Francisco Fernández-Carvajal 13 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— La Navidad nos llama a una mayor pureza interior.
Frutos de la pureza de corazón. Los actos internos.
— La guarda del corazón.
— Los limpios de corazón verán a Dios ya en esta vida,
y con plenitud en la vida eterna.
I. Cielos,
destilad el rocío; nubes, derramad la victoria. Ábrase la tierra y brote la
salvación1.
La Navidad es una luz en la noche, y esta luz no se
extinguirá jamás. Todo el que mire hacia Belén podrá contemplar a Jesús Niño,
acompañado de María y de José; todo el que mire con corazón puro, porque Dios
solo se manifiesta a los limpios de corazón2.
La Navidad es una llamada a la pureza interior. Muchos
hombres quizá no vean nada cuando llegue esta fiesta, porque están ciegos para
lo esencial: tienen el corazón lleno de cosas materiales o de suciedad y de
miseria. La impureza de corazón es la que provoca la insensibilidad para las
cosas de Dios, y también para muchas cosas humanas rectas, entre ellas la
compasión por las desgracias de los hombres.
De un corazón puro nace la alegría, una mirada
penetrante para lo divino, la confianza en Dios, el arrepentimiento sincero, el
conocimiento de nosotros mismos y de nuestros pecados, la verdadera humildad, y
un gran amor a Dios y a los demás.
En cierta ocasión, unos escribas y fariseos
preguntaron a Jesús: ¿Por qué motivo tus discípulos incumplen la
tradición de los antiguos no lavándose las manos cuando comen? El
Señor aprovecha para hacerles ver que ellos descuidan preceptos
importantísimos. Y les dice: ¡Hipócritas! Con razón profetizó de
vosotros Isaías diciendo: Este pueblo me honra con los labios; pero su corazón
está lejos de mí3.
Jesús convocó entonces al pueblo, porque va a declarar
algo importante. No se trata de una interpretación más de un punto de la Ley,
sino de algo fundamental. El Señor señala lo que verdaderamente hace a una
persona pura o impura ante Dios.
Y llamando al pueblo les dijo: —Escuchadme y atended.
Lo que entra por la boca no es lo que mancha al hombre, sino lo que sale de la
boca, eso es lo que mancha al hombre4.
Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que sale de
la boca, sale del corazón, y eso es lo que mancha al hombre; porque del corazón
es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios,
fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias; estas cosas sí que
manchan al hombre, pero comer sin lavarse las manos, eso no le mancha5.
Lo que sale de la boca, del corazón sale. El hombre entero queda manchado por
lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores...
Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción
externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se
ofende a Dios.
A veces, sin embargo, la acción externa aumenta la
bondad o la malicia del acto interno, por una mayor intensidad en la
voluntariedad, por la ejemplaridad o escándalo que se siguen de dicha acción,
por los bienes o daños causados al prójimo, etcétera. Pero es el interior del
hombre lo que hay que conservar sano y limpio, y todo lo demás será puro y
agradable a Dios.
El Señor llama bienaventurados y felices a quienes
guardan su corazón. Y esta es tarea de cada día.
II. Guarda
tu corazón, porque de él procede la vida6,
dice el Libro de los Proverbios; y también proceden de él, la
alegría y la paz, y la capacidad de amar, y la de hacer apostolado... ¡Con qué
cuidado hemos de guardar el corazón! Porque, por otra parte, el corazón tiende
a apegarse desordenadamente a personas y cosas.
Entre todos los fines de nuestra vida uno solo es
verdaderamente necesario: llegar hasta la meta que Dios nos ha propuesto;
alcanzar el Cielo, habiendo realizado nuestra propia vocación. Con tal de
alcanzarlo, hay que estar dispuesto a perder cualquier cosa, a apartar todo lo
que se interponga en el camino. Todo debe ser medio para alcanzar a Dios; y, si
en vez de ser medio es un obstáculo, entonces habremos de rectificarlo o
quitarlo. Las palabras del Señor son claras: Si tu ojo derecho te
escandaliza, arráncatelo y tíralo... Y si tu mano derecha te escandaliza,
córtala y arrójala de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros
que no que todo el cuerpo sea arrojado al infierno7.
Con la expresión ojo derecho y mano derecha expresa
el Señor lo que en un momento dado puede presentarse como algo muy estimado y
valioso. Sin embargo, la santidad, la salvación –la propia y la del prójimo– es
lo primero.
«Si tu ojo derecho te escandalizare..., ¡arráncalo y
tíralo lejos! —¡Pobre corazón, que es el que te escandaliza!
