Francisco Fernández-Carvajal 02 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Ser sobrenaturalmente
realista es contar siempre con la gracia del Señor.
— El optimismo
cristiano es consecuencia de la fe.
— Optimismo
fundamentado también en la Comunión de los Santos.
I. Una gran
multitud ha seguido a Jesús lejos de los lugares habitados1.
Van detrás de Él sin preocuparse de las distancias, del calor o del frío,
porque es mucha su necesidad y se sienten acogidos. Están pendientes de
aquellas palabras que dan un sentido a sus vidas, y hasta se olvidan de lo más
elemental: no llevan provisiones para comer, ni hay dónde comprarlas. Esto no
parece preocuparles, ni a ellos ni a Jesús. Pero los discípulos se dan cuenta
de la situación y, al atardecer, acuden al Maestro, y le dicen: El
lugar es desierto y ya ha pasado la hora; despide a la gente para que vayan a
las aldeas a comprar alimentos. Esta es la realidad, que parece evidente a
todos. Pero Jesús sabe una realidad más alta, de unas posibilidades que los
discípulos más íntimos parecen desconocer. Por eso, les contesta: No
tienen necesidad de ir, dadles vosotros de comer. Pero ellos, bien
conocedores de su indigencia, le dicen: No tenemos aquí más que cinco
panes y dos peces.
Los discípulos ven la realidad objetiva:
son conscientes de que con aquellos alimentos no pueden dar de comer a una
multitud. Así nos ocurre a nosotros cuando hacemos un cálculo de nuestras
fuerzas y posibilidades: nos superan las dificultades de la propia vida y del
apostolado. La mera objetividad humana nos llevaría al desaliento y al
pesimismo, nos haría olvidar el optimismo radical que comporta la vocación
cristiana, que tiene otros fundamentos. La sabiduría popular dice: «quien deja
a Dios fuera de sus cuentas, no sabe contar»; y no le salen las cuentas porque
olvida precisamente el sumando de mayor importancia. Los Apóstoles hicieron
bien los cálculos, contaron con toda exactitud los panes y los peces
disponibles..., pero se olvidaron de que Jesús, con su poder, estaba a su lado.
Y este dato cambiaba radicalmente la situación; la verdadera realidad era otra
muy distinta. «En las empresas de apostolado está bien –es un deber– que
consideres tus medios terrenos (2 + 2 = 4), pero no olvides ¡nunca! que has de
contar, por fortuna, con otro sumando: Dios + 2 + 2...»2.
Olvidar ese sumando sería falsear la verdadera situación. Ser sobrenaturalmente
realistas nos lleva a contar con la gracia de Dios, que es un «dato» bien real.
El optimismo del cristiano no se fundamenta en la
ausencia de dificultades, de resistencias y de errores personales, sino en
Dios, que nos dice: Yo estaré con vosotros siempre3.
Con Él lo podemos todo; vencemos... incluso cuando aparentemente fracasamos. Es
el optimismo que tuvieron los santos. La Santa de Ávila repetía, con buen humor
y con sentido sobrenatural: «Teresa sola no puede nada; Teresa y un maravedí,
menos que nada; Teresa, un maravedí y Dios, lo puede todo»4.
También nosotros. «Echa lejos de ti esa desesperanza que te produce el
conocimiento de tu miseria. —Es verdad: por tu prestigio económico, eres un
cero..., por tu prestigio social, otro cero..., y otro por tus virtudes, y otro
por tu talento...
»Pero, a la izquierda de esas negaciones, está
Cristo... Y ¡qué cifra inconmensurable resulta!»5.
¡Cómo cambian las fuerzas disponibles a la hora de emprender una empresa
apostólica o cuando nos decidimos a luchar en la vida interior, o en las mismas
realidades de la vida humana, apoyados en el Señor!
II. El optimismo del
cristiano es consecuencia de su fe, no de las circunstancias. Sabe que el Señor
ha dispuesto todo para su mayor bien, y que Él sabe sacar fruto incluso de los
aparentes fracasos; a la vez, nos pide emplear todos los medios humanos a
nuestro alcance, sin dejar ni uno solo: los cinco panes y los dos peces. Eran
muy poco en relación con tantos como andaban hambrientos después de una larga
jornada, pero era la parte que habían de poner ellos para que el milagro se
realizara. El Señor hace que los fracasos en el apostolado (una persona que no
responde, que vuelve la espalda, las negativas reiteradas a dar un paso
adelante en su camino hacia Dios...) nos santifiquen y santifiquen; nada se
perderá. Lo que no puede dar fruto son las omisiones y los retrasos, el dejar
de hacer porque parezca que es poco lo que podemos o que es mucha la
resistencia del ambiente al mensaje de Cristo. El Señor quiere que pongamos los
pocos panes y peces que siempre tenemos y que confiemos en Él con rectitud de
intención. Unos frutos llegarán enseguida, otros los reserva el Señor para el
momento y la ocasión oportuna, que Él bien conoce; siempre llegarán. Hemos de
convencernos de que nosotros somos nada y nada podemos por nosotros mismos, pero
Jesús está a nuestro lado, y «Él, a cuyo poder y ciencia están sometidas todas
las cosas, nos protege por medio de sus inspiraciones, contra toda necedad,
ignorancia, cerrazón o dureza de corazón»6.
El optimismo del cristiano se afianza fuertemente con
la oración: «no es un optimismo dulzón, ni tampoco una confianza humana en que
todo saldrá bien.
