María del Rincón Yohn 01 de agosto de 2020
@mdelrinconyohn
Dejarnos
querer por los demás es una manera de abrir espacio para Dios en nuestra vida.
Jesús lo hizo hasta sus últimos momentos en la tierra.
Los apóstoles corren despavoridos cuando los soldados
apresan a Jesús. Tienen miedo e, impotentes, se niegan a presenciar el aparente
fracaso del hombre en quien habían puesto toda su confianza. Suenan las cadenas
al arrastrarse, el frío envuelve la noche y el juicio es claramente injusto.
Las palabras son usadas de manera engañosa y el castigo es desproporcionado.
Todas las miradas se posan sobre el cuerpo llagado de Cristo pidiendo su
muerte. Un camino tortuoso, el peso de la cruz, la muchedumbre hostil que
espera escuchar el golpe del martillo… hasta que alzan, por fin, el cuerpo del
Señor. Desde su patíbulo solitario, Jesús observa con compasión a quienes no
han querido acoger a Dios hecho hombre: «Mirad y ved si hay dolor comparable a
mi dolor» (Lam, 1,12).
Tanto física como espiritualmente, Cristo durante su
pasión sufrió «los mayores entre los dolores de la vida presente»[1]; sabe que no
se le ha de ahorrar ningún padecimiento. Sin embargo, es sorprendente que Dios
Padre no haya querido privar a su Hijo, ni siquiera en aquellos momentos, del
consuelo que ofrece la amistad. Allí, al pie de la cruz, Juan mira con los
mismos ojos que habían presenciado tantos momentos felices con su Maestro;
ofrece a su amigo la misma presencia que los unió a lo largo de tantos caminos.
Juan ha regresado y ha buscado a María; él, que había escuchado los latidos del
corazón de Jesús en la Última Cena, no quiere dejar de ofrecer a Jesús su fiel
amistad, un simple estar ahí. Y nuestro Señor encuentra alivio al
mirar a María y al «discípulo a quien amaba» (Jn 19,26). En el Calvario, ante
la mayor muestra del amor de Dios por los hombres, Jesús recibe a su vez esa
muestra de amor humano. Tal vez en su alma resuenan las palabras que había
pronunciado horas antes: «Os he llamado amigos» (Jn 15,15).
Afecto en dos direcciones
Muchas páginas del Evangelio nos hablan de los amigos
de Jesús. Aunque generalmente no tengamos los detalles del proceso que debió
haber fraguado esas profundas relaciones, las reacciones que conocemos dejan
claro que allí había verdadero cariño mutuo. Recorriendo esos textos
descubrimos que el Señor ha gozado de los amigos; su corazón de hombre no quiso
prescindir de la reciprocidad del amor humano: «El Evangelio nos revela que
Dios no puede estar sin nosotros: Él no será nunca un Dios sin el hombre»[2]. Por ejemplo,
sabemos que Jesús se sintió siempre acogido y querido en la casa de sus amigos
de Betania. Cuando Lázaro muere, las dos hermanas acuden con total confianza al
Señor, incluso con palabras duras que manifiestan el trato íntimo que unía a
Jesús con aquella familia: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi
hermano» (Jn 11,32).El amigo se conmueve ante el dolor de aquellas mujeres y no
puede contener las lágrimas (Cfr. Jn 11,35). En aquella casa, Jesús podía
descansar, se encontraba cómodo, podía hablar con franqueza: «¡Qué
conversaciones las de la casa de Betania, con Lázaro, con Marta, con María!»[3].
