Francisco Fernández-Carvajal por 23 de enero de
2020
@hablarcondios
— La afabilidad.
— Las virtudes de convivencia, esenciales para el
apostolado.
— El respeto hacia las personas y el cuidado de las
cosas.
I. San Francisco de
Sales trabajó intensamente, primero como presbítero, por la fidelidad a la Sede
Romana de todos los cristianos de su patria; luego, como Obispo, fue un ejemplo
de Buen Pastor con los sacerdotes y los demás fieles, adoctrinándolos
incesantemente con su palabra y con sus escritos.
La liturgia de la Misa nos mueve a pedir al
Señor imitar la mansedumbre y el amor de San Francisco de Sales para
que también podamos alcanzar la gloria del Cielo1. Por esta razón, vamos a meditar sobre las virtudes de
la afabilidad y de la mansedumbre, en las que,
permaneciendo firme en la verdad, sobresalió el santo Obispo de Ginebra, de
manera particular en el trato con todas las personas, también con quienes
pensaban y actuaban de modo bien diverso al suyo.
De estas virtudes que hacen posible o facilitan la
convivencia, y que tan necesarias nos son a todos, decía el Santo que «es
preciso tener gran provisión y muy a mano, pues se han de estar usando casi de
continuo»2. Para el apostolado, la vida en familia, la amistad..., son
indispensables.
Todos los días nos encontramos con personas muy
diferentes en el trabajo, en la calle, entre los mismos parientes más
próximos..., con caracteres y modos de ser muy diversos, y es muy grato al
Señor que nos ejercitemos en la convivencia con todos. Santo Tomás de Aquino
señala que se requiere una virtud particular -que encierra en sí otras muchas
que parecen pequeñas que «cuide de ordenar las relaciones de los hombres con
sus semejantes, tanto en los hechos como en las palabras»3. Estas virtudes nos llevan a esforzarnos en toda situación
para hacer la vida más grata a quienes nos rodean. Ellas hacen amables las
relaciones entre los hombres, y son una verdadera ayuda mutua en nuestro camino
hacia el Cielo, que es a donde queremos ir; no causan quizá una gran
admiración, pero cuando faltan se echan mucho de menos y las relaciones entre
los hombres se vuelven tirantes y difíciles. Son virtudes opuestas, por su
misma naturaleza, al egoísmo, al gesto destemplado, al malhumor, a las faltas
de educación, al desorden, a los gritos e impaciencias, a vivir sin tener en
cuenta a quienes están cerca. La conversación agradable, el trato lleno siempre
de respeto, se ha de ejercitar en el trabajo, en el tráfico..., y de un modo
particular con los que habitualmente convivimos, «a lo cual faltan grandemente
los que en la calle parecen ángeles, y en la propia casa, diablos»4, señalaba el Santo. Examinemos hoy nosotros cómo es el trato,
la conversación..., principalmente con aquellos que el Señor ha puesto a
nuestro lado, con quienes convivimos o trabajamos codo a codo. La afabilidad abre
las puertas de la amistad y, por tanto, del apostolado.
II. Formando parte
de la virtud de la afabilidad, de la que nos ha dejado tantos
ejemplos y consejos San Francisco de Sales, se encuentran muchas virtudes que
quizá no son muy llamativas, pero que constituyen el entramado de la caridad y
del trato apostólico: la benignidad, por la que se trata y juzga a
los demás y a sus actuaciones con delicadeza; la indulgencia ante
los defectos y errores de los demás; la educación y la urbanidad en
palabras y modales; la simpatía, que en determinadas ocasiones será
necesario cultivar con particular esmero; la cordialidad; la gratitud; el respeto; el
elogio oportuno ante las cosas buenas que hacen los demás... El cristiano sabrá
convertir los múltiples detalles de estas virtudes humanas en otros actos de la
virtud de la caridad, al hacerlos también por amor a Dios. La caridad hace de
estas mismas virtudes hábitos más firmes, más ricos en posibilidades, y les da
un horizonte más elevado. Además, el cristiano sabrá ver en sus hermanos, con
la ayuda de la gracia, a hijos de Dios, que siempre merecen las mejores
muestras de consideración.
Para estar abiertos a todos, para convivir con
personas tan diferentes (por la edad, religión, formación cultural,
temperamento...), nos enseña San Francisco que en primer lugar hemos de ser
humildes, pues «la humildad no es solamente caritativa, sino también dulce. La
caridad es la humildad que aparece al exterior y la humildad es la caridad
escondida»5; ambas virtudes están estrechísimamente unidas. Si luchamos
por ser humildes, sabremos «venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre»6, mirándolo con hondo respeto.
Respetar es
valorar, mirar a los demás descubriendo lo que valen. La palabra respeto viene
del latín respectus, consideración, miramiento7. Saber convivir exige respetar a las personas, y también a las
cosas, porque son bienes de Dios y están al servicio del hombre. Se ha dicho
con verdad que las cosas muestran su secreto solo al que las respeta y ama.
Respetar la naturaleza tiene su más hondo sentido en que forma parte de la
creación y, a través de ella, se da gloria a Dios. El respeto es condición para
contribuir a la mejora de los demás. Cuando se avasalla a otro, se hace
ineficaz el consejo, la corrección o la advertencia.
