Francisco Fernández-Carvajal 22 de mayo de 2024
@hablarcondios
—
Jesús supremo Sacerdote para siempre.
— Alma
sacerdotal de todos los cristianos. La dignidad del sacerdocio.
— El
sacerdote, instrumento de unidad.
I. El
Señor lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno, según el rito
de Melquisedec1.
La Epístola
a los Hebreos define con exactitud al sacerdote cuando dice que
es un hombre escogido entre los hombres, y está constituido en favor de
los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por
los pecados2.
Por eso, el sacerdote, mediador entre Dios y los hombres, está íntimamente
ligado al Sacrificio que ofrece, pues este es el principal acto de culto en el
que se expresa la adoración que la criatura tributa a su Creador.
En el Antiguo Testamento, los sacrificios eran ofrendas que se hacían a Dios en reconocimiento de su soberanía y en agradecimiento por los dones recibidos, mediante la destrucción total o parcial de la víctima sobre un altar. Eran símbolo e imagen del auténtico sacrificio que Jesucristo, llegada la plenitud de los tiempos, habría de ofrecer en el Calvario. Allí, constituido Sumo Sacerdote para siempre, Jesús se ofreció a Sí mismo como Víctima gratísima a Dios, de valor infinito: quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar3. En el Calvario, Jesús, Sumo Sacerdote, hizo la ofrenda de alabanza y acción de gracias más grata a Dios que puede concebirse. Fue tan perfecto este Sacrificio de Cristo que no puede pensarse otro mayor4. A la vez, fue una ofrenda de carácter expiatorio y propiciatorio por nuestros pecados. Una gota de la Sangre derramada por Cristo hubiera bastado para redimir todos los pecados de la humanidad de todos los tiempos. En la Cruz, la petición de Cristo por sus hermanos los hombres fue escuchada con sumo agrado por el Padre, y ahora continúa en el Cielo siempre vivo para interceder por nosotros5. «Jesucristo en verdad es sacerdote, pero sacerdote para nosotros, no para sí, al ofre»6. Este es hoy nuestro propósito.
II. De
la misión redentora de Cristo Sacerdote participa toda la Iglesia, «y su
cumplimiento se encomienda a todos los miembros del Pueblo de Dios que, por los
sacramentos de iniciación, se hacen partícipes del sacerdocio de Cristo para
ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y dar testimonio de Jesucristo ante los
hombres»7. Todos los fieles laicos participan de este sacerdocio de
Cristo, aunque de un modo esencialmente diferente, y no solo de grado, que los
presbíteros. Con alma verdaderamente sacerdotal, santifican el
mundo a través de sus tareas seculares, realizadas con perfección humana, y
buscan en todo la gloria de Dios: la madre de familia sacando adelante sus tareas
del hogar, el militar dando ejemplo de amor a la patria a través principalmente
de las virtudes castrenses, el empresario haciendo progresar la empresa y
viviendo la justicia social... Todos, reparando por los pecados que cada día se
cometen en el mundo, ofreciendo en la Santa Misa sus vidas y sus trabajos
diarios.
Los
sacerdotes –Obispos y presbíteros– han sido llamados expresamente por Dios, «no
para estar separados ni del pueblo mismo ni de hombre alguno, sino para
consagrarse totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser
ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de una vida distinta
de la terrena, ni podrían servir si permanecieran ajenos a la vida y
condiciones de los mismos»8.
El sacerdote ha sido entresacado de entre los hombres para ser
investido de una dignidad que causa asombro a los mismos ángeles, y nuevamente
devuelto a los hombres para servirles especialmente en lo que mira a
Dios, con una misión peculiar y única de salvación. El sacerdote hace en
muchas circunstancias las veces de Cristo en la tierra: tiene los poderes de
Cristo para perdonar los pecados, enseña el camino del Cielo..., y sobre todo
presta su voz y sus manos a Cristo en el momento sublime de la Santa Misa: en
el Sacrificio del Altar consagra in persona Christi, haciendo las
veces de Cristo. No hay dignidad comparable a la del sacerdote. «Solo la divina
maternidad de María supera este divino ministerio»9.
El
sacerdocio es un don inmenso que Jesucristo ha dado a su Iglesia. El sacerdote
es «instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha
ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la
oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es
posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas –más
que Ella solo Dios– trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a
nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo
para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la
vida futura»10.
Hoy es
un día para agradecer a Jesús un don tan grande. ¡Gracias, Señor, por las
llamadas al sacerdocio que cada día diriges a los hombres! Y hacemos el
propósito de tratarlos con más amor, con más reverencia, viendo en ellos
a Cristo que pasa, que nos trae los dones más preciados que un
hombre puede desear. Nos trae la vida eterna.
III. San
Juan Crisóstomo, bien consciente de la dignidad y de la responsabilidad de los
sacerdotes, se resistió al principio a ser ordenado, y se justificaba con estas
palabras: «Si el capitán de un gran navío, lleno de remeros y cargado de
preciosas mercancías, me hiciera sentar junto al timón y me mandara atravesar
el mar Egeo o el Tirreno, yo me resistiría a la primera indicación. Y si
alguien me preguntara por qué, respondería inmediatamente: porque no quiero
echar a pique el navío»11.
