Francisco Fernández-Carvajal 15 de enero de
2020
@hablarcondios
— Jesucristo nos espera
cada día.
— Presencia real de
Cristo en el Sagrario. Ser consecuentes.
— El Señor nos sana y
purifica en la Sagrada Comunión, y nos da las gracias que necesitamos.
I. Llegó un leproso
a donde estaba Jesús1,
se postró de rodillas, y le dijo: Si quieres puedes limpiarme. Y el
Señor, que siempre desea el bien nuestro, se compadeció de él, le tocó y le
dijo: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él la lepra y
quedó limpio. «Aquel hombre se arrodilla postrándose en tierra –lo que es
señal de humildad–, para que cada uno se avergüence de las manchas de su vida.
Pero la vergüenza no ha de impedir la confesión: el leproso mostró la llaga y
pidió el remedio. Su oración está además llena de piedad: esto es, reconoció
que el poder curarse estaba en manos del Señor»2.
En sus manos sigue estando el remedio que necesitamos.
El mismo Cristo nos espera cada día en la Sagrada
Eucaristía. Allí está verdadera, real y sustancialmente presente,
con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Allí se encuentra con el esplendor de
su gloria, pues Cristo resucitado no muere ya3.
El Cuerpo y el Alma permanecen inseparables y unidos para siempre a la Persona
del Verbo. Todo el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios está contenido
en la Hostia Santa, con la riqueza profunda de su Santísima Humanidad y la
infinita grandeza de su Divinidad, una y otra veladas y ocultas. En la Sagrada
Eucaristía encontramos al mismo Señor que dijo al leproso: Quiero,
queda limpio. El mismo que contemplan y alaban los ángeles y los santos por
toda la eternidad.
Cuando nos acercamos a un Sagrario, allí le
encontramos. Quizá hemos repetido muchas veces en su presencia el himno con el
que Santo Tomás expresó la fe y la piedad de la Iglesia, y que tantos
cristianos han convertido en oración personal:
Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto
verdaderamente bajo estas apariencias. A Ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el
gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho
el Hijo de Dios: nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.
En la Cruz se escondía solo la divinidad, pero aquí
también se esconde la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que
pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso
que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame4.
Esta maravillosa presencia de Jesús en medio de
nosotros debería renovar cada día nuestra vida. Cuando le recibimos, cuando le
visitamos, podemos decir en sentido estricto: hoy he estado con Dios.
Nos hacemos semejantes a los Apóstoles y a los discípulos, a las santas mujeres
que acompañaban al Señor por los caminos de Judea y de Galilea. «Non
alius sed aliter», no es otro, sino que está de otro modo, suelen decir los
teólogos5. Se encuentra aquí, con nosotros: en cada ciudad, en cada
pueblo. ¿Con qué fe le visitamos?, ¿con qué amor le recibimos?, ¿cómo
disponemos nuestra alma y nuestro cuerpo cuando nos acercamos a la Comunión?
II. El cuerpo del
leproso quedó limpio al sentir la mano de Cristo. Y nosotros podemos quedar
divinizados al contacto con Jesús en la Comunión. Hasta los ángeles se asombran
de tan gran Misterio. El Alma de Cristo está en la Hostia Santa, y todas sus
facultades humanas conservan en ella las mismas propiedades que en el Cielo.
Nada escapa a la mirada amable y amorosa de Cristo: ni la creación material, ni
la gloria de los bienaventurados, ni la actividad de los ángeles. Él conoce el
pasado, el presente, el porvenir. «Su vida eucarística es una vida de amor. Del
Corazón de Cristo sube sin cesar el fervor de una caridad infinita. Toda la
vida íntima del alma sacerdotal del Verbo encarnado –adoración, peticiones,
acción de gracias, expiación– es inspirada por este amor sin límites»6.
La Santísima Trinidad encuentra en Jesucristo presente en el Sagrario una
gloria sin medida y sin fin.
Enseña Santo Tomás de Aquino7 que
el Cuerpo de Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía tal como es en sí
mismo, y el Alma de Cristo con su inteligencia y voluntad; se excluyen solo
aquellas relaciones que hacen referencia a la cantidad, pues no está Cristo
presente en la Hostia Santa a la manera de una cantidad localizada en el
espacio8. De un modo misterioso e inefable está con su Cuerpo glorioso.
La Segunda Persona de la Trinidad Beatísima está allí,
en el Sagrario que visitamos cada día, quizá muy cercano a la casa donde
vivimos o muy próximo a la oficina donde trabajamos, en la Capilla de la
Universidad, de un hospital o del aeropuerto; y está con el poder soberano de
su Divinidad increada. Él, el Hijo Unigénito de Dios, ante quien tiemblan los
Tronos y las Dominaciones, por Quien todo fue hecho, igual en poder, en
sabiduría, en misericordia a las otras Personas de la Trinidad Beatísima,
permanece perpetuamente con nosotros, como uno de los nuestros, sin dejar jamás
de ser Dios. En verdad, en medio de vosotros está uno a quien no
conocéis9. Absortos por nuestros negocios, por el trabajo, por las
preocupaciones diarias, ¿pensamos con frecuencia que allí, muy cerca, al lado
de nuestro hogar, habita realmente Dios misericordioso y omnipotente? Nuestro
gran fracaso, el mayor error de nuestra vida, sería que se nos pudiesen aplicar
en algún momento aquellas palabras que el Espíritu Santo puso en la pluma de
San Juan: Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron10,
porque estaban –podemos añadir– ocupados en sus cosas y en sus trabajos,
asuntos todos que sin Él no tienen la menor importancia. Pero nosotros hacemos
hoy el propósito firme de permanecer con un amor vigilante: alegrándonos mucho
cuando divisamos los muros de una iglesia, realizando durante el día muchas
comuniones espirituales, y actos de fe y de amor; y le expresaremos nuestros
deseos de desagravio por quienes pasan a su lado sin dirigirse a Él.
