Francisco Fernández-Carvajal 28 de mayo de 2024
@hablarcondios
— El
ejemplo de Cristo. Servir es reinar.
—
Distintos servicios que podemos prestar a la Iglesia, a la sociedad, a quienes
están a nuestro lado.
—
Servir con alegría siendo competentes en la propia profesión.
I. El
Evangelio de la Misa1 recoge
la petición de los hijos de Zebedeo de ocupar los puestos
primeros en el nuevo Reino. El resto de los discípulos, al enterarse de este
deseo, se indignaron contra los dos hermanos. El disgusto no fue provocado,
probablemente, por lo insólito de la demanda, sino porque todos se sentían con iguales
o mejores derechos que Santiago y que Juan para ocupar esos puestos
preeminentes. Jesús conoce la ambición de quienes habrán de ser los cimientos
de su Iglesia, y les dice que ellos no han de comportarse como los reyezuelos
que oprimen y avasallan a sus súbditos. No será así la autoridad de la Iglesia;
por el contrario, quien quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro
servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero sea esclavo de todos.
Es un nuevo señorío, una nueva manera de «ser grande»; y el Señor les muestra
el fundamento de esta nueva nobleza y su razón de ser: porque el Hijo
del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en
redención de muchos.
La vida de Cristo es una constante ayuda a los hombres, y su doctrina, una repetida invitación a servir a los demás. Él es el ejemplo que debe ser imitado por quienes ejerzan la autoridad en su Iglesia y por todos los cristianos; siendo Dios y Juez que ha de venir a juzgar al mundo, no se impone, sirve por amor hasta dar su vida por todos2: esta es su forma de ser el primero. Así lo entendieron los Apóstoles, especialmente después de la venida del Espíritu Santo. San Pedro exhortará más tarde a los presbíteros a que apacienten el rebaño de Dios a ellos confiado, no como dominadores, sino sirviendo de ejemplo3; y lo mismo San Pablo, que, sin estar sometido a nadie, se hizo siervo de todos para ganarlos a todos4.
Pero
el Señor no solo se dirige a sus Apóstoles, sino a los discípulos de todos los
tiempos. Nos enseña que existe un singular honor en el auxilio y asistencia a
los hombres, imitando al Maestro. «Esta dignidad se expresa en la
disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha
venido a ser servido sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta
actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo,
a la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es
necesario definirla como el reinar. Para poder servir digna y
eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las
virtudes que hacen posible tal dominio»5,
virtudes como la humildad de corazón, la generosidad, la fortaleza, la
alegría..., que nos capacitan para poner la vida al servicio de Dios, de la
familia, de los amigos, de la sociedad.
II. La
vida de Jesús es un incansable servicio –incluso material– a los hombres: los
atiende, les enseña, los conforta..., hasta dar la vida. Si queremos ser sus
discípulos, ¿cómo no vamos nosotros a fomentar esa disposición del corazón que
nos impulsa a darnos constantemente a quienes están a nuestro lado?
La
última noche, antes de la Pasión, Cristo quiso dejarnos un ejemplo
particularmente significativo de cómo debíamos comportarnos: mientras
celebraban la Cena, se levantó el Señor, se quitó el manto, tomó la
toalla y se la ciñó. Después echó agua en una jofaina y empezó a lavarles los
pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido6.
Realizó la tarea propia de los siervos de la casa. «De nuevo ha predicado con
el ejemplo, con las obras. Ante los discípulos, que discutían por motivos de
soberbia y de vanagloria, Jesús se inclina y cumple gustosamente el oficio de
siervo (...). A mí me conmueve esta delicadeza de nuestro Cristo. Porque no
afirma: si yo me ocupo de esto, ¿cuánto más tendríais que realizar vosotros? Se
coloca al mismo nivel, no coacciona: fustiga amorosamente la falta de
generosidad de aquellos hombres.
»Como
a los primeros doce, también a nosotros el Señor puede insinuarnos y nos
insinúa continuamente: exemplum dedi vobis (Jn 13,
15), os he dado ejemplo de humildad. Me he convertido en siervo, para que
vosotros sepáis, con el corazón manso y humilde, servir a todos los hombres»7.
Servimos al Señor cuando procuramos ser ejemplares en el cumplimiento de los
propios deberes, y cuando nos esforzamos en dar a conocer las enseñanzas de la
Iglesia con claridad y con valentía en un mundo confuso, ignorante y
frecuentemente errado en puntos claves, incluso de la ley natural. En esta
situación, en la que se encuentra buena parte de la sociedad, «el mejor
servicio que podemos hacer a la Iglesia y a la humanidad es dar doctrina»8.
El
ejercicio de la profesión hemos de entenderlo, no solo como un medio de ganar
lo necesario y para desarrollar noblemente la propia personalidad, sino como un
servicio a la sociedad, un medio de contribuir al desarrollo y al necesario
bienestar. Algunas profesiones constituyen un servicio directo a las personas y
dan mayor posibilidad de ejercitar una serie de virtudes que vuelven al corazón
más generoso y humilde. La figura de Cristo atendiendo a quienes se le acercan,
lavando los pies a los discípulos..., ha de ser un poderoso estímulo para
atender a aquellos que, por deber profesional, nos son encomendados.
