Francisco Fernández-Carvajal 16 de agosto de
2020
@hablarcondios
— El joven rico. La
alegría de la entrega.
— El Señor pasa y pide.
— La tristeza hace
mucho daño al alma. Buscar la alegría a través de la generosidad.
I. Después de
bendecir a unos niños, Jesús partió de aquel lugar, y cuando estaba en camino
llegó un joven, se postró de rodillas1 y
le preguntó: Maestro, ¿qué cosas buenas debo hacer para alcanzar la
vida eterna? Jesús, de pie, contempla a aquel joven con una gran
esperanza; los discípulos, que se han detenido, callan y miran. La escena,
recogida en el Evangelio de la Misa2,
es de una gran belleza. Quizá el joven ha escuchado a Jesús en alguna otra
ocasión, y hasta ahora no se ha atrevido a comunicarse directamente con Él; en
su alma hay deseos de entrega, de amar más..., quizá está insatisfecho con su
vida. Por eso, cuando el Señor le dice que debe guardar los Mandamientos, él
dice que ya los cumple, y pregunta: Quid adhuc mihi deest? ¿Qué me
falta aún? Es la pregunta que tantos y tantas se han hecho al
comprobar que no les llena la vida que llevan.
Jesús, tan atento a los menores movimientos de las
almas, se conmovió al contemplar los deseos y la limpieza de aquel corazón. Fue
entonces cuando le dirigió la mirada de la que nos habla San Marcos, y lo amó3.
La mirada de Jesús, una mirada honda, imborrable, es por sí sola una llamada. Y
le invitó a seguirle dejando atrás todos sus tesoros. Es una invitación a dejar
libre el corazón para llenarlo todo de Dios. Se trata de cambiar el amor a los
bienes por el amor a Jesús, se trata de dejar las posesiones materiales para
enriquecerse, de una manera real y efectiva, con bienes eternos4.
No fue generoso este joven: se quedó con sus riquezas,
de las que disfrutaría unos años, y perdió a Jesús, a quien tenemos para
siempre, tesoro infinito, en este mundo y en la eternidad. En su egoísmo, el
joven rico no esperaba esta respuesta del Maestro. Los planes de Dios no
coinciden generalmente con los nuestros, con los que proyectamos en la
imaginación, con aquellos que fabrica la vanidad o el egoísmo. Los planes
divinos, forjados desde la eternidad para nosotros, son los más bellos que
nunca pudimos imaginar, aunque alguna vez nos desconcierten.
Al oír el joven estas palabras de Jesús se marchó
triste, pues tenía muchas posesiones. Todos vieron cómo resistía
aquella amable y amorosa invitación del Señor y se marchaba con la huella de la
tristeza en la cara. Posiblemente, más tarde, este joven encontraría falsas
justificaciones a su falta de generosidad, que le devolverían al menos la
tranquilidad perdida (nunca la paz, que es fruto de la entrega): quizá pensó
que era muy joven, o que más tarde vería todo con más claridad y buscaría al
Maestro... ¡Qué fracaso! ¡Qué ocasión desaprovechada!, pues a Jesús, o se le
sigue o se le pierde. Cada encuentro con Él lleva consigo unas claras
exigencias, y también un gran enriquecimiento de toda la persona. Jesús nunca
nos deja indiferentes.
Una vez que alguien ha sentido posarse sobre él la
mirada del Señor, ya nunca la olvida, ya no es posible vivir como antes. La
alegría es fruto de la generosidad, de responder a las sucesivas llamadas que a
cada uno en su estado dirige Cristo que pasa. La vida se llena de gozo y de paz
en esa disponibilidad absoluta ante la voluntad de Dios que se manifiesta en
momentos bien precisos de nuestra vida; quizá ahora.
II. «Aquel muchacho
rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis (Mt 19,
22), que se retiró entristecido (...): perdió la alegría porque se negó a
entregar su libertad a Dios»5.
Libertad que, si no le había servido para llegar a la meta, a Cristo que pasaba
por su vida, para bien poco habría ya de servirle.
La tristeza nace en el corazón, como una planta
dañina, cuando nos alejamos de Cristo, cuando le negamos aquello que de una
vez, o poco a poco, nos va pidiendo, cuando nos falta generosidad. Esta mala
enfermedad del alma «es un vicio causado por el amor desordenado de sí Mismo»6.
Puede haber enfermedad, puede existir cansancio y dolor, pero la tristeza del
corazón es distinta. En su origen encontramos siempre la soberbia y el egoísmo:
detrás de esa desgana, sin causa aparente, en el propio quehacer, puede estar
la imposibilidad de afirmar el propio criterio, la propia personalidad, la
vanidad; detrás de ese dolor puede esconderse la rebeldía de no querer aceptar
la voluntad de Dios; en ese desaliento, al ver una y otra vez las propias
faltas, puede ocultarse más la humillación sufrida que el dolor por haber
ofendido al Señor... «Si Dios me ha perdonado, si su amor misericordioso,
siempre presente, se vuelca en mí, ¿cómo puedo estar yo triste? Si alguien
alimentara su tristeza en el dolor de sus pecados, agarrado a su culpa, ese hombre
debe saber que se trata posiblemente de un pretexto y, siempre, de un error»7.
Las mismas faltas y pecados nos deben llevar a la alegría del arrepentimiento y
del amor que nace de nuevo con más fuerza aún.
