Francisco Fernández-Carvajal 27 de junio de 2024
@hablarcondios
— Es
una virtud exigida por el amor, la fe y la vocación.
— El
fundamento de la fidelidad.
— Amor
y fidelidad en lo pequeño.
I. La
Sagrada Escritura nos habla con frecuencia de la virtud de la fidelidad,
de la necesidad de mantener la promesa, el compromiso libremente aceptado, el
empeño en acabar una misión en la que uno se ha comprometido. Le dijo el Señor
a Abrahán: Camina en mi presencia con fidelidad. Tú guarda mi pacto que
hago contigo y con tus descendientes por generaciones1.
La firmeza de la alianza con el Patriarca y con sus descendientes será fuente
continua de bendiciones y de felicidad; y, por el contrario, el quebrantamiento
de este pacto por Israel será la causa de sus males.
Dios pide fidelidad a los hombres a los que mira con predilección porque Él mismo es siempre fiel, por encima de nuestras flaquezas y debilidades. Yahvé es el Dios de la lealtad2, rico en amor y fidelidad3, fiel en todas sus palabras4, y su fidelidad permanece para siempre5. Quienes son fieles le son muy gratos6, y les promete un don definitivo: el que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida7.
Jesús
habla muchas veces de esta virtud a lo largo del Evangelio: pone ante nuestros
ojos el ejemplo del siervo fiel y prudente, del criado bueno y leal en lo
pequeño, del administrador honrado... La idea de la fidelidad penetra tan hondo
en la vida del cristiano que el título de fieles bastará para
designar a los discípulos de Cristo8.
San Pablo, que había dirigido múltiples exhortaciones a aquella generación de
primeros cristianos para que viviera esta virtud, cuando siente cercana su
muerte entona un canto a la fidelidad, resumen de su vida. Le escribe a
Timoteo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he
guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia que
me otorgará aquel día el Señor, justo juez, y no solo a mí, sino a todos los
que esperan su manifestación9.
La fidelidad
consiste en cumplir lo prometido, conformando de este modo las palabras con los
hechos10. Somos fieles si guardamos la palabra dada, si nos mantenemos
firmes, a pesar de los obstáculos y dificultades, a los compromisos adquiridos.
La perseverancia está íntimamente unida a esta virtud, y con frecuencia se
identifica con ella.
El
ámbito de la fidelidad es muy amplio: con Dios, entre cónyuges, entre amigos...
Es una virtud esencial: sin ella es imposible la convivencia. Referida a la
vida espiritual, se relaciona estrechamente con el amor, la fe y la vocación.
«Me hace temblar aquel pasaje de la segunda epístola a Timoteo, cuando el
Apóstol se duele de que Dimas escapó a Tesalónica tras los encantos de este
mundo... Por una bagatela, y por miedo a las persecuciones, traicionó la
empresa divina un hombre, a quien San Pablo cita en otras epístolas entre los
santos.
»Me
hace temblar, al conocer mi pequeñez; y me lleva a exigirme fidelidad al Señor
hasta en los sucesos que pueden parecer como indiferentes, porque, si no me
sirven para unirme más a Él, ¡no los quiero!»11.
¿Para qué nos habrían de servir si no nos llevan a Cristo?
Camina
en mi presencia con fidelidad. Guarda el pacto que hago contigo, nos
está diciendo Dios continuamente en la intimidad de nuestro corazón.
II. La
nuestra no es una época que se caracterice por el florecimiento de esta virtud
de la fidelidad. Quizá por eso el Señor nos pide que sepamos apreciarla más,
tanto en nuestros compromisos de entrega libremente adquiridos con Él como en
la vida humana, en las relaciones con otros. Muchos se preguntan: ¿cómo puede el
hombre, que es mudable, débil y cambiante, comprometerse para toda la vida?
Puede, porque su fidelidad está sostenida por quien no es mudable, ni débil, ni
cambiante, por Dios: Fiel es Yahvé en todas sus palabras12.
El Señor sostiene esa disposición del hombre que quiere ser leal a sus
compromisos y, sobre todo, al más importante de ellos: al que se refiere a Dios
–y a los hombres por Dios–, como en la vocación a una entrega plena, a la
santidad. Toda dádiva y todo don perfecto de arriba viene, como que
desciende del Padre de las luces, en quien no cabe mudanza, ni cambio, ni
variación13. «Cristo necesita de vosotros y os llama para ayudar a
millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con
esos nobles ideales en vuestra alma (...). Abrid vuestro corazón a Cristo, a su
ley de amor; sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas
definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso»14,
permanecen siempre en plenitud, porque el amor no envejece.
Enseña
Santo Tomás15 que amamos a alguien cuando queremos el bien para él;
si, en cambio, intentamos sacar provecho del otro porque nos agrada o nos es
útil para algo, entonces propiamente no lo amamos: lo deseamos. Cuando amamos,
cuando queremos el bien para otro, toda nuestra persona se entrega a ese amor,
con independencia de gustos y de estados de ánimo: «la paga y el jornal del amor
es recibir más amor»16.
