Francisco Fernández-Carvajal 27 de enero de
2020
@hablarcondios
— Los «pecados de la
lengua». Callar cuando no se puede alabar.
— No formar juicios
precipitados. El amor a la verdad nos llevará a buscar una información veraz y
a contribuir con los medios a nuestro alcance a la veracidad en los medios de
comunicación.
— El respeto a la
intimidad.
I. Las gentes de
corazón sencillo se quedan pasmadas ante los milagros y la predicación del
Señor. Otros, ante los hechos más prodigiosos, no quieren creer en la divinidad
de Jesús. El Señor acaba de arrojar un demonio –nos dice San Marcos en el
Evangelio de la Misa1–
y, mientras que la gente se quedó admirada2, los
escribas que habían bajado de Jerusalén decían: Tiene a Beelzebul y en virtud
del príncipe de los demonios arroja a los demonios. Por falta de buenas
disposiciones las obras del Señor son interpretadas como obras del demonio.
¡Todo puede ser confundido si falta rectitud en la conciencia! En el colmo de
su obcecación, llegan a decir de Jesús que tenía un espíritu inmundo3.
¡Él que era la misma santidad!
Por amor a Dios y al prójimo, por amor a la justicia,
el cristiano debe ser justo también en el decir, en un mundo en que tanto se
maltrata con las palabras. «Al hombre se le debe el buen nombre, el respeto, la
consideración, la fama que ha merecido. Cuanto más conocemos al hombre, tanto
más se nos revela su personalidad, su carácter, su inteligencia y su corazón. Y
tanto más nos damos cuenta (...) del criterio con que debemos “medirlo”, y qué
quiere decir ser justos con él»4.
Con frecuencia, el poco dominio de la lengua, «la ligereza en el obrar y en el
decir», son manifestaciones de «atolondramiento y de frivolidad»5,
de falta de contenido interior y de presencia de Dios. ¡Y cuántas injusticias
se pueden cometer al emitir juicios irresponsables sobre el comportamiento de
quienes conviven, trabajan o se relacionan con nosotros! El Apóstol Santiago
nos dejó escrito que la lengua puede llegar a ser un mundo de iniquidad6.
Toda persona tiene derecho a conservar su buen nombre,
mientras no haya demostrado con hechos indignos, públicos y notorios, que no le
corresponde. La calumnia, la maledicencia, la murmuración... constituyen
grandes faltas de justicia con el prójimo, pues el buen nombre es
preferible a las grandes riquezas7,
ya que, con su pérdida, el hombre queda incapacitado para realizar una buena
parte del bien que podía haber llevado a cabo8.
El origen más frecuente de la difamación, de la crítica negativa, de la
murmuración, es la envidia, que no sufre las buenas cualidades del prójimo, el
prestigio o el éxito de una persona o de una institución.
Murmuran también quienes cooperan a su propagación de
palabra, a través de la prensa o de cualquier medio de comunicación, haciendo eco
y dando publicidad a hechos o dichos calumniosos comentados al oído; o bien
mediante el silencio, por ejemplo cuando se omite la defensa de la persona
injuriada, pues el silencio –muchas veces– equivale a una aprobación de lo que
se oye; también se puede difamar «alabando», si se rebaja injustamente el bien
realizado. En otras ocasiones, comentar rumores infundados es una verdadera
injusticia contra la buena fama del prójimo. Cuando la difamación se realiza a
través de revistas, periódicos, radio, televisión, etc., aumenta la difusión y,
por tanto, la gravedad. Y no solo las personas tienen derecho a su honor y a su
fama, sino también las instituciones. La difamación contra estas tiene la misma
gravedad que la que se comete contra las personas, y a veces aumenta esta
gravedad por las consecuencias que puede tener el desprestigio público de las
instituciones desacreditadas9.
Podemos preguntarnos hoy en nuestra oración si en los
ambientes en los que se desarrolla nuestra vida (familia, trabajo, amigos...)
se nos conoce por ser personas que jamás hablan mal del prójimo, si realmente
vivimos en toda ocasión aquel sabio consejo: «cuando no puedas alabar, cállate»10.
II. Debemos pedirle
al Señor que nos enseñe a decir lo que conviene, a no pronunciar palabras
vanas, a conocer el momento y la medida en el hablar, y saber decir lo
necesario y dar la respuesta oportuna; «a no conversar tumultuosamente y a no
dejar caer como una granizada, por la impetuosidad en el hablar, las palabras
que nos salen al paso»11.
Cosa por desgracia frecuente en muchos ambientes.
Nosotros viviremos ejemplarmente este aspecto de la
caridad y de la justicia si, con la ayuda de la gracia, mantenemos un clima
interior de presencia de Dios a lo largo de nuestra jornada, si evitamos con
prontitud los juicios negativos. La justicia y la caridad son virtudes que
hemos de vivir, en primer lugar, en nuestro corazón, pues de la
abundancia del corazón habla la boca12.