Pero, como comprendió bien el Santo, Cristo está siempre muy cerca del
sacerdote, cerca de la nave. Además, Él ha querido que los sacerdotes se vean
amparados continuamente por el aprecio y la oración de todos los fieles de la
Iglesia: «Ámenlos con filial cariño, como a sus pastores y padres –insiste el
Concilio Vaticano II–; participando de sus solicitudes, ayuden en lo posible,
por la oración y de obra, a sus presbíteros, a fin de que estos puedan superar
mejor sus dificultades y cumplir más fructuosamente sus deberes»12:
para que sean siempre ejemplares y basen su eficacia en la oración, para que
celebren la Santa Misa con mucho amor y cuiden de las cosas santas de Dios con
el esmero y respeto que merecen, para que visiten a los enfermos y cuiden con
empeño de la catequesis, para que conserven siempre esa alegría que nace de la
entrega y que tanto ayuda incluso a los más alejados del Señor...
Hoy es
un día en el que podemos pedir más especialmente para que los sacerdotes estén
siempre abiertos a todos y desprendidos de sí mismos, «pues el sacerdote no se
pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes y amigos, ni siquiera a
una determinada patria: la caridad universal es lo que ha de respirar. Los
mismos pensamientos, voluntad, sentimientos, no son suyos, sino de Cristo, su
vida»13.
El
sacerdote es instrumento de unidad. El deseo del Señor es ut omnes unum
sint14, que todos sean uno. Él mismo señaló que todo reino dividido
contra sí será desolado y que no hay ciudad ni hogar que subsista si se pierde
la unidad. Los sacerdotes deben ser solícitos en conservar la unidad15,
y esta exhortación de San Pablo «se refiere, sobre todo, a los que han sido
investidos del Orden sagrado para continuar la misión de Cristo»16.
Es el sacerdote el que principalmente debe velar por la concordia entre los
hermanos, el que vigila para que la unidad en la fe sea más fuerte que los
antagonismos provocados por diferencias de ideas en cosas accidentales y
terrenas17. Al sacerdote corresponde, con su ejemplo y su palabra,
mantener entre sus hermanos la conciencia de que ninguna cosa humana es tan
importante como para destruir la maravillosa realidad del cor unum et
anima una18 que vivieron los primeros cristianos y que hemos de
vivir nosotros. Esta misión de unidad la podrá lograr con más facilidad si está
abierto a todos, si es apreciado por sus hermanos. «Pide para los sacerdotes,
los de ahora y los que vendrán, que amen de verdad, cada día más y sin
discriminaciones, a sus hermanos los hombres, y que sepan hacerse querer de
ellos»19.
El
Papa Juan Pablo II, dirigiéndose a todos los sacerdotes del mundo, les
exhortaba con estas palabras: «Al celebrar la Eucaristía en tantos altares del
mundo, agradecemos al eterno Sacerdote el don que nos ha dado en el sacramento
del Sacerdocio. Y que en esta acción de gracias se puedan escuchar las palabras
puestas por el evangelista en boca de María con ocasión de la visita a su prima
Isabel: Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre (Lc 1,
49). Demos también gracias a María por el inefable don del Sacerdocio por el
cual podemos servir en la Iglesia a cada hombre. ¡Que el agradecimiento
despierte también nuestro celo (...)!
»Demos
gracias incesantemente por esto; con toda nuestra vida; con todo aquello de que
somos capaces. Juntos demos gracias a María, Madre de los sacerdotes. ¿Cómo
podré pagar al Señor todo el bien que me ha hecho? La copa de salvación
levantaré e invocaré el nombre del Señor (Sal 115, 12-13)»20.
*De la
misión redentora de Cristo Sacerdote participa toda la Iglesia. A través de los
sacramentos de la iniciación cristiana los fieles laicos participan de este
sacerdocio de Cristo y quedan capacitados para santificar el mundo a través de
sus tareas seculares. Los presbíteros, de un modo esencialmente diferente y no
solo de grado, participan del sacerdocio de Cristo y son constituidos
mediadores entre Dios y los hombres, especialmente a través del Sacrificio de
la Misa, que realizan in Persona Christi. Hoy es un día en el que de modo
particular debemos pedir por todos los sacerdotes.
1 Antífona
de entrada. Sal 109, 4. —
2 Heb 5,
1. — 3 Misal
Romano, Prefacio pascual V. —
4 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 48, a. 3. —
5 Heb 7,
25. —
6 Pío
XII, Enc. Mediator Dei, 20-II-1947, 22. —
7 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, p. 39. —
8 Conc.
Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 3. —
9 R.
Garrigou-Lagrange, La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote
y Víctima, Rialp, 2ª ed., Madrid 1962, p. 173. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, pp. 71-72. —
11 San
Juan Crisóstomo, Tratado sobre el sacerdocio, III, 7.
—
12 Conc.
Vat. II, loc. cit., 9. —
13 Pío
XII, Discurso póstumo, cit. por Juan XXIII en Sacerdotii
Nostri primordia, 4-VIII-1959. —
14 Jn 17,
21. —
15 Ef 4,
3. —
16 Conc.
Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, 7. —
17 Cfr. F.
Suárez, El sacerdote y su ministerio, Rialp, Madrid 1969,
pp. 24-25. —
18 Hech 4,
32. —
19 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 964. —
20 Juan
Pablo II, Carta a los sacerdotes, 25-III-1988.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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