»Es un optimismo que hunde sus raíces en la conciencia
de la libertad y en la seguridad del poder de la gracia; un optimismo que lleva
a exigirnos a nosotros mismos, a esforzarnos por corresponder en cada instante
a las llamadas de Dios»7,
a estar pendientes de lo que Él desea que llevemos a cabo. No es el optimismo
del egoísta que solo busca su tranquilidad personal, y para eso cierra los ojos
a la realidad y dice «ya se arreglará todo» como excusa para que no le
molesten, o se niega a ver los males del prójimo para evitar las preocupaciones
o tener que remediarlos... El optimismo radical de quien sigue de cerca a
Cristo no le aparta de la realidad. Con los ojos abiertos y vigilantes, sabe
enfrentarse a ella, pero no queda atenazado por el mal que a veces contempla ni
su alma se llena de tristeza, porque sabe que en ninguna circunstancia su Padre
Dios le deja de la mano, y que siempre sacará frutos desproporcionados de aquel
terreno –de aquellas circunstancias o de aquellos amigos– en el que parecía que
solo podían crecer cardos y ortigas. El cristiano sabe que «la obra buena nunca
será destruida, y que para dar fruto el grano de trigo debe empezar a morir
bajo tierra; sabe que el sacrificio de los buenos nunca es estéril»8.
III.
Señala R. Knox9 que
Jesús no realizó el milagro en beneficio de transeúntes casuales que se
hubieran acercado a ver qué ocurría en aquel grupo numeroso de gentes, sino de
aquellos que le siguen durante días y le buscan cuando no le encuentran; son
–dice– como una manifestación de la Iglesia incipiente. Aquellos cinco mil
sentados en la falda de la montaña estaban unidos entre sí por haber seguido a
Cristo, haberse alimentado del mismo pan –imagen de la Sagrada Eucaristía– que
sale de las manos de Cristo. «¡Qué símbolo tan natural de fraternidad es una
comida común! ¡Con qué facilidad brota la amistad entre los participantes en un
banquete al aire libre!
»Podemos imaginarnos lo que pasaría después, cuando
algunos de los cinco mil se encontraron casualmente; la amistad suscitaría en
ellos los recuerdos comunes: la situación de uno con respecto al otro aquel día
memorable; su temor de que no les llegaran las escasas provisiones; su alegría
al ver ante sí, con las manos llenas, a Pedro, o a Juan, o a Santiago; su
asombro al ver a todos hartos y doce cestas de fragmentos sobrantes»10.
Nosotros participamos de la misma mesa, del mismo
Banquete, tomamos el mismo Pan, que se multiplica sin cesar, y en el que viene
Cristo a nosotros. Quienes seguimos a Cristo estamos unidos por un fuerte
vínculo, y corre por nosotros la misma vida. «¡Ojalá que nos miremos a nosotros
mismos como sarmientos vivos de Cristo, la vid, como animados y vigorizados por
la gracia y la virtud de Cristo!»11.
La Comunión de los Santos nos enseña que formamos un solo
Cuerpo en Cristo y que podemos ayudarnos, eficazmente, unos a otros. En este
momento alguien está pidiendo por nosotros, alguien nos ayuda con su trabajo,
con su oración o con su dolor. Nunca estamos solos.
La Comunión de los Santos alimenta
continuamente nuestro optimismo, porque contamos con la ayuda, misteriosa pero
real, de todos los que participamos del mismo Pan, que el Señor vuelve a
multiplicar para nosotros, que le andamos siguiendo.
Comieron todos hasta que quedaron satisfechos, y
recogieron de los trozos sobrantes doce cestos llenos. Los que comieron eran
como unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.
La generosidad de Jesús (es la misma ahora, en
nuestros días) nos mueve a acudir a Él con ánimo esperanzado, pues son muchos
los días que llevamos con Él. «Pídele sin miedo, insiste. Acuérdate de la
escena que nos relata el Evangelio sobre la multiplicación de los panes. —Mira
con qué magnanimidad responde a los Apóstoles: ¿cuántos panes tenéis?,
¿cinco?... ¿Qué me pedís?... Y Él da seis, cien, miles... ¿Por qué?
»—Porque Cristo ve nuestras necesidades con una
sabiduría divina, y con su omnipotencia puede y llega más lejos que nuestros
deseos.
»¡El Señor ve más allá de nuestra pobre lógica y es
infinitamente generoso!»12.
¡Él vuelve a realizar milagros cuando ponemos a su disposición lo poco que
poseemos! ¡Él tiene otra lógica, que supera nuestros pobres cálculos, siempre
pequeños y cortos! ¡Qué vergüenza si alguna vez nos guardásemos los cinco panes
y los dos peces, mientras el Señor esperaba para hacer con ellos maravillas!
1 Cfr. Mt 14,
13-21. —
2 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 471.—
3 Cfr. Mt 28,
28. —
4 A.
Ruiz, Anécdotas teresianas, Monte Carmelo, 3ª ed., Burgos
1982, p. 217.—
5 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 473.—
6 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 68, a. 2, ad 3.—
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 659.—
8 G.
Chevrot, El Pozo de Sicar, Rialp, Madrid 1981, p. 257.
—
9 Cfr. R.
Knox, Ejercicios para sacerdotes, Rialp, Madrid 1957, p.
120. —
10 Ibídem.—
11 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 233. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 341.
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