Francisco Fernández-Carvajal 04 de noviembre de 2023
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— Paternidad de Dios.
— La participación en la paternidad
divina.
— Apostolado y paternidad del espíritu.
I.
Habla Jesús a las multitudes y a sus discípulos de la vanidad y deseos de
gloria de los fariseos, que hacen sus obras para ser vistos de los
hombres y apetecen los primeros puestos en los banquetes, los primeros asientos
en las sinagogas, y los saludos en las plazas y que la gente les llame rabí.
Pero solo hay un Maestro y un Doctor, Cristo. Y un solo Padre, el
celestial1. De Cristo nace toda sabiduría; solo Él es «el Maestro que
salva, santifica y guía, que está vivo, que habla, que exige, que conmueve, que
endereza, juzga, perdona, camina diariamente con nosotros en la historia; el
Maestro que viene y que vendrá en la gloria»2.
La enseñanza de la Iglesia es la de Cristo, los maestros lo son en la medida en
que son imagen del Maestro,
De manera semejante decimos que existe un solo Padre, el celestial, del que se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra: ex quo omnis paternitas in caelis et in terra nominatur3. Dios tiene la plenitud de la paternidad, y de ella participaron nuestros padres al darnos la vida, y también han participado los que de alguna manera nos han engendrado a la vida de la fe. San Pablo escribe a los primeros cristianos de Corinto como a hijos queridísimos. Pues -les dice- aunque tengáis diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres, porque yo os engendré en Cristo Jesús por medio del Evangelio. Por consiguiente, os suplico: sed imitadores míos4. Y aquellos primeros cristianos eran conscientes de que, al emular a San Pablo, se convertían en imitadores de Cristo. En el Apóstol veían reflejado el espíritu del Maestro y el cuidado amoroso de Dios sobre ellos.
«De
ahí que la palabra “Padre” pueda emplearse en un sentido real no solo para
designar la paternidad física, sino también la espiritual. Al Romano Pontífice
se le llama con toda propiedad, “Padre común de todos los cristianos”»5.
Cuando honramos a nuestros padres, que nos dieron la vida, y a quienes nos
engendraron en la fe, damos mucha gloria a Dios, pues en ellos se refleja la
paternidad divina. Una manera de ser buenos hijos de Dios es, precisamente,
vivir bien la filiación con aquellos que Dios mismo constituyó «padres» en la
tierra.
II. San
Pablo escribe a los primeros cristianos de Galacia con tonos de padre y de
madre, al tener noticia de las dificultades que padecen en su fe y al
experimentar la impotencia de no poder atenderles personalmente por encontrarse
geográficamente lejos: Hijos míos -les dice-, por
quienes sufro otra vez dolores de parto, hasta que Cristo esté formado en
vosotros6, como un niño se forma en el seno materno. Sentía sobre sí el
Apóstol el desvelo de un padre ante los hijos necesitados. En la Iglesia son
considerados padres quienes nos engendran en la fe mediante la predicación y el
Bautismo7. De esa paternidad espiritual participamos los cristianos
sobre aquellos a quienes hemos ayudado –a veces también con dolor y fatiga– a
encontrar a Cristo en su vida. La paternidad es más plena cuanto mayor es la
entrega a esta tarea. Así manifiesta Dios su paternidad en los cristianos,
«como un maestro que no solo enseña a sus discípulos, sino que los hace además
capaces de enseñar a otros»8.
Esta paternidad espiritual es una porción importante del premio que Dios da en
esta vida a quienes le siguen, por vocación divina, en una entrega plena. «Él
es generoso... Da el ciento por uno: y esto es verdad hasta en los hijos.
—Muchos se privan de ellos por su gloria, y tienen miles de hijos de su
espíritu. —Hijos, como nosotros lo somos del Padre nuestro, que está en los
cielos»9.
La
Virgen Santa María ejerce su maternidad sobre los cristianos y sobre todos los
hombres10. De Ella aprendemos a tener un alma grande para aquellos que
continuamente tratamos de llevar a su Hijo, y que en cierto modo hemos
engendrado en la fe. Recordemos que el amor «indica también esa cordial ternura
y sensibilidad, de que tan elocuentemente nos habla la parábola del hijo
pródigo (cfr. Lc 15, 11-32) o la de la oveja extraviada o la
de la dracma perdida (cfr. Lc 15, 1-10). Por tanto, el amor
misericordioso es sumamente indispensable entre aquellos que están más
cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también
indispensable en la educación y en la pastoral»11.
San Ambrosio12 hace «unas consideraciones que a primera vista resultan
atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del
cristiano. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe,
Cristo es fruto de todos nosotros (San Ambrosio, Expositio
Evangelii secundum Lucam, 2, 26).