Ahí, en nuestro interior, es donde habitualmente debemos tener un clima de
comprensión hacia el prójimo, evitando el juicio estrecho y la medida pequeña,
pues «muchos, también gentes que se tienen por cristianas (...), imaginan,
antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no solo lo piensan,
sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la
muchedumbre»13.
El amor a la justicia ha de llevarnos a no formar
juicios precipitados sobre personas y acontecimientos, basados en una
información superficial. Es necesario mantener un sano espíritu crítico ante
informaciones que pueden ser tendenciosas o simplemente incompletas. Con
frecuencia, los hechos objetivos vienen envueltos en opiniones personales; y
cuando se trata de noticias sobre la Fe, la Iglesia, el Papa, los Obispos,
etcétera, estas noticias, si están dadas por personas sin fe o sectarias, con
gran facilidad llegan deformadas en su más íntima realidad.
El amor a la verdad debe defendernos de un cómodo
conformismo, y nos llevará a discernir, a huir de las simplificaciones
parciales, a dejar a un lado los canales informativos sectarios, a desechar el
«se dice», a buscar siempre la verdad y a contribuir positivamente a la buena
información de los demás: enviando cartas aclaratorias a la prensa,
aprovechando una información parcial o sectaria para hablar con veracidad y
sentido positivo de ese tema dentro del círculo de personas en el que se
desenvuelve nuestro vivir diario..., y, por supuesto, no colaborando –ni con
una sola moneda– al sostenimiento de ese periódico, de esa revista, de ese
boletín. Si todos los cristianos actuásemos así, cambiaríamos muy pronto la
confusa situación de atropello a la dignidad de las personas que se produce en
muchos países.
Comencemos nosotros por ser justos en nuestros
juicios, en nuestras palabras, y procuremos que esa virtud se viva a nuestro
alrededor, sin permitir la calumnia, la difamación, la maledicencia, por ningún
motivo. Una manifestación clara de ser justos y de amor a la verdad es
rectificar la opinión –si es necesario, también públicamente– cuando advertimos
que, a pesar de nuestra buena intención, nos hemos equivocado o tenemos un
nuevo dato que obliga a replantear un juicio anterior.
III. Es
un hecho que quien tiene deformada la vista ve deformados los objetos; y quien
tiene enfermos los ojos del alma verá intenciones torcidas y oscuras donde solo
hay deseos de servir a Dios, o bien verá defectos que en realidad son propios.
Ya aconsejaba San Agustín: «procurad adquirir las virtudes que creáis que
faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los
tendréis vosotros»14.
Pidamos mucho al Señor ver siempre, y en primer lugar, lo bueno, que es mucho,
de quienes están con nosotros. Así sabremos disculpar sus errores y ayudarles a
superarlos.
Vivir la justicia en las palabras y en los juicios es,
también, respetar la intimidad de las personas, protegerla de curiosidades
extrañas, no exponer en público lo que debe permanecer en privado, en el ámbito
de la familia o de la amistad. Es un derecho elemental que vemos frecuentemente
dañado y maltratado. «No costaría trabajo alguno señalar, en esta época, casos
de esa curiosidad agresiva que conduce a indagar morbosamente en la vida
privada de los demás. Un mínimo sentido de la justicia exige que, incluso en la
investigación de un presunto delito, se proceda con cautela y moderación, sin
tomar por cierto lo que solo es una posibilidad. Se comprende claramente hasta
qué punto la curiosidad malsana por destripar lo que no solo no es un delito,
sino que puede ser una acción honrosa, deba calificarse como perversión.
»Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la
impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso
defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio. En esta defensa
suelen coincidir todos los hombres honrados, sean o no cristianos, porque se
ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a
conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y dolores de
familia»15.
«“Sancta Maria, Sedes Sapientiae” —Santa María,
Asiento de la Sabiduría. —Invoca con frecuencia de este modo a Nuestra Madre,
para que Ella llene a sus hijos, en su estudio, en su trabajo, en su
convivencia, de la Verdad que Cristo nos ha traído»16.
1 Mc 3,
22-30. —
2 Cfr. Lc 11,
14. —
3 Mc 3,
30. —
4 Juan
Pablo II, Alocución 8-XI-1978. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 17. —
6 Sant 3,
6. —
7 Prov 22,
1. —
8 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 73, a. 2. —
9 F.
Fernández Carvajal, Antología de textos, voz Difamación.
—
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 443. —
11 San
Gregorio de Nisa, Homilía I, sobre los pobres que han de ser
amados. —
12 Mt 12,
34. —
13 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 67. —
14 San
Agustín, Comentario al Salmo 30. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 69. —
16 ídem, Surco,
n. 607.
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