Cuando Venezuela ve inaugurado el siglo XX aún su semblante simboliza el pálido rostro del atraso provocado por la ausencia de inversiones y las sucesivas décadas de conflictos internos. Estamos en presencia de un país atascado en las reminiscencias más lúgubres del decimonono, lugar aparentemente poco atractivo para el gran capital. La república mantenía una cohabitación con las últimas sombras caudillistas, hasta que un Cipriano Castro y luego su compadre Juan Vicente Gómez terminarían por capitalizar el poder central, extinguiendo por completo la estirpe de hombres de montoneras que habían llegado al poder luego de la separación de la Gran Colombia y su sistema patrón-clientela.
El país viviría durante más de dos décadas bajo el férreo control de Gómez y sus «chácharos», suerte de policía política encargada de neutralizar a cualquier conspirador. La muerte del «benemérito», suscitada según los registros oficiales el 17 de diciembre de 1935, generó en Venezuela un impacto telúrico, principalmente por la necesaria reconfiguración de la línea de mando político; además de un llamativo despertar de eso que hoy podríamos denominar «sociedad civil», y la puesta en marcha de una profunda revisión de las condiciones generales del Estado.
Eleazar López Contreras, quien se desempeñaba como ministro de Guerra y Marina, terminaría siendo ungido como nuevo director de la orquesta llamada Venezuela. López Contreras avanzó una serie de reformas que buscaron superar lo poco que se había logrado en materia social. En este sentido, el período presidencial será reducido de siete a cinco años, desaparecerá la reelección inmediata, la Rotunda ‒cárcel símbolo del terror‒ terminaría convertida en escombros, se promulga la Ley del Trabajo, se crean la Contraloría General y el Banco Industrial de Venezuela. Todo ello en el marco del anunció de un plan de gobierno: el «Programa de febrero» de 1936.
Aquel programa político constituyó uno de los primeros proyectos de gobierno en la historia política venezolana. Es un diagnóstico que logra identificar los diferentes problemas que presentaba la nación, puntualizando seguidamente las vías para superar los malestares que impedían direccionar la mirada hacia el horizonte del tan ansiado progreso. Este moderno plan se enfocó en varios aspectos: régimen de legalidad, higiene pública, vialidad, educación nacional, agricultura y cría, inmigración, y la necesidad de un Banco Central.
La creación de un Banco Central se había transformado en una de las metas fundamentales para el nuevo gobierno. Protección a los depositantes y asegurar que los entes bancarios respondiesen a la actividad comercial nacional se vislumbraban como algunas de las virtudes del nuevo organismo bancario. El proyecto contó con un significativo apoyo; no obstante, un grupo no menos numeroso expuso duras críticas y resistencias por considerar perjudicial la centralización y autonomía de semejante institución: la cruzada estuvo dirigida, en primera línea, por los bancos privados, los cuales pensaban que perderían protagonismo y el control de la actividad financiera nacional.
Hombres como Alberto Adriani interpretaron el Estado como una estructura que debía ir más allá del orden y la pacificación del territorio. Él consideraba prudente enfocar los esfuerzos hacia la formación de un cuerpo moderno y transformador por medio de sus instituciones y relaciones comerciales; vislumbraba con anticipación la creación de un organismo bancario de estas características, dando la interpretación de un Estado más activo en los asuntos económicos. El pensamiento de Adriani no se diluiría con su temprana muerte (1898-1936): Manuel R. Egaña (1900-1985), gran amigo del economista merideño, terminaría asumiendo la responsabilidad de coordinar la creación de la nueva entidad.
Egaña se incorpora con gran determinación en la organización institucional desde el Ministerio de Fomento. Sus labores en esta cartera se verifican entre 1938 y 1941 (aunque ya venía desempeñando importantes labores en el Ministerio de Hacienda), abarcando de esta manera el resto del período presidencial de Eleazar López Contreras. El principal objetivo del ministro Egaña se encontraba, precisamente, en la conformación de una institución bancaria de alcance nacional, estructura inexistente en el país y sin lugar a dudas necesaria para las aspiraciones de la construcción de un Estado moderno.
Para Egaña el Estado debía representar un sistema sólido, de bases inexpugnables, ligeramente interventor. Pese a ello, no se arrojaba a las brasas de un sistema absoluto; buscaba, sí, una mayor participación en los asuntos económicos del Estado, pero sin llegar a plantear el arbitraje estatal en dimensiones exageradas e innecesarias, como en el régimen fascista que se abría paso en Europa.
Bajo su apreciación, el Banco Central representaría una institución que podría modificar en toda su dimensión la perspectiva del Estado, haciéndolo protagonista y con plenas facultades constitucionales para influir en la debilitada estructura institucional de la nación. No obstante, el éxito del proyecto pasaba, principalmente, por la existencia de su propia autonomía; es decir, su actuación debía ser total e inmediata: el triunfo o fracaso del Banco Central de Venezuela se basaría, fundamentalmente, en su capacidad para auxiliar y asesorar al Gobierno, siempre y cuando pudiese intervenir en las diferentes operaciones de crédito tanto externos como internos. Todo lo contrario convertiría a la institución en un organismo inoperante y carente de sentido.
En su descripción en torno a la importancia del Banco Central, Egaña expone algunos factores que determinan la fortaleza del ente bancario. En primera instancia destaca la facilidad y el bajo costo para las operaciones crediticias, permitiendo una constante observación del mercado monetario mundial, lo cual ayudaría al Gobierno al momento de tomar decisiones en torno a ese contexto; simbolizando, al mismo tiempo, un pilar de cara a posibles empréstitos en el exterior.
En su deseo por convertir aquel naciente organismo en un espacio de gran alcance aprecia la oportunidad de incluir un centro documental: Egaña entendía las instituciones de forma global, las incorporaba al necesario proceso de transformación cultural y académico que tanto requería el país. No solo fundó la Revista de Fomento, sino que además cooperó en la organización de la Biblioteca del Banco Central donando su acervo personal sobre economía y temas inherentes a la Banca pública.
Por supuesto, el Banco Central de Venezuela no es obra de un hombre; es un proyecto que trasciende la individualidad. La decisión emana del «Programa de febrero», el cual tampoco es una iniciativa exclusiva del presidente de la república; es del ánimo de un grupo importante de venezolanos que visualizaron la necesidad de este cuerpo bancario. En este sentido, podemos mencionar la actuación de Julio Alvarado Silva, quien lleva el primer Proyecto Ley al seno del Congreso con el respaldo de un nutrido grupo de parlamentarios. De igual manera, es importante mencionar el rol desempeñado por Henrique Pérez Dupuy y sus orientaciones para hacer posible el accionar del Banco.
Aunque el objetivo de establecer una institución tan importante como el Banco Central de Venezuela fue cumplido, el impacto del proyecto quizás no tuvo la resonancia o contundencia desde el mismo inicio de sus funciones. Sin embargo, las bases estaban ya en sus posiciones y sería cuestión de tiempo para observar con satisfacción el resultado de aquello que lucía como un inalcanzable sueño. El Estado moderno ‒entendido como aquel donde las instituciones con rango de autonomía pueden obrar de forma coordinada por el bien de la república, sin injerencias personalistas, arbitrarias y mezquinas‒ se había cumplido.
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