»Apriétalo, estrújalo entre tus manos: no le des
consuelos. —Y, lleno de una noble compasión, cuando los pida, dile despacio,
como en confidencia: “Corazón, ¡corazón en la Cruz!, ¡corazón en la Cruz!”»8.
Las cosas que habremos de quitar o cortar en nuestra
vida pueden ser de naturaleza muy diversa. Unas veces pueden ser cosas buenas
en sí mismas, pero que se tornan desordenadas por egoísmo o falta de rectitud
de intención.
Muchas veces no se tratará de cosas importantes, sino
de pequeños caprichos, faltas habituales de templanza, falta de dominio del
carácter, excesiva preocupación por las cosas materiales, etcétera. Cosas que
hay que cortar y tirar, porque, casi siempre, son esos detalles que parecen pequeños
los que dejan al alma sumida en la mediocridad. «Mira –dice San Agustín– cómo
el agua del mar se filtra por las rendijas del casco y poco a poco llena las
bodegas del barco, y, si no se la saca, sumerge la nave... Imitad a los
navegantes: sus manos no cesan hasta secar el hondón del barco; no cesen las
vuestras de obrar el bien. Sin embargo, a pesar de todo, volverá a llenarse
otra vez el fondo de la nave, porque persisten las rendijas de la flaqueza
humana; y de nuevo será necesario achicar el agua»9.
Esos obstáculos y tendencias que no se arrancan de una sola vez, sino que
exigen una disposición de lucha alegre, nos ayudan, en gran medida, a ser más
humildes.
El amor a la Confesión frecuente y el examen diario de
conciencia nos ayudan a mantener el alma más limpia y dispuesta para contemplar
a Jesús en la gruta de Belén, a pesar de nuestras patentes flaquezas diarias.
III. Los
limpios de corazón verán a Dios. «Con toda razón se promete a los limpios
de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada
podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que
constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén
manchadas»10.
Si está limpio el corazón sabremos reconocer a Cristo
en la intimidad de la oración, en medio del trabajo, en los acontecimientos de
nuestra vida ordinaria. Él vive y sigue actuando en nosotros. Un cristiano que
busca al Señor con sinceridad, lo encuentra; porque es el mismo Señor quien nos
busca.
Si faltara pureza interior, los signos más claros no
nos dirán nada y los interpretaríamos torcidamente, como hicieron los fariseos,
e incluso podrían escandalizarnos. Las buenas disposiciones son necesarias para
ver a Dios y las obras de Dios en el mundo.
La contemplación de Dios en esta vida nos obliga
dichosamente a vivir hacia dentro, a guardar los sentidos, a no dejar las
pequeñas mortificaciones que cada día ofrecemos al Señor. Este recogimiento
interior es compatible con el trabajo intenso y con las relaciones sociales de
una persona que ha de vivir en medio del mundo.
«¿Cómo va ese corazón? —No te me inquietes: los santos
–que eran seres conformados y normales, como tú y como yo– sentían también esas
“naturales” inclinaciones. Y si no las hubieran sentido, su reacción
“sobrenatural” de guardar su corazón –alma y cuerpo– para Dios, en vez de
entregarlo a una criatura, poco mérito habría tenido.
»Por eso, visto el camino, creo que la flaqueza del
corazón no debe ser obstáculo para un alma decidida y “bien enamorada”»11.
Esta vida contemplativa está al alcance de todo
cristiano, pero es necesaria una decisión firme y seria de buscar a Dios en
todas las cosas, de purificarse y de reparar por las faltas y pecados
cometidos. Es siempre una gracia de Dios, que no niega a quien la pide con
humildad. Es un don para pedir especialmente durante el Adviento.
Después, si hemos sido fieles, vendrá el conocimiento
perfecto de Dios, inmediato, claro y total, siempre dentro de las posibilidades
de la naturaleza creada y finita del hombre. Lo veremos cuando llegue
el fin, quizá para nosotros dentro de poco tiempo. Conoceremos a Dios como
Él nos conoce a nosotros, directamente y cara a cara: Sabemos que,
cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es12.
El hombre podrá entonces mirar a Dios, sin cegarse y sin morir. Podremos
contemplar a Dios, a quien hemos procurado servir toda nuestra vida.
Contemplaremos a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios
Espíritu Santo. Y, muy cerca de la Trinidad Beatísima, a Santa María, Hija de
Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.
1 Is 45,
8. —
2 Cfr. Mt 5,
8. —
3 Mt 15,
7-8. —
4 Mt 15,
10. —
5 Mt 15,
18-20. —
6 Prov 4,
23. —
7 Mt 5,
29-30. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 163. —
9 San
Agustín, Sermón 16, 7. —
10 San
León Magno, Sermón 95, Sobre las bienaventuranzas. —
11 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 164. —
12 1
Jn 3, 3.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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