»Si nos
identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo
nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la
acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos
en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note,
casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta
cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como
algo íntimo entre nosotros y Dios»13.
III. San
Pablo, identificado con Cristo, hizo suyas las palabras del Señor: Yo soy
el Buen Pastor. El buen pastor da la vida por sus ovejas14.
Por eso escribe sobre su solicitud por todas las iglesias15,
por todos los convertidos a la fe a través de su predicación. Mantenerlos en el
camino y ayudarles a progresar en él era una de sus mayores preocupaciones y,
en ocasiones, uno de sus mayores sufrimientos. ¿Quién desfallece sin
que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?16.
El Apóstol ha quedado como modelo siempre actual para todos los pastores de la
Iglesia en su solicitud por las almas que Dios les ha confiado, y también para
todos los cristianos en su apostolado constante, que «deben cuidar como padres
en Cristo a los fieles que han engendrado por el bautismo y por la doctrina»17.
El
amor por quienes hemos acercado a Dios no es una simple amistad, «sino el amor
de caridad, el mismo amor con el que les ama el Hijo encarnado. Es por esto, y
solo por esto, por lo que el Hijo nos lo ha dado a cada uno de nosotros, para
que podamos darlo a los demás (...). El amor hacia nuestros hermanos genera en
nosotros el mismo deseo que genera el del Hijo: el de su santificación y
salvación»18. Esto nos lleva a quererles más y a estar pendientes de
aquello que puede facilitarles su santidad: la ejemplaridad, la corrección
fraterna cuando sea oportuno, la palabra amable que anima, la alegría, el
optimismo, el consejo que orienta ante las dificultades... Y siempre deberán
contar con las ayudas más eficaces que les podemos prestar: la oración y la
mortificación diaria.
Este
amor «comporta siempre una disponibilidad singular para volcarse sobre cuantos
se hallan en el radio de su acción. En el matrimonio esta disponibilidad –aun
estando abierta a todos– consiste de modo particular en el amor que los padres
dan a sus hijos. En la virginidad esta disponibilidad está abierta a todos los
hombres, abrazados por el amor de Cristo esposo»19.
En la virginidad y en el celibato por amor a Dios, el Señor agranda el corazón
del hombre y de la mujer para que la paternidad y la maternidad espiritual sea
más extensa y profunda. La entrega a Dios de ninguna manera limita el corazón
humano; por el contrario, lo enriquece y lo hace más capaz de realizar estos
sentimientos profundos de paternidad y de maternidad que el Señor mismo ha
puesto en la naturaleza humana.
El cuidado
de aquellos sobre los que, por circunstancias tan diversas de la vida, ha
querido Dios que ejerzamos esa paternidad espiritual nos hará entender el
desvelo que nuestro Padre Dios tiene sobre cada uno de nosotros. En muchas
ocasiones será, además, un buen motivo para mantener firme nuestra propia
fidelidad al Señor y un estímulo para procurar «ir delante» en el camino de la
santidad, como el buen pastor.
San
José nos enseña cómo ha de ser ese desvelo por los demás. Puesto que su amor
paterno «no podía dejar de influir en el amor filial de Jesús y, viceversa, el
amor filial de Jesús no podía dejar de influir en el amor paterno de José,
¿cómo adentrarnos en la profundidad de esta relación singularísima? Las almas
sensibles a los impulsos del amor divino ven con razón en José un luminoso
ejemplo de vida interior»20.
Aprendamos de él, en su trato con Jesús, a mirar con amor siempre creciente a
quienes Dios ha puesto en nuestro camino.
1 Mt 23,
1-12. —
2 Juan
Pablo II, Exhort. Apost, Catechesi tradendae, 16-X-1979, 9.
—
3 Ef 3,
15. —
4 1
Cor 4, 14-16. —
5 Sagrada
Biblia, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986,
nota a Ef 3, 15. —
6 Gal 4,
19. —
7 Cfr. Catecismo
Romano, III, 5, n. 8. —
8 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 103, a. 6. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 779. —
10 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 61. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 14.
—
12 San
Ambrosio, Comentarios al Evangelio de San Lucas, 2, 26.
—
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 281. —
14 Jn 10,
11. —
15 2
Cor 11, 28. —
16 Ibídem,
29. —
17 Conc.
Vat. II, loc. cit., 28. —
18 B.
Perquin, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 328. —
19 Juan
Pablo II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988,
21. —
20 ídem,
Exhort. Apost. Redemptoris custos, 15-VIII-1989, 27.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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