Desde sus inicios, una de las estrategias sobre las cuales el actual gobierno venezolano ha cifrado siempre sus esperanzas para mantener su modelo de dominación es desmovilizar constantemente a la mayoría del país que se le opone. Y para ello, uno de sus aliados está en lo que la Psicología Cognitiva denomina “anticipación negativa”.
La anticipación negativa es un patrón particular de pensamiento que lleva a quien lo padece a presuponer constantemente que algo va a salir mal, no dudar en ningún momento de esa predicción, y actuar en consecuencia. Típicos ejemplos de la anticipación negativa son frases como “Mejor no voy porque me va a pasar algo malo”, “No llamo porque no me van a aceptar”, “Mejor ni lo intento porque ya sé que no lo voy a lograr”, y otras de uso frecuente en algunas personas.
Lo esencial de este patrón psicológico es que se anticipa que las cosas saldrán mal sin tener datos que apoyen esas conclusiones. En otras palabras, se interpreta una posibilidad como si fuera una realidad segura y negativa, y se actúa conforme a ella. Y las consecuencias de esta tendencia a pensar así van más allá de lo meramente cognitivo. En efecto, con la anticipación negativa se incrementa la producción y las acciones combinadas de la hormona cortisol y las catecolaminas, activando el sistema nervioso autónomo y generando en consecuencia angustias, miedos y pesimismo.
Es cierto que la anticipación ante determinados riesgos y peligros nos protege y permite prepararnos lo mejor posible para afrontarlos. Pero como afirma el Dr. Elías Abdalá (Las trampas de la mente), cuando las desgracias que anticipa el cerebro son abstractas, exageradas o ilógicas, nos paralizan, enferman y limitan.
En el plano político, cuando la anticipación negativa se generaliza a muchas personas, no sólo desestimula la organización popular sino que, además, contribuye a consolidar un piso actitudinal-psicológico de aceptación y resignación colectivas sobre las cuales los gobiernos autoritarios edifican su modelo de dominación.
Si mucha gente se convence de que frente a su entorno político no hay nada que hacer, que lo que ocurrirá es malo pero además inevitable, que sólo queda rendirse porque no hay forma de cambiar o de siquiera enfrentar a quienes le oprimen, entonces el modelo de dominación seguirá profundizando sus raíces y terminará siendo percibido como irreversible. No en balde una de las cosas que los gobiernos de signo autoritario primero buscan sembrar en la población es convencerla de su muy precaria eficacia política, esto es, de su muy reducida capacidad de influir sobre los hechos políticos y mucho menos de cambiarlos.
Este gobierno ha sido tan malo y tan largo que es lógico que después de tanto tiempo mucha gente crea que está condenada a seguirlo sufriendo. Y no sólo eso: lo más grave es que termine pensando que es inevitable y que, no importa lo que pase, nada se puede hacer para cambiarlo.
Si se plantea, por ejemplo, la urgencia de una mayor organización popular que conduzca a una efectiva presión cívica sobre el régimen, la primera reacción de algunos sea pensar que es inútil porque el gobierno es impermeable a las presiones. Si se logra -como se está haciendo- organizar a la población para que no sólo vote en masa sino que asuma un rol activo en la estrategia clave de defensa del voto, algunos dirán que incluso si la alternativa democrática llegara a ganar el 28 de julio, el gobierno no reconocerá ese triunfo. Y si no puede no reconocerlo, pues igual algo malo pasará, simplemente porque el gobierno “no se va a dejar”, como si torcer la voluntad mayoritaria de un pueblo fuera tan sencillo, cuando esta voluntad está organizada y dispuesta. Ya lo decía Fernando Savater: una vez que un pueblo toma la decisión de cambiar, no hay fuerza que pueda detenerlo. Es sólo un asunto de tiempo. Pero tiene primero que creer que eso es posible y luego decidirse en serio a organizarse para poder hacerlo.
Es tiempo ya de que empecemos a superar la desesperanza inteligentemente cultivada por el gobierno desde hace muchos años, y comencemos a darnos cuenta de que el país que queremos no sólo es posible, sino que al final sólo depende de nosotros, de nuestra inteligencia y de nuestra capacidad de organizarnos y movilizarnos, no para “esperar” que ocurra el cambio, sino para luchar por hacerlo inevitable. Y la cita para eso es muy pronto.
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