Francisco Fernández-Carvajal 19 de enero de
2020
@hablarcondios
— Fidelidad, sin concesiones, a la doctrina revelada. El
diálogo ecuménico ha de basarse en el amor sincero a la verdad divina.
— Exponer la doctrina con claridad.
— Veritatem facientes in caritate, proclamar
la verdad con caridad, con comprensión siempre hacia las personas.
I. El
Espíritu Santo impulsa a todos los cristianos a realizar múltiples esfuerzos
para llegar a la plenitud de la unidad deseada por Cristo1. Es Él quien promueve los deseos del diálogo ecuménico
para alcanzar esta unión. Pero este diálogo, para que tenga razón de ser, es
necesario que tienda a la verdad y que se fundamente en ella. No consistirá,
por tanto, en un simple intercambio de opiniones, ni en un mutuo acuerdo sobre
la visión particular que cada uno tenga de los problemas que se presentan y de
sus posibles soluciones. Por el contrario, el diálogo debe expresar con
claridad y nitidez las verdades que Cristo dejó en depósito al Magisterio de la
Iglesia, las únicas que pueden salvar; el diálogo debe explicar el contenido y
el significado de los dogmas y, a la vez, fomentar en las almas un mayor deseo
de seguir de cerca a Cristo, de santidad personal.
La verdad del cristiano es salvadora precisamente porque
no es el resultado de profundas reflexiones humanas, sino fruto de la
revelación de Jesucristo, confiada a los Apóstoles y a sus sucesores, el Papa y
los Obispos, y transmitida por la Iglesia como por un canal divino, con la
asistencia constante del Espíritu Santo. Cada generación recibe el
depósito de la fe, el conjunto de verdades reveladas por Cristo, y lo transmite íntegro
a la siguiente, y así hasta el fin de los tiempos.
Guarda el depósito a ti confiado2, escribía San Pablo a Timoteo. Y comenta San Vicente de
Lerins: «¿qué es el depósito? Es lo que tú has creído, no lo
que tú has encontrado; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; algo que
procede, no del ingenio personal, sino de la doctrina; no fruto de rapiña
privada, sino de tradición pública. Es una cosa que ha llegado hasta ti, que
por ti no ha sido inventada; algo de lo que tú no eres autor, sino guardián; no
creador, sino conservador; no conductor, sino conducido. Guarda el
depósito: conserva limpio e inviolado el talento de la fe católica. Lo que
has creído, eso mismo permanezca en ti, eso mismo entrega a los demás. Oro has
recibido, oro devuelve; no sustituyas una cosa por otra, no pongas plomo en
lugar de oro, no mezcles nada fraudulentamente. No quiero apariencia de oro,
sino oro puro»3.
No consiste el diálogo ecuménico en inventar nuevas
verdades, ni en alcanzar un pensamiento concordado, un conjunto de doctrinas
aceptado por todos, después de haber cedido cada uno un poco. En la doctrina
revelada no cabe ceder, porque es de Cristo, y es la única que salva. El deseo
de unión con todos y la caridad no puede llevarnos –dejaría de ser caridad– «a
amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta
convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el
poder de Dios»4. El deseo de diálogo con los hermanos separados, y con
todos aquellos que dentro de la Iglesia se encuentran lejos de Cristo, nos ha
de llevar a meditar con frecuencia en el empeño que ponemos en la propia
formación, en el conocimiento adecuado de la doctrina revelada. Hoy, en la
oración, podemos pensar en el aprovechamiento de esos medios que tenemos a
nuestro alcance para una formación intensa y constante: lectura espiritual, dirección
espiritual, retiros...
II. La
buena nueva que proclama la Iglesia es precisamente fuente de salvación, porque
es la misma verdad predicada por Cristo. «Consciente de ello, Pablo quiere
confrontar el propio anuncio con el de los otros Apóstoles, para asegurarse de
la autenticidad de su predicación (Gal 2, 10), y durante toda la
vida no dejó nunca de recomendar la fidelidad a las enseñanzas recibidas,
porque nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo (1
Cor 3, 11)»5.
La verdad que hemos recibido del Señor es una, inmutable,
íntegramente conservada en los comienzos y a través de los siglos, y nunca será
lícito relativizarla y aceptar de ella lo que parezca conveniente, pues
«cualquier atentado a la unidad de la fe es un atentado contra Cristo mismo»6. Tan profundamente convencido está San Pablo de esta
verdad que sus reconvenciones ante las pequeñas facciones que en aquella
primera época iban apareciendo son continuas. Os recuerdo, hermanos, el
Evangelio que os prediqué, que recibisteis, en el que os mantenéis firmes, y
por el cual sois salvados (...), pues os transmití en primer lugar lo que yo
mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que
fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que fue
visto por Cefas, y después por los Doce. Posteriormente se dejó ver por más de
quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven todavía, y algunos
murieron7.