En el Evangelio sorprende gozosamente comprobar cómo
los Evangelistas se refieren con cierta frecuencia a las miradas del Señor,
como si tuviesen algo muy particular. Nos dicen que Jesús miró con cariño a
aquel muchacho que se le acercó con deseos de ser mejor; miró con ternura a la
viuda pobre que tan generosa se mostró con las cosas de Dios, echando en el
cepillo del Templo lo poco que tenía para su sustento; y miró con simpatía a
Zaqueo, subido en el árbol... Jesús miraba a todos con un inmenso respeto: a
los sanos y a los enfermos, a niños y mayores, a mendigos, a pecadores... Es
siempre el ejemplo que hemos de imitar en nuestra convivencia diaria. Ver a las
gentes, a todos, con simpatía, con aprecio y cordialidad. Si mirásemos a las
gentes como las ve el Señor, no nos atreveríamos a juzgarlas negativamente. «En
aquellos que naturalmente no nos resultan simpáticos veríamos almas rescatadas
por la Sangre de Cristo, que forman parte de su Cuerpo Místico y que quizá
estén más cerca que la nuestra de su divino Corazón. No pocas veces nos acaece
pasar largos años al lado de almas bellísimas sin que echemos de ver su
hermosura»8. Miremos a nuestro alrededor y tratemos de ver a quienes cada
día encontramos en la propia casa, en la oficina, en medio del tráfico de la
ciudad, a quienes esperan su turno junto a nosotros en el dentista o en la
farmacia. Examinemos junto a Jesús si los vemos con ojos amables y
misericordiosos, como los mira Él.
III.
Enseñaba San Francisco que «hay que sentir indignación contra el mal y estar
resuelto a no transigir con él; sin embargo, hay que convivir dulcemente con el
prójimo»9. El Santo hubo de llevar muchas veces a la práctica este
espíritu de comprensión con las personas que estaban en el error y de firmeza
ante el error mismo, pues una buena parte de su vida estuvo dedicada a procurar
que muchos calvinistas volvieran al catolicismo. Y esto en unos momentos en que
las heridas de la separación eran particularmente profundas. Cuando, por
indicación del Papa, fue a visitar a un famoso pensador calvinista ya
octogenario, el Santo comenzó el coloquio con amabilidad y cordialidad,
preguntando: «¿Se puede uno salvar en la Iglesia católica?». Después de un
tiempo de reflexión, el calvinista respondió afirmativamente. Aquello abrió una
puerta que parecía definitivamente cerrada10.
La comprensión, virtud fundamental de la convivencia y
del apostolado, nos inclina a vivir amablemente abiertos a los demás; a
mirarlos con una mirada de simpatía que nos lleva a aceptar con optimismo la
trama de virtudes y defectos que existen en la vida de todo hombre y de toda
mujer. Es una mirada que alcanza las profundidades del corazón y sabe encontrar
la parte de bondad que existe siempre en él. De la comprensión nace una
comunidad de sentimientos y de vida. Por el contrario, de los juicios
negativos, frecuentemente precipitados e injustos, se origina siempre la
distancia y la separación.
El Señor, que conoce las raíces más profundas del
actuar humano, comprende y perdona. Cuando se comprende a los demás es posible
ayudarlos. La samaritana, el buen ladrón, la mujer adúltera, Pedro que reniega,
Tomás Apóstol que no cree..., y tantos otros en aquellos tres años de vida
pública y a lo largo de los siglos se sintieron comprendidos por el Señor y
dejaron que la gracia de Dios les penetrara el alma. Una persona comprendida
abre su corazón y se deja ayudar.
Casi al final de su vida, San Francisco escribía al
Papa acerca de la misión que se le había encomendado: «Cuando llegamos a esta
región, apenas si se podía encontrar un centenar de católicos. Hoy, apenas
quedan un centenar de herejes»11. Nosotros le pedimos, en su festividad, que nos enseñe a
vivir ese entramado de las virtudes de la convivencia, que sepamos ejercitarlas
diariamente en las situaciones más comunes, y que sean una firme ayuda para el
apostolado que, con la gracia de Dios, debemos llevar a cabo. Señor,
Dios nuestro, Tú has querido que el Santo obispo Francisco de Sales se
entregara a todos generosamente para la salvación de los hombres; concédenos, a
ejemplo suyo, manifestar la dulzura de tu amor en el servicio a nuestros
hermanos12.
1 Misal
Romano, Oración después de la comunión de la Misa del
día —
2 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 1.
—
3 Santo
Tomás, Suma Teológico, 2-2. q. 114, a. 1. —
4 San
Francisco de Sales, o.c., III, 8. —
5 ídem. Conversaciones
espirituales, 11, 2. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 230. —
7 Cfr. J.
Corominas, Diccionario crítico etimológico, Gredos, Madrid
1987, voz Respeto. —
8 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, Madrid 1982, II, p. 734. —
9 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 110, en Obras
completas, BAC, Madrid 1954, vol. II, p. 744. —
10 Cfr. ídem, Meditaciones
sobre la Iglesia, BAC, Madrid 1985, Introducción, p. 8. —
11 Cfr. ibídem,
citado en Introducción, p. 10. —
12 Misal
Romano, Oración colecta de la Misa del día.
*Nació en Saboya el año 1567. Una vez ordenado
sacerdote, trabajó intensamente por la restauración católica de su patria.
Nombrado Obispo de Ginebra, estuvo lleno de santo celo para sostener en la
piedad y en la doctrina a sacerdotes y fieles. A ellos dedicó numerosos
escritos. Falleció en Lyón el 28 de diciembre de 1622. Su fiesta se celebra el
24 de enero porque en este día, al año siguiente de su muerte, se trasladaron
sus restos mortales a su sepultura definitiva en Annecy. Fue beatificado en el
año 1661 y canonizado cuatro años más tarde. Pío IX lo declaró Doctor de la
Iglesia y Pío XI lo proclamó Patrono de los periodistas y escritores católicos.
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