Por Amanda Quintero
Noche de sábado, en la calle con los panas… «¿Unas birras en casa de la nena?», preguntó una pícara voz. «Claaaro», respondieron todos a coro; ¿hay que preguntarle a un muerto si quiere misa? Chistes, una partida de dominó, nada fuera de lo común, cada quien en lo suyo. Incluso Carlitos –nombre ficticio para nuestro protagonista– despreocupadamente dejaba pasar las agujas del reloj.
Dos de la mañana, hora de irse. «Nena ¿me abres la puerta?» Al salir vio varias patrullas de PoliChacao rodeando su carro. Sin complicaciones, sacó las llaves y se acercó pensando: «¡Ay, chamo! Me remolcaron». Dos, tres, cuatro pasos. Su sospecha se le desliza por los dedos cuando el oficial le dice:
–Buenas noches, ciudadano ¿el vehículo es suyo?
–Sí, ¿algún inconveniente?
–¿Puede revisar si le falta algo?
En ese momento Carlitos empezó a sudar, abrió la puerta, inspeccionó rápidamente. Faltaba su reproductor.
–Encontramos a un sujeto robando su carro, ya lo llevamos detenido con su reproductor. Debe acompañarnos a la fiscalía.
Carlitos respiró hondo, se rascó la nuca y decidió ceder; después de todo, venezolano que no lo hayan robado no es venezolano. Al menos la cosa no quedará impune.
En la fiscalía le tomaron fotos y declaraciones, chequearon el papeleo en regla y a eso de las 4:00 a.m. lo dejaron ir. A la mañana siguiente, lo llamaron para confirmar sus datos e informarle que debía llevar su vehículo al Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC) la semana siguiente para culminar el informe. Carlitos hizo todo su trámite encantado de que la cosa parecía caminar; hasta le comentó a su papá lo orgulloso que se sentía de estar haciendo las cosas de la manera correcta en este país carcomido por la corrupción, que las instituciones no eran tan malas como la gente decía.
Pero como en la insólita Venezuela, la tierra de lo posible, las cosas no podían ir tan bien, una tarde le interrumpió la siesta el desesperado sonido de un intercomunicador insistente. Adormilado se levantó y contestó con voz gruesa:
–¿Sí, buenas?
–Buenas, ¿Carlos Pérez? Hola, es la hermana del muchacho que te robó. ¿Puedes bajar?
Lo pensó dos veces antes de bajar, pero decidió que había que averiguar qué pasaba. Se preguntó cómo había llegado hasta ahí, si vendría armada o con un matón amigo suyo. Sintió escalofríos y cosquillas detrás de las rodillas, mientras se acercaba a la reja de afuera se preguntó si sería ese el día de su muerte. Afortunadamente la chica no vino con malas intenciones. Le dijo que su hermano era drogadicto y que seguro estaba pescando con qué rebuscarse. Le propuso llegar a un acuerdo mutuo para que Carlitos no pusiera cargos, pues su hermano –el ladrón– ya tenía un expediente abierto y si le sumaban este delito lo condenarían a varios años de cárcel.
La chica siguió hablando, pero a Carlitos no podía enfocarse en lo que ella decía y de un momento a otro no pudo contenerse:
–¿Cómo llegaste aquí? ¿Quién te dio mi dirección?
–Es que como yo soy hermana del acusado tengo derecho al expediente. Así que fui a la fiscalía y pedí verlo. Ahí me sugirieron hablar contigo para que llegáramos a lo que me dijeron que se llamaba un «acuerdo reparatorio», que yo te pague y tú no denuncies, pues…
Ahora, detengámonos un momento. A pesar de que parecieran no existir estadísticas sobre robos y hurtos, cualquier habitante de este país te puede hablar de lo inseguras que se han convertido nuestras calles. En Venezuela este tipo de información es pública y quien denuncia debe atenerse a las consecuencias. Sea o no con la intención de llegar a un acuerdo, ¿se justifica que la policía –servicio básico de los ciudadanos que debería garantizar la integridad física de los ciudadanos– le de tu dirección a la familia de quien acaba de cometer un delito en tu contra?
¿Seguridad personal? Historias como la de Carlitos generan mayor incentivo para que la gente común propicie la impunidad del delito y reconsideren si realmente confiar en las instituciones venezolanas es una opción.
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