Hemos de pedir al Señor la persuasión firme de que lo principal del amor no es
el sentimiento, sino la voluntad y las obras; y exige esfuerzo, sacrificio y
entrega. El sentimiento y los estados de ánimo son mudables y sobre ellos no se
puede construir algo tan fundamental como es la fidelidad. Esta virtud adquiere
su firmeza del amor, del amor verdadero. Por eso, cuando el amor –el humano y el
divino– ha pasado ya por el período de mayor sentimiento, lo que queda no es lo
menos importante, sino lo esencial, lo que da sentido a todo.
El
Señor tiene para cada hombre, para cada uno en concreto, una llamada, un
designio, una vocación. Él ha prometido que no fallará a ese llamamiento y lo
sostendrá en medio de las tentaciones y dificultades diversas por las que puede
pasar una vida. Y para demostrarnos esa permanencia emplea una comparación que
todos entendemos bien: la del amor y los cuidados que una madre tiene con sus
hijos. Imaginad, nos dice, a una madre profundamente madre, no –si pudiera
darse– a la madre egoísta que anda metida en sus cosas. ¿Cómo puede una madre
así olvidarse de su hijo?17.
Nos parece imposible, pero imaginemos, con todo, que se olvidara del hijo, que
no le tuviera en cuenta. Yo, nos dice el Señor, jamás me olvidaría de ti, de tu
cometido en la vida, de mi designio amoroso sobre ti, de tu vocación. La
fidelidad es la correspondencia amorosa a ese amor de Dios. Sin amor, pronto
aparecen las grietas y las fisuras a todo compromiso.
III. ¿Qué
podré dar yo a Yahvé por todos los beneficios que me ha hecho?18.
Todos podemos poner lo que está de nuestra parte en esta tarea de la fidelidad.
La perseverancia hasta el final de la vida se hace posible con la fidelidad a
lo pequeño de cada jornada y el recomenzar cuando, por debilidad, hubo algún
paso fuera del camino; fidelidad es corresponder a ese amor de Dios, dejarse
amar por Él, quitar los obstáculos que impiden que ese Amor misericordioso
penetre en lo más profundo del alma. En muchos momentos de la vida, la
fidelidad a Dios se concretará en la fidelidad a la vida de oración, a esas
devociones y costumbres que cada día nos mantienen cerca del Señor. La
perseverancia propia y ajena está en dependencia de nuestra unión y de nuestro
amor filial a Dios. Perseveran los que aman, porque sienten la fortaleza de su
Padre Dios en la aparente monotonía de la lucha diaria19.
El
amor «es el peso que me arrastra»20,
el centro de gravedad, la dirección de nuestra alma en la tarea de la
fidelidad. Por eso, el amor a Dios, que no permite muros ni tabiques entre el
hombre y su Dios, lleva a la sinceridad, seguro soporte de la fidelidad.
Sinceridad, en primer lugar, con uno mismo: reconocer y llamar por su nombre
incluso a los deseos, pensamientos, aspiraciones y ensueños cuando todavía ni
siquiera han tomado cuerpo, pero que dirigen fuera del propio camino. Y,
enseguida, sinceridad con el Señor, que es rectitud de intención, limpieza
interior; y sinceridad con quien orienta espiritualmente el alma,
manifestándole esos síntomas del egoísmo que, en sus diversas formas, trata de
anidar en el corazón. Así contaremos siempre con una poderosa ayuda.
Las
virtudes de la fidelidad y lealtad deben informar todas las manifestaciones de
la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en
el trabajo, en los deberes de estado... Y se vive la fidelidad en todas sus
formas cuando se es fiel a la propia vocación, porque en ella están integrados
todos los demás valores a los que debemos lealtad y fidelidad. Si faltara la
fidelidad a Dios, todo quedaría desunido y roto.
«El
Corazón de Jesús, el Corazón humano de Dios-Hombre, está abrasado por la llama
viva del Amor trinitario, que jamás se extingue»21 y
es fiel en su amor por los hombres. Nosotros debemos aprender de este amor
fiel. Y también nos dirigimos a María: Virgo fidelis, ora pro
nobis, ora pro me.
1 Primera
lectura de la Misa. Año I. Gen 17, 1-9. —
2 Dt 3,
4. —
3 Ex 34,
6-7. —
4 Sal 144,
13. —
5 Sal 116,
1-2. —
6 Cfr. Prov 12,
22. —
7 Cfr. Apoc 2,
20. —
8 Hech 10,
45. —
9 2
Tim 4, 7. —
10 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 110, a. 3. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 343, —
12 Sal 144,
3. —
13 Sant 1,
7. —
14 Juan
Pablo II, Discurso en Javier, 6-XI-1982. —
15 Santo
Tomás, o. c., 1-2, q. 26, a. 4. —
16 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 9, 7. —
17 Cfr. Is 49,
15. —
18 Sal 115,
12. —
19 Cfr. R.
Taboada, La perseverancia, Palabra, Madrid 1987, p. 21.
—
20 San
Agustín, o. c., 13, 9. —
21 Juan
Pablo II, Meditación dominical 23-VI-1986.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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