Miguel Henrique Otero 25 de junio de 2024
@miguelhotero
La
categoría ‘discurso de odio’ se ha convertido en un lugar común de la política
y las controversias en el espacio público. Se la usa a diario en los más
diversos contextos. Diré más: se apela a ella con buenas razones, pero también
sin fundamento.
A los enemigos de la democracia les gusta esgrimirla, para impedir la libertad de expresión o el libre ejercicio de la política. Los corruptos, los que trafican con sus influencias, los responsables de las innumerables formas que adquiere la delincuencia organizada, intentan escudarse y acallar a quienes los denuncian y dicen: somos víctimas de discursos de odio. Ahora mismo en España, desde el gobierno, en su estrategia victimista, se señala a quienes informan sobre las actividades de la esposa de Pedro Sánchez, de incitar al odio.
Pero
el ámbito que quiero comentar aquí es el de los regímenes del odio y el modo en
que usan el discurso del odio para destruir los derechos de quienes,
legítimamente, los adversan. Entiendo por régimen de odio, el que fundamenta su
existencia en la definición de un enemigo al que debe combatir y aniquilar. Los
regímenes de odio no existen para mejorar la calidad de la vida, ni para
resolver las necesidades de la ciudadanía, ni mucho menos para promover la
convivencia, sino para alentar las divisiones, la hostilidad activa hacia los
que piensan distinto.
La
lógica del régimen de odio consiste en aplastar al otro, en negarle su derecho
a existir, en proclamarlo ilegítimo, en convertirlo, haciendo uso de los
recursos de la propaganda, en un agente contrario al interés público. Justo por
eso, es que una de las acciones recurrentes de los regímenes del odio,
justamente consiste en acusar a los que considera sus enemigos (no sus
adversarios), en propagadores de discursos de odio.
¿Quiénes
coinciden en autoafirmarse frente a supuestos enemigos; en asumirse como
víctimas de discursos de odios, al tiempo que lanzan las más aberrantes
acusaciones, inventan perversas alianzas y conspiraciones, impiden las
libertades bajo la justificación de que todo discurso distinto al propio es
odio? La respuesta a la pregunta es evidente: Rusia, China, Venezuela,
Nicaragua, Cuba, Corea del Norte e Irán, por ejemplo.
Hay
que recordar que, por una parte, estos regímenes censuran, apresan a
periodistas y los condenan, cierran medios de comunicación, judicializan el
derecho a informar. Sin embargo, esta es solo una cara de la persecución. La
otra es la constante actividad de absurdos señalamientos, denigraciones,
acusaciones falsas que, desde el poder, se emiten de forma constante: una
guerra incesante, interminable y desproporcionada, que con frecuencia
alarmante, no se percibe en toda su gravedad.
Esto
es importante: es el poder -en concreto, el poder dictatorial- quien usa el
odio de forma sistemática y estructural. Y digo dictatorial porque el
hostigamiento verbal y simbólico, la descalificación y el acoso sin tregua
tienen un único objetivo: conservar el poder, prolongar los privilegios,
mantener intactas las redes y estructuras de corrupción y clientelismo que le
aseguran impunidad y pervivencia en el tiempo.
En
realidad, el discurso del odio es una técnica que ha sido cuidadosamente
estudiada. Su fundamento es la continuidad: para que ella sea efectiva, no
puede ser episódica o irregular, sino permanente y repetitiva. Mientras más
machacona sea, mayor será su probabilidad de éxito, que consiste en despejar el
terreno para la violencia física e institucional del régimen en contra de sus
enemigos.
Y es
en la noción de ‘enemigo’ donde subyace otro de los principios de la técnica
del odio: en persuadir al público de que hay unos ‘enemigos’, y que esos
‘enemigos’ no son solo de los poderosos sino de todos los ciudadanos. El
discurso del odio busca que un determinado sector de la sociedad sea odiado por
todos los demás.
Cuando
un régimen de odio como el de Maduro establece quiénes son sus enemigos,
comienza su paulatina y repetitiva destrucción: es lo que hace Venezolana de
Televisión, que tiene varios programas dedicados a promover estereotipos,
difundir chistes denigrantes o que deforman los hechos, o que ridiculizan o
formulan aseveraciones desconsideradas. Probablemente no hay en el resto del
planeta un canal de televisión (que alguna vez fue una televisora de Estado),
que tenga en su programación principal -sus programas estrellas-, espacios que
no tienen otro propósito que mentir, difamar, asociar a ciudadanos de bien, a
personas con alguna trayectoria pública o a dirigentes políticos democráticos,
asociarlos a hechos delictivos, a prácticas contrarias al interés del país.
¿Tienen
alguna utilidad concreta las políticas de promoción de discursos de odio por
parte del poder? Por supuesto que sí: siembran el terreno para el ataque físico
a ‘los enemigos’ del régimen. Si un político es golpeado durante un ataque
realizado por un colectivo, el ataque será recibido con menos repudio si
previamente la víctima ha sido señalada por los difamadores de Venezolana de
Televisión.
La
intención de fondo, como explican los estudiosos del tema, es que la opinión
pública tenga la percepción de que la víctima de una paliza, por ejemplo, la
merecía. Que el castigo recibido tiene relación con sus actuaciones previas.
Las
campañas difamatorias deshumanizan y despersonalizan a las víctimas. Es lo que
se proponía Chávez cuando se refería a los ciudadanos opositores como
‘escuálidos’, o lo que hace Maduro cuando, entre carcajadas, los llama
‘patarucos’. Estos aquí anotados son solo dos ejemplos de una conducta que es
una verdadera operación propagandística, que usa los medios y recursos del
Estado para humillar, ofender y descalificar a los que trabajan por un cambio
para el país, y que debe ser denunciada, porque es una práctica tan peligrosa
como el silenciamiento y exterminio de los medios de comunicación
independientes en Venezuela.
Miguel
Henrique Otero
@miguelhotero
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