Francisco Fernández-Carvajal 11 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Promesa e institución
del sacramento de la Penitencia. Dar gracias por este sacramento.
— Razones para este
agradecimiento.
— Solo el sacerdote
puede perdonar los pecados. La Confesión, un juicio de misericordia.
I. Jesús conoce
bien nuestra flaqueza y debilidad. Por eso instituyó el sacramento de la
Penitencia. Quiso que pudiéramos enderezar nuestros pasos, cuantas veces fuera
necesario; tenía el poder de perdonar los pecados y lo ejerció repetidas veces:
con la mujer sorprendida en adulterio1,
con el buen ladrón suspendido en la cruz2,
con el paralítico de Cafarnaún3...
Vino a buscar y salvar lo que estaba perdido4,
también ahora, en nuestros días.
Los Profetas habían preparado y anunciado esta
reconciliación del todo nueva, del hombre con Dios. Así se refleja en las
palabras de Isaías: Venid y entendámonos –dice Yahvé–. Aunque vuestros
pecados fuesen como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen
rojos como la púrpura, llegarán a ser como la blanca lana5.
Fue esta también la misión del Bautista, que vino a predicar un
bautismo de penitencia para la remisión de los pecados6.
¿Cómo se extrañan algunos de que la Iglesia predique la necesidad de la
Confesión?
Jesús muestra su misericordia, de modo especial, en su
actitud con los pecadores. «Yo tengo pensamientos de paz y no de
aflicción (Jer 29, 11), declaró Dios por boca del profeta
Jeremías. La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en Él se nos
manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a
condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene
a salvarnos, a perdonarnos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría»7.
Y no solo quiso que alcanzasen el perdón aquellos que le encontraron por los
caminos y ciudades de Palestina, sino también cuantos habrían de venir al mundo
a lo largo de los siglos. Para eso dio la potestad de perdonar los pecados a
los Apóstoles y a sus sucesores a lo largo de los siglos. De modo solemne
prometió el Señor a Pedro el poder de perdonar los pecados, cuando este le
reconoció como Mesías8.
Poco tiempo después –se lee en el Evangelio de la Misa de hoy9–
lo extendió a los demás Apóstoles: Os aseguro que todo lo que atéis en
la tierra quedará atado en el Cielo, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en el Cielo. La promesa se hizo realidad el mismo día de
la Resurrección: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los
pecados les serán perdonados, a quienes se los retuviereis les serán retenidos10.
Fue el primer regalo de Cristo a su Iglesia.
El sacramento de la Penitencia es una expresión
portentosa del amor y de la misericordia de Dios con los hombres. «Porque Dios,
aun ofendido, sigue siendo Padre nuestro; aun irritado, nos sigue amando como a
hijos. Solo una cosa busca: no tener que castigarnos por nuestras ofensas, ver
que nos convertimos y le pedimos perdón»11.
Demos gracias al Señor en nuestra oración de hoy por el don tan grande que
significa poder ser perdonados de errores y miserias; ahora, en la oración ante
Él, podemos preguntarnos: ¿son hondas y bien preparadas nuestras confesiones?
II. El incomparable
bien que el Señor nos otorgó al instituir el sacramento de la Penitencia se
desprende de muchas razones, que nos mueven a ser agradecidos con Él y a amar
cada vez más este sacramento. Su consideración nos ayudará también a cuidar
mejor la frecuencia con la que lo recibimos.
En primer lugar, la Confesión no es un mero remedio
espiritual que el sacerdote posee para sanar el alma enferma o incluso muerta a
la vida de la gracia. Esto es mucho, pero a nuestro Padre Dios le pareció poco.
Y lo mismo que el padre de la parábola no concedió el perdón a su hijo a través
de un emisario, sino que corrió él en persona a su encuentro, así el Señor, que
anda buscando al pecador, se hace presente en la persona del confesor y nos
acoge. Cristo mismo, por medio del sacerdote, nos absuelve, porque cada
sacramento es acción de Cristo.
En la Confesión encontramos a Jesús12,
como le encontró el buen ladrón, o la mujer pecadora, o la samaritana, y tantos
otros...; como el mismo Pedro, después de sus negaciones. Por ser la remisión
de los pecados una acción de Cristo, es a la vez una acción de su Cuerpo
Místico inseparable, que es la Iglesia.
También hemos de dar gracias por la universalidad de
este poder otorgado a la Iglesia, en la persona de los Apóstoles y de sus
sucesores. El Señor está dispuesto a perdonarlo todo, de todos y siempre, si
encuentra las debidas disposiciones. «La omnipotencia de Dios –dice Santo
Tomás– se manifiesta, sobre todo, en el hecho de perdonar y usar de
misericordia, porque la manera de demostrar que Dios tiene el poder supremo es
perdonar libremente»13.
Jesús nos dice: he venido para que tengan vida
y la tengan en abundancia14.
En la Confesión nos da la oportunidad de vaciar el alma de toda inmundicia, de
limpiarla bien: «Imagina que Dios te quiere hacer rebosar de miel: si estás
lleno de vinagre, ¿dónde va a depositar la miel?, pregunta San Agustín. Primero
hay que vaciar lo que contenía el recipiente (...): hay que limpiarlo aunque
sea con esfuerzo, a fuerza de frotarlo, para que sea capaz de recibir esta
realidad misteriosa»15.