Y así como muchos encontraron en Jesús a un verdadero
amigo, también él disfrutó de lo que los otros le ofrecían. Se sentiría, por
ejemplo, apoyado y consolado por las palabras impetuosas de Pedro –que nunca
tenía problemas en manifestar sus sueños a viva voz– cuando vio que el joven
rico cerraba su alma al amor: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido» (Mt 19,27). El gran cariño que Pedro sentía por el Señor le
llevó a querer defender siempre con viveza a su amigo, también cambiando algún
aspecto de su vida cuando el Señor, con la fuerza que solo permite la
confianza, le corregía (Cfr. Mt, 16,21-23; Jn 13,9). Así como Jesús pudo
descansar en la fuerza de Pedro, también encontraba reposo en la ternura
valiente de Juan. ¡Cuántas conversaciones habría tenido con aquel discípulo
adolescente! En el contexto de la Última Cena, somos testigos de cómo acoge sin
vergüenza su gesto lleno de ternura, cuando se recuesta sobre su pecho con la
confianza de quien conoce el corazón del amigo. Si bien Juan, durante la agonía
de Jesús en el Huerto de los olivos, no fue capaz de mantenerse en vela, y huyó
cuando prendieron al Señor, después supo arrepentirse y regresar. Juan
experimentó que la amistad crece mucho con el perdón.
«De ordinario, miramos a Dios como fuente y contenido
de nuestra paz: consideración verdadera, pero no exhaustiva. No solemos pensar,
por ejemplo, que también nosotros “podemos” consolar y ofrecer descanso a Dios»[4]. La amistad
verdadera se da siempre en ambas direcciones. Por eso, ante la experiencia
personal de cuánto nos quiere Dios, la respuesta lógica es querer devolver ese
afecto; abrir las puertas de nuestra inteligencia y quitar los seguros de
nuestro corazón. Solo así podremos dar a Jesús todo el consuelo y amor del que
somos capaces para que encuentre en nosotros lo que encontró en Pedro, en Juan
o en sus amigos de Betania.
La amistad enriquece nuestra mirada
Si Jesús tenía muchos amigos y Dios se deleita con los
hijos de Adán (cfr. Pr 8,31), es bueno que sintamos nosotros también esa
necesidad plenamente humana. Podemos imaginar el extenso mapa de las conexiones
humanas, en todos los tiempos y lugares; miles de millones de hombres y mujeres
unidos por lazos que surgen al haber asistido a un mismo colegio, vivir en un
mismo barrio, tener otras personas en común, etc. Las circunstancias de nuestra
vida han hecho que nos encontremos con nuestros amigos y que hayamos
desarrollado con ellos ese trato íntimo. Pensando en el inicio de cada una de
nuestras amistades, podemos encontrar toda una serie de aparentes casualidades que
nos unieron. No podemos dejar de dar gracias a Dios por el gran tesoro de haber
querido que, en nuestro camino, no nos falte la compañía y el amor de los
hombres.
Y en medio de ese gran mapa de vínculos y relaciones,
de entre todas las personas con quienes nos cruzamos en el transcurso de
nuestra vida, Dios eligió algunas para que estuvieran más cerca de nosotros.
Dios se sirve de nuestros amigos para abrirnos panoramas, para enseñarnos cosas
nuevas o para descubrirnos el amor verdadero: «Nuestros amigos nos ayudan a
comprender maneras de ver la vida que son diferentes a la nuestra, enriquecen
nuestro mundo interior y, cuando la amistad es profunda, nos permiten
experimentar las cosas en un modo distinto al propio»[5]. El escritor
británico C.S. Lewis –que gozó de profundas amistades– afirmaba, con su
peculiar sentido del humor, que la amistad no es un premio al buen gusto sino
el medio por el cual Dios nos revela las bellezas de los demás y conocemos
distintas miradas hacia mundo.
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo» (Mt 28,20), nos dijo Jesús, y una manera en que lo hace es a
través de las personas que nos quieren: «Los amigos fieles, que están a nuestro
lado en los momentos duros, son un reflejo del cariño del Señor, de su consuelo
y de su presencia amable. Tener amigos nos enseña a abrirnos, a comprender, a
cuidar a otros, a salir de nuestra comodidad y del aislamiento, a compartir la
vida. Por eso «un amigo fiel no tiene precio» (Si 6,15)»[6]. Contemplar la
amistad desde esta perspectiva nos empuja a querer más y mejor a nuestros
amigos, a mirarles como Jesús los mira. Y a ese esfuerzo ha de unirse también
una lucha por dejarnos llamar amigos, puesto que no hay verdadera amistad donde
no hay esa reciprocidad de amor[7].
Un don para uno y otro
La amistad es un don inmerecido, una relación cargada
de desinterés, y por eso en ocasiones podemos caer en la trampa de pensar que
no es tan necesaria. No han faltado quienes por un mal entendido deseo de
agradar «solo a Dios» han mirado con recelo y desconfianza el consuelo de la
amistad. El cristiano, sin embargo, sabe que tiene un único corazón para amar
al mismo tiempo a Dios, a los hombres, y para recibir el amor de los demás. En
una homilía predicada durante la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, san
Josemaría señalaba: «Dios no nos declara: en lugar del corazón, os daré una
voluntad de puro espíritu. No: nos da un corazón, y un corazón de carne, como
el de Cristo. Yo no cuento con un corazón para amar a Dios, y con otro para
amar a las personas de la tierra. Con el mismo corazón con el que he querido a
mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al
Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos
que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos»[8].
No elegimos a nuestros amigos por motivos de utilidad
o pragmatismo, pensando en que de esa relación vaya a producirse algún efecto;
simplemente les queremos por ellos mismos, por lo que son. «La amistad
verdadera –como la caridad, que eleva sobrenaturalmente su dimensión humana– es
en sí misma un valor: no es medio o instrumento»[9]. Saber que la
amistad es un don evita que caigamos en un «complejo de superhéroe»: aquel que
piensa que debe ayudar a todos, sin darse cuenta de que también necesita de los
demás. Nuestro camino al cielo no es una lista de objetivos por cumplir, sino
una senda que compartimos con nuestros amigos, en la cual parte importante será
aprender a acoger ese cariño que nos dan. La amistad requiere, por tanto, una
buena dosis de humildad para reconocernos vulnerables y necesitados de afecto
humano y divino. El amigo no se turba ni avergüenza, no se excusa ni incomoda.
El amigo quiere y se deja querer. Eso hizo Jesús y eso hicieron los apóstoles.
A quienes son más introvertidos se les dificultará un
poco abrir su corazón al otro, ya sea porque no sienten la necesidad de hacerlo
o por temor a no ser comprendidos. Quienes son más extrovertidos quizás
compartan muchas experiencias pero pueden tener mayores dificultades a la hora
de enriquecer su propio mundo con las vivencias de los demás. En ambos casos,
todos necesitamos una actitud de apertura y sencillez para dejar al amigo
entrar en la propia vida e interioridad. Abrirnos al don de la amistad, aunque
alguna vez pueda costar un poco, solo puede hacernos más felices.
Todos podríamos hacer una lista de las grandes
lecciones que hemos aprendido de nuestros amigos. Con cada uno tenemos un trato
particular, que puede arrojar luces sobre distintos rincones de nuestra alma.
Al gran consuelo de sabernos queridos y acompañados, se une esa ilusión por
hacer lo mismo por el otro. La amistad, afirmaba san Juan Pablo II, «indica
amor sincero, amor en dos direcciones y que desea todo bien para la otra
persona, amor que produce unión y felicidad»[10]. Saberse
llamado amigo no puede conducirnos a la soberbia, sino al
agradecimiento por ese don y al afán por acompañar al otro en su camino a la
felicidad: «Nada hay que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de
la persona amada, de que aquel que le ama desea en gran manera ser
correspondido»[11]. Cuando
Jesús nos llama amigos lo hace también con ese carácter recíproco. «Jesús es tu
amigo. —El Amigo. —Con corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos, de mirar
amabilísimo, que lloraron por Lázaro... Y tanto como a Lázaro, te quiere a ti»[12], nos
recuerda san Josemaría. Y cada amistad es una ocasión para descubrir nuevamente
el reflejo de esa amistad que Cristo nos brinda.
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