Francisco Fernández-Carvajal 25 de mayo de 2024
@hablarcondios
— Dios
nos ama con amor infinito, sin mérito alguno por nuestra parte.
—
Gravedad de la indiferencia ante el amor que Dios nos tiene.
— Dios
nos ama con amor personal e individual, y nos ha llenado de bienes. Amor con
amor se paga.
I. De mil formas distintas nos habla la Sagrada Escritura del amor infinito de Dios por cada hombre. En la Primera lectura de la Misa1, el profeta Oseas, con imágenes bellísimas, expresa la grandeza sin límites del amor divino por las criaturas, de las que reclama correspondencia: Esto dice el Señor: Yo la cortejaré, la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión... Ante las infidelidades continuas del pueblo escogido, en las que están representadas nuestras flaquezas y retrocesos, el Señor vuelve una y otra vez reconquistando a su pueblo por el amor y la misericordia, como vuelve día tras día –también ahora, en este rato de oración– a buscarnos a cada uno.
En
otro lugar nos asegura que, aunque una madre se olvidara del hijo de sus
entrañas, Él jamás nos olvidará, pues nos lleva escritos en sus manos para
tenernos siempre a la vista2;
y quien nos hace algún mal, daña a las niñas de sus ojos3.
En verdad, «el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla
indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es
un Padre que ama a sus hijos»4,
con un amor bien distinto del nuestro, que, aun purificado de toda escoria, «es
siempre atraído por la bondad, aparente o real, de las cosas... El amor divino,
en cambio, es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas»5,
con el más absoluto desinterés. Él nos ama de verdad.
El
amor de Dios es gratuito, pues nada pueden darle las cosas creadas
que Él no tenga ya en grado sumo. La razón de su amor es su infinita bondad, y
el deseo de difundirla. No solamente nos creó: su amor llegó hasta el extremo
de elevarnos al orden sobrenatural, a participar de su propia vida y felicidad,
hasta exceder todas las exigencias de la naturaleza creada, y sin mérito alguno
por nuestra parte: en esto consiste su amor, no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que Él nos amó primero6.
Y fue Jesucristo quien nos reveló en toda su hondura el amor de Dios a los
hombres.
Teniendo
en cuenta ese amor, el Espíritu Santo nos mueve a poner nuestra confianza en
Dios con abandono absoluto: Encomienda a Yahvé tus caminos y todos tus
asuntos, confía en él y él actuará7.
Y en otro lugar: Encomienda a Yahvé tu futuro y todo lo que te
preocupa, y él te sostendrá8.
San Pedro nos anima para que echemos sobre Él nuestros cuidados puesto
que se preocupa de nosotros en todo momento9.
Es la recomendación del Señor que oyó Santa Catalina de Siena: «Hija, olvídate
de ti y piensa en mí, que yo pensaré continuamente en ti». ¿Es así nuestra
confianza en el amor que Dios nos tiene?
«Señor
mío Jesús: haz que sienta, que secunde de tal modo tu gracia, que vacíe mi
corazón..., para que lo llenes Tú, mi Amigo, mi Hermano, mi Rey, mi Dios, ¡mi
Amor!»10.
II. La
ternura de Dios por los hombres es muy superior a cualquier idea que podamos
forjarnos. Nos ha hecho hijos suyos, con una filiación real y verdadera, como
nos enseña el Apóstol San Juan: Ved qué amor nos ha tenido el Padre que
ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos11.
Esta es la muestra de amor más grande de Dios a los hombres. Tiene para
nosotros la abnegación y la ternura de un padre, y Él mismo se compara a una
madre que no puede olvidarse jamás de su hijo12.
Ese hijo tan querido es todo hombre, toda mujer. Para salvarnos, cuando
estábamos perdidos a causa del pecado, envió a su Hijo para que, dando su vida,
nos redimiera del estado en que habíamos caído: Tanto amó Dios al mundo
que le dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca,
sino que tenga la vida eterna13.
Este mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo habitual, morando en
el alma en gracia14,
y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo del corazón15.
Ante
tanto amor, resulta particularmente trágica la indiferencia por las cosas de
Dios y, sobre todo, el afán con que se fomenta un clima general para situar al
hombre como centro de todo. Deformando el pasaje de la Sagrada Escritura: el
que no ama a su hermano, a quien ve, ¿a Dios, a quien no ve, cómo podrá amarle?16,
se llega a decir que solo el hombre merece ser amado. Dios sería extraño e
inaccesible. Es un nuevo humanismo blasfemo que suele presentarse bajo la
apariencia de una defensa de la dignidad de la persona, y pretende suplantar al
Creador por lo creado. Así destruyen la misma posibilidad de amar de verdad a
Dios y a los hombres, pues al dar a la criatura finita y limitada –a uno mismo–
un valor absoluto, todo lo demás tendrá solo un interés secundario, en la
medida en que sea útil... La exclusión de Dios –el único ser amable en sí y por
sí– no se resuelve jamás en un mayor amor a nada ni a nadie. Como demuestran
algunas tristes consecuencias, solo puede desembocar en el odio, que es el
ambiente propio del Infierno. Sin Dios, se apaga o se corrompe el amor a las
criaturas.
