir a Jerusalén para
sufrir su Pasión, morir y resucitar. Como Rey-Mesías que manifiesta la venida
del Reino, entra en la ciudad montado sobre un asno; y es acogido por los
pequeños, cuya aclamación es recogida por el Sanctus de la Misa: ‘¡Bendito el
que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! (¡sálvanos!)’ (Mt 21, 9). Con la
celebración de esta entrada en Jerusalén la liturgia de la Iglesia da inicio
cada año a la Semana Santa”[5].
[1] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 103
[2] Beato Álvaro del
Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[3] San
Josemaría, Notas de una conversación, 30-III-1947 (AGP,
biblioteca, P01, IX-1982, p. 56) citado en Ibidem.
[4] Beato Álvaro del
Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[5] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 111.[1] San
Josemaría, Amigos de Dios, n. 103
[2] Beato Álvaro del
Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[3] San
Josemaría, Notas de una conversación, 30-III-1947 (AGP,
biblioteca, P01, IX-1982, p. 56) citado en Ibidem.
[4] Beato Álvaro del
Portillo, Carta 1 de abril de 1992.
[5] Catecismo de
la Iglesia Católica, n. 111.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/
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