III. Señor
Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí inmundo, con tu Sangre, de la que una
gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero11.
El Señor nos da en la Sagrada Eucaristía, a cada
hombre en particular, la misma vida de la gracia que trajo al mundo por su
Encarnación12. Si tuviéramos más fe se realizarían en nosotros los mismos
milagros al contacto con su Santísima Humanidad: en cada Comunión nos limpiaría
hasta lo más profundo del alma de nuestras flaquezas e imperfecciones. ¡Haz
que yo crea más y más en Ti!, nos invita a clamar, a suplicar
interiormente, el himno eucarístico. Si acudimos con fe, oiremos las mismas
palabras que dirigió al leproso: Quiero, sé limpio. Otras veces
veremos cómo se levanta ante las olas, como en Tiberíades, para apaciguar la
tempestad. Y en el alma se hará también una gran calma, se llenará
de paz.
Señor Jesús, bondadoso pelícano... En la Comunión el Señor no solo ofrece un alimento
espiritual, sino que Él mismo se nos da como Alimento. Antiguamente se pensaba
que cuando morían los polluelos del pelícano, este se abría el costado y
alimentaba con su sangre a sus hijos muertos y así los volvía a la vida...
Cristo nos da la vida eterna. La Comunión, recibida con las debidas disposiciones,
suscita en el alma fervientes actos de amor, y nos transforma e identifica con
Cristo. El Maestro viene a cada uno de sus discípulos con su amor personal,
eficaz, creador y redentor. Se nos presenta como el Salvador de nuestras vidas,
ofreciéndonos su amistad. Este sacramento es alimento insustituible de toda
intimidad con Jesús.
En contacto con Cristo, el alma se purifica y allí
encontramos el vigor necesario para ejercitar la caridad en los mil pequeños
incidentes de cada jornada, para vivir ejemplarmente los propios deberes, para
vivir la santa pureza, para realizar con valentía y espíritu de sacrificio el
apostolado que Él mismo nos ha encomendado... En la Sagrada Eucaristía hallamos
remedio para las faltas diarias, para salir adelante en esas pequeñas
dejaciones y faltas de correspondencia, que no matan el alma pero que la
debilitan y la conducen a la tibieza. La Comunión fervorosa nos impulsa
eficazmente hacia Dios, por encima de las propias flaquezas y cobardías. Allí
encontramos diariamente las fuerzas que necesitamos, el alimento imprescindible
para el alma. La vida humana tiene en Cristo su realización, su prenda de vida
eterna... «Cristo es el pan de vida. Y así como el pan ordinario
está en proporción al hambre terrena, así Cristo es el pan extraordinario
proporcionado al hambre extraordinaria, desmedida, del hombre, capaz, más aún,
inquieto por abrirse a aspiraciones infinitas... Cristo es el pan de
vida. Cristo es necesario a todos los hombres, a todas las comunidades»13.
Sin Él, no podríamos vivir.
En la Sagrada Eucaristía nos espera Jesús para
restaurar nuestras fuerzas: Venid a Mí todos los que andáis fatigados y
agobiados, y yo os aliviaré14.
Y fundamentalmente agobian y fatigan esas enfermedades que fuera de Cristo no
tienen remedio. Venid todos: a nadie excluye Jesús: si alguien
quiere acercarse a Mí, yo no lo echaré fuera15.
Mientras dure el tiempo de la Iglesia militante, Jesús permanecerá con nosotros
como la fuente de todas las gracias que nos son necesarias.
Con Santo Tomás de Aquino, podemos decirle a Jesús,
presente en la Sagrada Eucaristía, cuando nos acerquemos a recibirle: «me
acerco como un enfermo al médico de la vida, como un inmundo a la fuente de la
misericordia, como un ciego a la luz de la claridad eterna, como un pobre y
necesitado al Señor de cielos y tierra. Imploro la abundancia de tu infinita
generosidad para que te dignes curar mi enfermedad, lavar mi impureza, iluminar
mi ceguera, remediar mi pobreza y vestir mi desnudez, para que me acerque a
recibir el Pan de los Ángeles, al Rey de reyes y Señor de señores con tanta
reverencia y humildad, con tanta contrición y piedad, con tanta pureza y fe, y
con tal propósito e intención como conviene a la salud de mi alma»16.
Nuestra Madre la Virgen nos impulsa siempre al trato
con Jesús sacramentado: «Acércate más al Señor..., ¡más! —Hasta que se
convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía»17.
1 Mc 1,
40-45. —
2 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos. in loc.
—
3 Rom 6,
9. —
4 Himno Adoro
te devote. —
5 Cfr. M.
M. Philipon, Nuestra transformación en Cristo, p. 116.
—
6 Ibídem,
p. 117. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, III, q. 76, a. 5, ad 3. —
8 Cfr. Ibídem,
III, q. 81, a. 4. —
9 Jn 1,
26. —
10 Jn 1,
11. —
11 Himno Adoro
te devote. —
12 Cfr. Santo
Tomás, o. c., I, q. 3, a. 79. —
13 Pablo
VI, Homilía 8-VIII-1976. —
14 Mt 11,
28. —
15 Cfr. Jn 6,
37. —
16 Misal
Romano, Praeparatio ad Missam. —
17 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 680.
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