El Salmo
responsorial de la Misa17 es
la respuesta verdadera del hombre al amor de Dios siempre compasivo y
misericordioso:
Bendice,
alma mía, al Señor
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor
y no olvides sus beneficios.
Cuando
no correspondemos a ese hondo amor, el Señor se queja con razón: Si
fuera un enemigo quien me afrenta, lo soportaría... Pero eres tú.... mi
familiar y mi amigo18,
nos dice cuando no somos fieles.
Escribe
San Juan de Ávila: «El fuego de amor de Ti, que en nosotros quieres que arda
hasta encendernos, abrasarnos y quemar lo que somos, y transformarnos en Ti, Tú
lo soplas con las mercedes que en tu vida nos hiciste, y lo haces arder con la
muerte que por nosotros pasaste»19.
En la intimidad de la oración, preguntémonos: ¿arde así mi
amor a Dios?, ¿se manifiesta en la correspondencia generosa a lo que Dios me
pide, a mi vocación?, ¿es toda mi vida una respuesta al compromiso de amor que
me ata al Señor? «Convéncete, hijo, de que Dios tiene derecho a decirnos:
¿piensas en Mí?, ¿tienes presencia mía?, ¿me buscas como apoyo tuyo?, ¿me
buscas como Luz de tu vida, como coraza..., como todo? (...)»20.
III.
Mediante un plan sapientísimo, el Señor decidió hacernos partícipes de su amor
y de su verdad, pues aunque éramos capaces de amarle naturalmente con nuestras
propias fuerzas, Él sabía que solo dándonos su mismo Amor podríamos unirnos
íntimamente a Él. Mediante la Encarnación de su Unigénito, uniendo lo divino
con lo humano, restauró el orden destruido, nos elevó a la dignidad de hijos y
nos reveló la plenitud del amor divino. Por último, por cuanto vosotros
sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo21,
el Paráclito, el Don más grande que podía concedernos.
Dios
nos ama con amor personal e individual, a cada uno en particular, y nos ha
llenado de bienes. Muchas veces nos ha hablado al corazón, y quizá
nos ha dicho con claridad: meus es tu, tú eres mío22.
Jamás ha cesado de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros;
ni siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o en los que
cometimos los pecados más graves. Quizá, en esas tristes circunstancias, más
atenciones hemos recibido por parte de Dios, como se lee en la Primera
lectura de la Misa.
Pensemos
ahora cómo debemos corresponder a ese amor: en nuestros deberes,
donde Él nos espera, en el cumplimiento lleno de amor de nuestras prácticas de
piedad, en el apostolado de amistad con nuestros compañeros, en la entrega
generosa hasta en los más pequeños detalles que pide nuestra vocación a la
santidad... Examinemos si permitimos que la tibieza se cuele quizá a través de
la rendijas de un examen poco profundo, que se contenta con ver solo el
cumplimiento externo de nuestras obligaciones.
Tengamos
presente que contemplar con frecuencia cómo nos ama Dios produce mucho bien al
alma. Ya aconsejaba Santa Teresa «que nos acordemos del amor con que (el Señor)
nos hizo tantas mercedes y cuán grande nos lo mostró Dios...: que amor saca
amor. Procuremos ir mirando esto siempre y despertándonos a amar»23.
Y, efectivamente, hemos de estar persuadidos de esta realidad espiritual:
contemplar el amor de Dios saca amor de nosotros y nos
despierta para amar más. Hablando del amor de Cristo, Juan Pablo II
nos animaba a la correspondencia con la conocida expresión popular: «amor
con amor se paga»24.
Contemplar
el amor que Dios nos tiene nos llevará además a pedirle más amor, como con
audacia escribe el místico:
«Descubre
tu presencia
y máteme tu vista y hermosura:
mira que la dolencia
de amor, que no se cura
sino con la presencia y la figura»25.
1 Os 2,
14-15; 19-20. —
2 Is 49,
15-17. —
3 Cfr. Zac 2,
12. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 84. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, I, q. 20, a. 2. —
6 1
Jn 4, 10. —
7 Sal 36,
5. —
8 Sal 54,
23. —
9 1
Pdr 5, 7. —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 913. —
11 1
Jn 3, 1. —
12 Cfr. Is 49,
15. —
13 1
Jn 3, 1. —
14 Cfr. Jn 14,
23. —
15 Cfr. Jn 14,
26. —
16 1
Jn 4, 20.—
17 Sal 102,
1-4, 8, 10, 12, 13. —
18 Sal 55,
13-14. —
19 San
Juan de Ávila, Audi filia, 69. —
20 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 506. —
21 Gal 4,
6. —
22 Is 43,
1. —
23 Santa
Teresa, Vida 22, 14. —
24 Juan
Pablo II, Alocución en el Acto Eucarístico, Madrid
31-X-1982, n. 3. —
25 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 11.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/2/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico