Ibsen Martínez 04 de octubre de 2019
@ibsenmartinez
La
ofensiva lanzada en Venezuela desde comienzos de año por la coalición que apoya
a Juan Guaidó es buen ejemplo de que la intención humanitaria y la amenaza de
intervención militar no se avienen como receta ideal para lograr un cambio de
régimen. Aquí calza bien, creo, remitir una vez más a lo mucho que al respecto
ha observado atinadamente David Rieff.
En
verdad ya podemos alegrarnos de que, a pesar de la mortal calamidad que
atraviesa mi país y la latencia de un conflicto armado subregional de grandes
proporciones, no nos hayamos precipitado todavía a un escenario siquiera
remotamente evocativo de lo ocurrido en los Balcanes y Afganistán a la vuelta
del siglo. Las cosas, bien o mal, han ido en otra dirección.
¿Qué
ha pasado desde que un joven político desafió las pretensiones de la dictadura,
puso en boca de todos la palabra “usurpación” y convocó de nuevo a manifestar
clamorosamente en las calles por el retorno a la democracia?
Se
recordará que Guaidó salió al encuentro del país como quien dice caminando solo
desde el horizonte y justo en medio de la más desoladora bajamar del fervor
opositor que pueda recordarse.
Sin
ser en absoluto bisoño, no se exagera diciendo que Guaidó era casi un
desconocido para la gran masa opositora que, de súbito, vio en él a un paladín
salido del libro de profeta Daniel.
El
desconcierto en las zahúrdas infernales de dictador Maduro no pudo ser mayor
ante el inusitado empuje y el gran arrastre de masas del joven diputado que
reclamaba el fin de la usurpación y predicaba en pro de un gobierno de
transición que condujese en breve a unas elecciones libres y supervisadas internacionalmente.
La
plataforma del presidente legítimamente designado por la Asamblea Nacional
abordaba con audaz creatividad política el obstáculo mayor: la cuestión
militar. En vez de lenidad, se le ofreció a la alta oficialidad militar y al
funcionariado civil, muchos de ellos señalados como agentes de los crímenes del
régimen, la zanahoria de acogerse una ley de amnistía a cambio de suspender el
apoyo a la dictadura plegarse a la constitución vigente y ponerse al lado del
presidente designado. El garrote fue amenazar, no muy verosímilmente, con una
intervención militar estadounidense. Aunque la baza de la insurrección militar
no funcionó, sí dejó al descubierto los antagonismos internos.
De
entonces a la fecha, y en vertiginosa sucesión de grotescos episodios, el país
ha visto recrudecer la represión de cualquier forma de protesta cívica al paso
que aumenta, ahora sí decididamente, la presión de la llamada comunidad
internacional.
Han
ocurrido asesinatos políticos literalmente en presencia de la Alta Comisionada
de la ONU para los Derechos Humanos y las masivas ejecuciones extrajudiciales
en nuestras barriadas alcanzan ya cotas genocidas. Las cárceles rebosan de
presos políticos, muchos de ellos insumisos oficiales de las fuerzas armadas.
El ultrajante papel de los servicios de contrainteligencia cubanos en la
ofensiva de represión es ya desembozado.
El
hambre, la escasez y la ineptitud ahogan a un país sin agua potable ni
electricidad. La crisis migratoria no ha hecho sino agudizarse y, a gran
velocidad, desborda los cálculos más expertos.
Los
países de la región, con Colombia a la cabeza, lucen ya resueltos a acometer
acciones conjuntas para desalojar a Maduro del poder y quizá revertir con ello
la ola migratoria. ¿Cuánto más ha de prolongarse la tiranía cleptocrática y
asesina? Aun contado Maduro con el factor militar, ¿ por qué demora tanto un
desenlace?
La
emergencia de una incipiente y singular dualidad de poderes explica, a mi modo
de ver, la demora de Maduro en dejar el poder pero, al mismo tiempo, anuncia ya
el principio del fin. La admirable resiliencia de Guaidó – y la mano protectora
de Trump, todo hay que decirlo – exponen a Maduro al escarnio de no poder
detenerlo ni forzarlo al exilio.
Guaidó
preside así, sin salir de Venezuela y en plan de agitador fugitivo y hasta
ahora inatrapable, algo mostrenco y nunca antes visto en nuestra región: un
gobierno en el exilio con nula competencia en el territorio, pero que, sin
embargo, disputa a la dictadura, hasta ahora con éxito, el control de parte importante
de los activos petroleros del país en el exterior.
Uno
solo de ellos – la petroquímica Monómeros Colombovenezolanos ?, exento de
sanciones estadounidenses, genera ya, y no teóricamente, ingresos al gobierno
legítimo. Convengamos en que no sería lo mismo un Guaidó sin refinerías exentas
de sanciones estadounidenses que la actual dupla Guaidó?Monómeros. O
Guaidó?CITGO, para ponerlo con siglas.
Añádanse
a ello los recursos que Washington asegura haber aprobado para subvenir a los
gastos ordinarios del tren de Guaidó y su perdurabilidad, aunque trepidante,
está razonablemente garantizada en el futuro a la vista.
Un
gobierno petroquímico en el exilio, aun con presupuesto deficitario y
limitaciones legales para operar activos embarazados por hipotecas y cobro de
acreencias, es algo que ni Maduro ni nadie podía siquiera imaginar a comienzos
de año.
En
Venezuela la palabra “política” se deletrea igual que la palabra “petróleo”.
Visto así, hoy se despliega un paralelogramo de fuerzas que el economista
Francisco Rodríguez describe muy bien al decir que “Maduro no puede ya vender
petróleo al exterior ni Guaidó producirlo en Venezuela”. Lo cual solo augura
para Maduro una tercera temporada inexorablemente corta.
Ibsen
Martínez
@ibsenmartinez
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