La meditación
frecuente de las palabras del Señor –no he venido a ser servido, sino a
servir– nos ayudará a no detenernos ante esos trabajos más molestos –a
veces más necesarios–: así serviremos como Él lo hizo. La vida familiar es un
excelente lugar para manifestar este espíritu de servicio en multitud de
detalles que pasarán frecuentemente inadvertidos, pero que ayudan a fomentar
una convivencia grata y amable, en la que está presente Cristo. Estos pequeños
servicios –en los que procuramos adelantarnos– son también un ejercicio
constante de la caridad, y un medio para no caer en el aburguesamiento y para
crecer en la vida de unión con Dios, si los hacemos por Él. El Señor nos llama
con ocasión de las necesidades ajenas, particularmente de los enfermos, los ancianos,
y de quienes de alguna manera son más indigentes. Estas ayudas son
particularmente gratas al Señor cuando se realizan con tal humildad y finura
humana que apenas se advierten, y que no piden ser recompensadas.
III. No
imaginamos al Señor con un gesto forzado o triste, quejoso, cuando las
multitudes acuden a Él, o mientras lava los pies a los discípulos. El Señor
sirve con alegría, amablemente, en tono cordial. Y así debemos hacer nosotros
cuando realizamos esos quehaceres que son un servicio a Dios, a la sociedad o a
quienes están próximos: Servid al Señor con alegría9,
nos dice el Espíritu Santo por boca del Salmista; es más, el Señor promete la
alegría, la felicidad, a quienes sirven a los demás: después de lavar los pies
a sus discípulos, afirma: si aprendéis esto, seréis dichosos si lo
practicáis10.
Esta es, quizá, la primera cualidad del corazón que se da a Dios y que busca
motivos –a veces muy pequeños– para darse a los demás. Aquello que entregamos
con una sonrisa, con una actitud amable, parece como si adquiriera un valor
nuevo y se apreciara también más. Y cuando se presente la oportunidad, o el
deber, de prestar un servicio que en sí es desagradable y molesto, «hazlo con
especial alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de
todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia»11.
Puede que nos resulte costoso, y entonces pediremos: «¡Jesús, que haga buena
cara!»12.
Para
servir, hemos de ser competentes en nuestro trabajo, en el oficio que
realizamos. Sin esta competencia poco valdría la mejor buena voluntad: «para
servir, servir. Porque, en primer lugar, para realizar las cosas, hay que
saber terminarlas. No creo en la rectitud de intención de quien no se esfuerza
en lograr la competencia necesaria, con el fin de cumplir debidamente las
tareas que tiene encomendadas. No basta querer hacer el bien, sino que hay que
saber hacerlo. Y, si realmente queremos, ese deseo se traducirá en el empeño
por poner los medios adecuados para dejar las cosas acabadas, con
humana perfección»13.
La
ayuda y la atención a los demás hemos de prestarlas sin esperar nada a cambio,
con generosidad, sabiendo que todo servicio ensancha el corazón y lo enriquece.
Y, en todo caso, recordemos que Cristo es «buen pagador» y que, cuando le
imitamos, Él tiene en cuenta hasta el menor gesto, el auxilio más pequeño que
hemos prestado. Nos mira, y nos sentimos bien pagados.
Examinemos
hoy junto al Señor si tenemos una disposición de servicio en el ejercicio de la
profesión, si realmente servimos a la sociedad a través de ella, si en nuestro
hogar, en el lugar de trabajo, imitamos al Señor, que no vino a ser
servido, sino a servir. De modo particular, este espíritu de servicio se ha
de poner de manifiesto si ejercemos un cargo de responsabilidad, de autoridad,
de formación. Examinemos si procuramos evitar, de ordinario, que los demás nos
presten servicios no debidos al cargo y que nosotros mismos podemos realizar.
Hemos de tener una actitud muy distinta de aquellos que se valen de la
autoridad, del prestigio, de la edad, para pedir o, mucho peor, exigir unas
prestaciones que resultarían intolerables incluso desde un punto de vista
exclusivamente humano.
Acudimos
a San José, servidor fiel y prudente, que estuvo siempre dispuesto
a sacar adelante la Sagrada Familia con múltiples sacrificios, y que prestó
incontables ayudas a Jesús y a María. Le pedimos que sepamos tener también
nosotros esa misma disposición de alma con la propia familia, con las personas
con quienes convivimos, sea cual sea el puesto que ocupemos, con las personas
que tratamos en el ejercicio de nuestra profesión o por razón de amistad...,
con aquellas que se acercan a pedirnos una información o un pequeño favor en
medio de la calle. Con la ayuda del Santo Patriarca, veremos en ellos a Jesús y
a María. Así nos será fácil servirles.
1 Mc 10,
32-42. —
2 Cfr. Jn 15,13.
—
3 1
Pdr 5, 1-3. —
4 Cfr. 1
Cor 9, 19. —
5 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 21. —
6 Jn 13,
4-5. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 103. —
8 ídem, Carta 9-I-1932.
—
9 Sal 99,
2. —
10 Jn 13,
17. —
11 J.
Pecci -León XIII-, Práctica de la humildad,
32. —
12 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 626. —
13 ídem, Es
Cristo que pasa, 50.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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