El Apóstol anuncia a estos primeros cristianos que la
doctrina que han de creer no es una teoría personal de él ni de ningún otro,
sino la doctrina común de los Doce, testigos de la vida, muerte y
resurrección de Cristo, de quien a su vez la recibieron. El contenido de la fe
–en los primeros tiempos y ahora se halla resumido en el Credo, que
tiene su origen en las enseñanzas de Jesús, transmitidas, con la asistencia
constante del Espíritu Santo, por los Apóstoles. Este contenido no es una
teoría abstracta acerca de Dios, sino la verdad salvadora revelada por el
Señor, que tiene consecuencias prácticas y reales en nuestro modo de ser, de
pensar, de trabajar, de actuar... Por no ser un convenio humano o una doctrina
inventada por hombres, «es absolutamente necesario exponer con claridad toda la
doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo –enseña el Concilio Vaticano II- como
aquel falso irenismo que desvirtúa la pureza de la doctrina católica y oscurece
su sentido genuino»8.
El verdadero objetivo del diálogo ecuménico, y también de
todo diálogo apostólico, está, pues, en buscar la comunión más perfecta con la
verdad salvadora de Cristo. El progreso en el conocimiento y aceptación de esta
verdad necesita la continua asistencia del Espíritu Santo, al que pedimos su
luz en estos días, y el estudio y la reflexión para entender y explicar cada
vez de modo más claro aquello mismo que nos reveló Jesucristo, y que se
encuentra guardado como un tesoro en el seno de la Iglesia Católica. Podemos
comprender entonces –afirmaba Pablo VI– por qué Ella, «ayer y hoy, da tanta
importancia a la conservación rigurosa de la revelación auténtica, la considera
un tesoro inviolable, y tiene una conciencia tan severa de su deber fundamental
de defender y transmitir en términos inequívocos la doctrina de la fe; la
ortodoxia es su primera preocupación; el magisterio pastoral, su función
primaria y providencial (...); y la consigna del apóstol Pablo: depositum
custodi (1 Tim 6, 20; 2 Tim 1, 14),
constituye para ella un compromiso tal, que sería traición violar.
»La Iglesia maestra no inventa su doctrina; ella es
testigo, custodia, intérprete, medio; y en lo que se refiere a las verdades
propias del mensaje cristiano, se puede decir que es conservadora, intransigente;
y a quien solicita de ella que haga su fe más fácil, más de acuerdo con los
gustos de la mudable mentalidad de los tiempos, le responde con los
Apóstoles: non possumus, no podemos (Hech 4, 20)»9. Esta enseñanza nos sirve también en el apostolado
personal con aquellos católicos que querrían adecuar la doctrina, a veces
exigente, a una situación particular falta de exigencia y de espíritu de
sacrificio, consustancial con el seguimiento del Señor.
III. San
Pablo recordaba a los primeros cristianos de Éfeso que habían de
proclamar la verdad con caridad: veritatem facientes in caritate10, y eso debemos hacer nosotros: con aquellos que ya están
cerca de la plena comunión de la fe y con quienes apenas tienen algún
sentimiento religioso. Veritatem facientes in caritate con
quienes nos vemos todos los días y con esas personas a las que encontramos
incidentalmente en alguna ocasión. Comprensivos, cordiales con las personas,
sin ceder en la doctrina. Es más, si por cualquier circunstancia hallamos un
ambiente o debemos estar con alguien que nos trata con frialdad, seguiremos el
sabio consejo de San Juan de la Cruz: «No piense otra cosa –exhortaba el Santo
a una persona que le pedía luz en medio de tribulaciones y dificultades– sino
que todo lo ordena Dios; y a donde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...»11. En lo pequeño y en lo grande, tendremos sobradas
ocasiones de llevar este consejo a la práctica. Y veremos muchas veces cómo,
casi sin darnos cuenta, hemos cambiado aquel ambiente hostil o indiferente.
La verdad ha de presentarse en su integridad, sin falsos
compromisos, pero de una manera amable; nunca agria ni molesta, ni impuesta a
la fuerza o con violencia. Con independencia de que alguien esté o no
equivocado, aun cuando se le haga una crítica legítima, toda persona tiene
derecho a que se la mire con respeto, a que se valore lo que siempre hay de
positivo en sus ideas o en su conducta. No debemos juzgar a nadie, y mucho
menos condenar. La misma caridad que nos impulsa a mantenernos firmes en la fe,
nos lleva también a querer a las personas, a comprender, a disculpar, a dejar
actuar a la gracia de Dios, que no fuerza ni quita la libertad de las almas.
La comprensión nos lleva a querer saciar la necesidad más
grande del corazón humano: la aspiración a la verdad y a la felicidad, que Dios
ha impreso en cada criatura. Son diferentes las circunstancias en que cada uno
se encuentra y el grado de verdad que ha alcanzado; y para que todos lleguen a
la plenitud de la fe, nuestro cariño y nuestra amistad pueden servir como un
puente del que muchas veces se vale Dios para entrar más hondamente en esas
almas.
Si le pedimos su ayuda, Nuestra Señora nos enseñará a
tratar a cada uno como conviene: con infinito cariño y respeto para con su
persona, con inmenso amor por la verdad, que no nos llevará, por falsa
comprensión, a ceder en la doctrina.
2 1 Tim 6, 20. —
3 San Vicente de Leríns, Commonitorio,
22. —
4 San Josemaría Escrivá, Forja,
n. 456. —
5 Juan Pablo II, Homilía 25-1-1987.
—
6 Ibídem. —
7 1 Cor 15, 1-6. —
8 Conc. Vat. II, loc. cit.,
11. —
9 Pablo VI, Audiencia general 19-1-1972.
—
10 Ef 4, 15. —
11 San Juan de la Cruz, A la M.
María de la Encarnación, 6-VII-1591.
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