El Señor pasa cerca de nuestra vida en incontables
ocasiones. Alguna vez nos pedirá mucho, para darnos más; otras, cosas pequeñas:
el cumplimiento del deber, llevar a cabo en la hora prevista las prácticas de
piedad que tenemos señaladas en nuestro plan de vida, sin dar cabida a la
pereza; mortificar la imaginación y el recuerdo en asuntos banales; vivir con
esmero la caridad con quienes están a nuestro lado; indicar con afabilidad la
dirección que nos han pedido... Quizá se presente el Señor –tal vez cuando
menos lo esperábamos– para invitarnos a seguirle aún más de cerca, quizá sin
abandonar nuestros quehaceres en medio del mundo, pero con la plena entrega del
corazón, según el propio estado, sin poner límites ni condiciones. «Hay que
saber entregarse, arder delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el
candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas
lamparillas que se queman junto al altar, y se consumen alumbrando hasta
gastarse»8. Y esto nos lo pide a todos: cada uno en su lugar y en el
estado al que es llamado, en la peculiar vocación que de Dios ha recibido. Esta
vocación es el asunto más importante de la vida, y, una vez conocida, el
negocio en el que debemos empeñarnos con tenacidad, con la ayuda de la gracia,
hasta el último instante de nuestros días.
III. Se
marchó triste. Nada más sabemos de él. Su historia termina envuelta en un
manto de tristeza; quizá podría haber sido uno de los Doce. Pero no
quiso; y Jesús respetó su libertad. Una libertad que no supo emplear. «El
mercader –comenta San Basilio– no se entristece gastando en las ferias lo que
posee para adquirir sus mercancías; pero tú (hace referencia a este joven rico)
te entristeces dando polvo a cambio de la vida eterna»9:
prefirió conservar el polvo –eso son todas las posesiones y riquezas– en vez de
elegir la vida perdurable que le ofrecía Cristo, prefirió quedarse con el polvo
en que se convirtieron estas al cabo de unos años, no demasiados.
La tristeza hace mucho daño al alma. Como la
polilla al vestido y la carcoma a la madera, así la tristeza daña el corazón
del hombre10,
y predispone al mal. Por eso hemos de luchar enseguida, si alguna vez hiciera
su aparición en el alma: Anímate, pues, y alegra tu corazón, y echa
lejos de ti la congoja; porque a muchos mató la tristeza. Y no hay utilidad
alguna en ella11.
De ese estado solo cabe esperar males.
Si nuestra vida consiste realmente en seguir a Cristo,
es lógico que siempre estemos alegres: es la única alegría verdadera del mundo,
sin límite y sin medida; compatible, por otra parte, con el dolor, con la
enfermedad, con el fracaso... «La alegría cristiana excluye de modo definitivo
y combate implacablemente toda tristeza enfermiza o imaginaria: la envidia, el
desaliento, el repliegue sobre sí mismo no pueden emparejarse con ella, y uno
de sus beneficios es el de excluir todas esas penas, llenas de veneno y fuentes
de muerte»12.
Un alma triste está a merced de muchas tentaciones.
¡Cuántos pecados han tenido su origen en la tristeza! ¡Cuántos ideales ha roto!
Si alguna vez sentimos el zarpazo de la tristeza, examinemos su causa con
sinceridad en la oración. Muchas veces encontraremos falta de generosidad con
Dios o con los demás. «“Laetetur cor quaerentium Dominum” —Alégrese el corazón
de los que buscan al Señor.
»—Luz, para que investigues en los motivos de tu
tristeza»13. Preguntémonos, si esa situación llegara, y ahora, porque
siempre podemos crecer en alegría, si estamos buscando seriamente al Señor en lo
que cada día nos sucede, en la oración, en el empeño por mantener la presencia
de Dios. Examinemos nuestra generosidad con los demás: a la hora de
interesarnos por su salud, por sus ilusiones, en el sacrificio pequeño pero
continuo que exige una fraternidad bien vivida, en los bienes y talentos que
poseemos...
Si alguna vez nos sentimos con el alma entristecida,
preguntémonos: ¿en qué no estoy yo siendo generoso con Dios?, ¿en qué no soy
desprendido con los demás?, ¿me preocupo excesivamente de mí mismo, de mis
cosas, de mi salud, de mi futuro, de mis pequeñeces?... Es posible que
encontremos enseguida la causa y el remedio. Mientras tanto, procuremos afinar
en el trato con el Señor, intentemos darnos sin cálculo a quienes están cerca,
aunque sea en pequeños servicios; abramos el corazón a quien nos conoce y
aprecia, a quien tenemos encomendada la dirección espiritual del alma.
Con la alegría que Cristo nos da, hacemos mucho bien a
nuestro alrededor. Comunicarla a los demás será frecuentemente una de las mayores
muestras de caridad hacia ellos. Muchas personas pueden encontrar a Dios en esa
alegría honda; procuremos no perderla. Santa María, Causa de nuestra
alegría, ruega por nosotros, concédenos seguir a Cristo de cerca, danos la
gracia de no volverle nunca la espalda, ni siquiera en lo pequeño de todos los
días.
1 Cfr.
Mc 10, 17. —
2 Mt 19,
16-22. —
3 Mc 10,
21. —
4 Cfr. M.
J. Indart, Jesús en su mundo, p. 251. —
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 24. —
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 28, a. 4, ad 1. —
7 C.
López Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973,
p. 157. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 44. —
9 San
Basilio, en Catena Aurea, vol. VI, p. 313. —
10 Prov 25,
20. —
11 Ecl 30,
24-25. —
12 J.
M. Perrin, El evangelio de la alegría, Rialp, Madrid 1962,
pp. 59-60. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 666.
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