Por Amanda Quintero
Nadie elige enfermarse, de eso podemos estar seguros. Ahora, ¿no debería uno poder ser libre de elegir a dónde acudir con su enfermedad? Si ir al médico de la esquina, al de la clínica privada hipercostosa que tiene al hiperchivo especialista o al hospital público, uno pensaría que viviendo en una ciudad tan grande como Caracas se tendría esa opción.
La señora María se encontraba sentada debajo de la escalera de la entrada lateral del Hospital Universitario de Caracas. Alrededor, mujeres embarazadas o con niños en brazos, personas en sillas de ruedas y cantidades de viejitos, todos atormentados por el vaporón del mediodía transpiraban y enmudecían tras la angustiosa espera. Carteles en papel bond escritos a mano, en caligrafía palmer con marcadores de diversos colores, indicaban las entradas, los horarios y hasta notificaban la muerte de uno de los trabajadores del recinto.
María, de manera distraída, saboreaba un helado de vasito de coco con leche. Me senté a su lado y le pregunté: «¿También está esperando, doñita?». Me tomé el atrevimiento de llamarla de aquella manera, pues encogidita y arrugada como estaba no tendría menos de 70 años. Puso la paleta de vuelta en el vaso y me miró por un segundo o dos, luego me dijo: «No, mija. Ya salí, gracias a Dios». Esa sola interacción bastó para que durante los pocos minutos que estuvimos sentadas frente a los taxis del hospital María me contara su historia.
Me confesó que desde hace 27 años sufre de lupus –una enfermedad inflamatoria crónica que puede afectar varias partes del cuerpo, especialmente la piel, articulaciones, sangre y riñones–, entre otras enfermedades que la edad le ha traído. A pesar de que vive en Propatria –extremo oeste de la ciudad– debe ir casi semanalmente al Hospital Universitario para que la atiendan, pues su enfermedad sólo puede ser tratada ahí. Me sorprendí, porque pensé que entre Propatria y la UCV debían haber muchos otros hospitales y módulos de Barrio Adentro, así que le pregunté que por qué iba ahí y la respuesta de la señora María fue que ella ha intentado ir a Barrio Adentro, a clínicas privadas y a otros hospitales, pero todos la remiten al doctor con el que se ve ahí, «y a mí no me queda de otra, yo vengo porque aquí es donde me pueden tratar».
Además de la lejanía, le toca hacer largas colas, que según el hijo de María son causadas por la misma desorganización del hospital. «¿Puedes creer que así te den una cita con un mes de anticipación uno tiene que llegar temprano a agarrar el número del día? Hoy llegamos antes de las 6 de la mañana y ya había cuarenta personas delante de nosotros. Oye, si a uno le dieron cita a las 8, pues uno debería poder llegar a las 8 y pasar sin hacer esta cola; ve que la vinieron a atender a las 11 de la mañana.»
No conforme con esta burocracia, María me contó, con los ojos llorosos y una mirada de tristeza que hacía que sus arrugas parecieran aún más profundas, que para rematar su situación ya ni siquiera podía tomarse las pastillas que le podían dar gratuitamente en el hospital, porque la estaban dejando ciega. La respuesta del médico cuando le dio el diagnóstico fue que si no quería perder su vista debía desembolsillar quincenalmente Bs.F. 180 para comprar la otra pastilla que podía aliviar su dolor.
A todas estas, el hijo de María se mostraba impaciente, nos miraba de reojo con cara de malhumor, y fue entonces cuando ella se me acercó y al oído me dijo que sus hijos se molestaban muchísimo, porque tenían que traerla frecuentemente al hospital, pues como el trámite dura al menos medio día, para ellos –cualquiera de los cuatro hijos que la acompañe– implica el descuento de un día de pago en el trabajo.
Así como María, habrá muchos más atados a un hospital ineficiente, porque es su única oportunidad para tratar su enfermedad. No importa el dinero, la voluntad de cambiar de médico, la libertad de poder hacerlo, el problema es que sus opciones se convirtieron en una sola.
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