De este modo, con ese pequeño esfuerzo que supone la delicada recepción
frecuente del sacramento, el examen diligente, el dolor y el propósito bien hechos,
el Espíritu Santo va logrando en nuestra alma la delicadeza de conciencia: no
la conciencia escrupulosa, que ve pecado donde no lo hay, sino la finura
interior que afianza una fuerte decisión de tener horror al pecado mortal y de
huir de las ocasiones de cometerlo, a la vez que hace crecer el empeño sincero
de detestar el pecado venial. De este modo, la Confesión nos llena de confianza
en la lucha, y quienes la practican experimentan que es ciertamente «el
sacramento de la alegría»16.
¿Cómo no agradecer al Señor esa muestra patente de su misericordia? ¿Cómo no
valorar –y dar a conocer a otros– cada vez más este sacramento?
Con la eficacia silenciosa de su acción incesante, en
el sacramento de la Penitencia el Espíritu Santo nos va dando el «sentido del
pecado», nos enseña a dolernos más, a valorar con más profundidad la ofensa a
Dios, e infunde en nosotros un espíritu filial de desagravio y de reparación.
Por eso, la Confesión puntual, contrita, bien preparada, es manifestación
inequívoca de espíritu de penitencia. Agradezcamos al Espíritu Santo haber
inspirado a los Pastores de la Iglesia el fomento de la Confesión frecuente17:
con ella progresamos en la humildad, combatimos con eficacia las malas
costumbres –hasta desarraigarlas–, podemos hacer frente a la tibieza,
robustecemos nuestra voluntad y aumenta en nosotros la gracia santificante, en
virtud del sacramento mismo18.
¡Cuántos beneficios nos concede el Señor a través de este sacramento!
III. La
potestad de perdonar los pecados fue entregada a los Apóstoles y a sus
sucesores19. Solo tiene facultad de perdonar los pecados quien haya
recibido el Orden sacramental. San Basilio comparaba la Confesión con el
cuidado a los enfermos, comentando que así como no todos conocen las
enfermedades del cuerpo, tampoco las enfermedades del alma las puede curar
cualquiera20. Pero, a diferencia de los médicos, al sacerdote no le viene
su poder de su ciencia, ni de su prestigio, ni de la comunidad, sino que le
llega directa y gratuitamente de Dios, a través del sacramento del Orden.
Por disposición divina, para mejor ayudar al penitente
a ser sincero y a profundizar en las raíces de su conducta, así como para
defender la pureza del Cuerpo Místico de Cristo, el confesor, que hace las
veces de Cristo, debe juzgar las disposiciones del pecador –el dolor y
propósito de la enmienda– antes de admitirle por la absolución a una más plena
comunión con la Iglesia. Por eso, el sacramento de la Penitencia es un
verdadero juicio al que se somete el pecador21;
pero es un juicio que se ordena al perdón del que se declara culpable. «¡Mira
qué entrañas de misericordia tiene la justicia de Dios! —Porque en los juicios
humanos, se castiga al que confiesa su culpa: y, en el divino, se perdona.
»¡Bendito sea el santo Sacramento de la Penitencia!»22.
El sacerdote no podría absolver a quien no está
arrepentido de su pecado; a los que, pudiendo, se niegan a restituir lo robado;
a quienes no se deciden a abandonar la ocasión próxima de pecado; y, en
general, a quienes no se proponen seriamente apartarse de los pecados y
enmendar su vida. Ellos mismos se excluyen de esta fuente de misericordia.
El juicio del sacramento de la Penitencia es, en
cierto modo, adelanto y preparación del juicio definitivo, que tendrá lugar al
final de la vida. Entonces comprenderemos en toda su profundidad la gracia y la
misericordia divina en el momento en que se nos perdonaron los pecados. Nuestro
agradecimiento no tendrá entonces límites, y se manifestará en dar gloria a
Dios eternamente por su gran misericordia. Pero el Señor nos quiere también
agradecidos en esta vida. Demos gracias a Dios y pidamos que nunca falten en su
Iglesia sacerdotes santos, dispuestos a impartir este sacramento con amor y
dedicación.
1 Jn,
8, 11. —
2 Lc 23,
43 —
3 Mc 2,
1-12. —
4 Lc 19,
10. —
5 Is 1,
18. —
6 Mt 1,
4. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 165. —
8 Mt 16,
17-19. —
9 Mt 18,
18. —
10 Jn 20,
23. —
11 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 22, 5. —
12 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 25, a. 3 ad 3. —
14 Jn 10,
10. —
15 San
Agustín, Comentario a la 1ª Epístola de San Juan, 4.
—
16 Cfr. Pablo
VI, Audiencia general 23-III-1977. —
17 Cfr. Pío
XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 39. —
18 Ibídem.
—
19 Cfr. Ordo
Paenitentiae, 9. —
20 San
Basilio, Regla breve, 288. —
21 Cfr. Conc.
de Trento, ses. XIV, cap. 5; Dz 899. —
22 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 309.
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