Por Mercedes Malavé
González
Cada día nos parecemos
más a esa película libanesa que refleja el odio arraigado entre hermanos de una
misma tierra. Odios que detonan por cualquier cosa y desatan violencia hasta la
muerte: en una cola, en un pequeño incidente callejero, por un error
involuntario que fue malinterpretado y exagerado por los prejuicios.
En esa espiral de
rencores los pueblos pueden pasar décadas y siglos; transmitir el mal
espiritual de generación en generación sin posibilidad de cambiar las cosas,
simplemente por ignorancia, porque no se sabe vivir ni relacionarse con el
distinto de otra manera.
Detrás del odio
político, racial o religioso se oculta la personalidad auténtica de cada uno de
nosotros: buenas intenciones, corazones maltratados, deseos de vivir mejor y de
ser más felices.
Con insultos comenzó la
campaña abstencionista propia de quienes no han profundizado suficientemente en
nuestra tragedia nacional. Quizás porque no la padecen, permanecen desconectados
del calvario venezolano del hambre, de la soledad, de la impotencia, de la
pobreza, de la oscuridad.
El odio desatado es la
causa de todos nuestros sufrimientos y de que no estemos dispuestos a
re-conocernos como compatriotas. La palabra se usa para corromper los ambientes
y cuando algún asesor les dice que el ABC de una campaña exitosa consiste
en ser positivos, constructivos, atractivos, lucen tan falsos y postizos que
nadie les cree.
Podríamos comenzar por
contener el insulto. Desmontar los argumentos de odio y buscar lo constructivo,
lo posible de ejecutar, lo real. La filosofía clásica define el mal como
ausencia de bien, es decir, lo real es lo bueno. El bien es lo que se puede
unir; el mal nos lleva al vacío, a perder lo que se tiene, como una tela que se
va rasgando, el hueco es cada vez mayor y nadie procura remendar.
Hay personas que pasan
a la historia por hacer el mal, y se reconocen por un cúmulo de errores, daños,
destrucción. Su reputación no queda ilesa: permanecen señalados como ejemplo de
lo que no debe ser imitado. Siguiendo la parábola, son los sembradores de
cizaña que amenazan con asfixiar el trigo, y están en todas partes: en el
chavismo, en la oposición, entre intelectuales, en las academias, en los
condominios, en los consejos comunales, en los partidos políticos, en Venezuela
y fuera de ella.
Muchos de ellos están
instalados en las redes sociales, ocultos porque no tienen ninguna fuerza ni
capacidad de ejecutar nada; con razón les llaman guerreros del teclado.
Se reconocen por su capacidad
destructiva, tóxica, cizañera, nociva, resentida. Si son carismáticos atraen a
otros y dañan más. Si son eficaces no descansan y minan todo su contexto.
Las personas de bien
que elevan nuestra historia tuvieron defectos, sintieron rabia y resentimiento
pero supieron contener su propio instinto de vacío y destrucción para llenarse
del mucho o poco bien a su alrededor. Y transmitirlo.
¿Qué tal si comenzamos
a combatir la nada y el vacío dejando de lado los insultos?
31-07-20
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