Francisco Fernández-Carvajal 28 de enero de
2020
@hablarcondios
— Santa María y el
cumplimiento de la voluntad de Dios. La «nueva familia» de Jesús.
— Manifestaciones del
querer de Dios. El cumplimiento de los propios deberes.
— Buscar en la oración
los planes de Dios sobre nosotros.
I. San Marcos nos
dice en el Evangelio de la Misa1 que
se presentó la Madre de Jesús con algunos parientes preguntando por Él,
mientras hablaba a un gran número de personas. María, quizá a causa de la multitud
que debía de abarrotar la casa, se quedó fuera, y pasó aviso a su Hijo.
Entonces, Jesús respondió al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y
quiénes son mis hermanos? Y, extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He
aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de mi Padre que
está en los Cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre. Es la nueva
familia de Cristo, con lazos más fuertes que los de la sangre, y a la que
pertenece María en primer término, pues nadie cumplió jamás la voluntad divina
con más amor y más hondura que Ella.
Santa María está unida a Jesús por un doble vínculo.
En primer lugar porque, al aceptar el mensaje del Ángel, se unió íntimamente,
de un modo que nosotros apenas podemos comprender, a la voluntad de Dios,
adquiriendo una maternidad espiritual sobre el Hijo que concibe, perteneciendo
ya a esta familia, de vínculos más fuertes, que Jesucristo proclama ahora
delante de sus discípulos. «De poco hubiera servido a María la maternidad
corporal –señala San Agustín–, si no hubiese concebido primero a Cristo, de
manera más dichosa, en su corazón, y solo después en su cuerpo»2.
María es Madre de Jesús al concebirlo en su seno, al cuidarlo, alimentarlo y
protegerlo, como toda madre con su hijo. Pero Jesús vino a formar la gran
familia de los hijos de Dios, y «con benignidad incluyó en ella a la misma
María, pues ella hacía la voluntad del Padre (...), y al aludir ante sus discípulos
a esa parentela celestial, mostró que la Virgen María estaba unida a Él en un
nuevo linaje de familia»3;
María es Madre de Jesús según la carne, y es también la «primera» entre todos
los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen con plenitud4.
Nosotros tenemos la inmensa alegría de poder
pertenecer, con lazos más fuertes que los de la sangre, a la
familia de Jesús en la medida en que cumplimos la voluntad divina. Por
eso el discípulo de Cristo debe decir, como su Maestro: mi alimento es
hacer la voluntad del que me ha enviado5,
aun cuando para ello tenga que sacrificar –poner en su sitio– los sentimientos
naturales de la familia. Santo Tomás explica, a su vez, esta declaración de
Jesús en la que antepone el vínculo de la gracia al del orden familiar,
diciendo que Él tenía una generación eterna y otra temporal, y antepone la
eterna a la temporal. Y todo fiel que hace la voluntad divina es hermano de
Cristo, porque se hace semejante a Él, que hizo siempre la voluntad del Padre6.
En la oración de hoy podemos examinar si deseamos
cumplir siempre lo que Dios quiere de nosotros, en lo grande y en lo pequeño,
en lo que es grato y en lo que nos desagrada, y pedir a Nuestra Madre Santa
María que nos enseñe a amar esta santa voluntad en todos los acontecimientos,
también en aquellos que nos cuesta entender o interpretar adecuadamente. Así
somos de la familia de Jesús.
II. He aquí una
consecuencia de la vocación cristiana: pertenecer a la misma familia de
Dios, estar unidos a Él mediante unos lazos fuertes que nacen del
cumplimiento de la voluntad divina en todas las cosas. En esto consiste la
santidad a la que debemos aspirar, en identificar nuestro querer con el de
Cristo: «esta es la llave para abrir la puerta y entrar en el Reino de los
Cielos: “qui facit voluntatem Patris mei qui in coelis est, ipse intrabit in
regnum coelorum” —el que hace la voluntad de mi Padre..., ¡ese entrará!»7.
En contraste con la actitud de quienes a veces miran
con triste resignación el cumplimiento de la tarea redentora del Maestro, Él
ama ardientemente la voluntad de su Padre Dios, y así lo manifiesta en muchas
ocasiones8. Y si nosotros queremos imitar a Cristo, esa ha de ser nuestra
actitud: amar lo que Dios quiere, que, entendámoslo o no, es siempre el camino
que conduce al Cielo, el fin de nuestra vida. Santa Catalina de Siena pone en
labios del Señor estas palabras consoladoras: «Mi voluntad no quiere más que
vuestro bien, y cuanto doy o permito, lo permito o lo doy para que consigáis
vuestro fin, para el cual os crié»9.
Él solo desea nuestro bien.
Dios nos manifiesta su voluntad a través de los Mandamientos,
que son la expresión de todas las obligaciones y la norma práctica para que
nuestra conducta esté dirigida a Dios. Cuanto más fielmente los cumplamos,
tanto mejor amaremos lo que Él quiere. Dios se nos manifiesta también a través
de las indicaciones, consejos y Mandamientos de nuestra Madre la Iglesia, «que
nos ayudan a guardar los Mandamientos de la ley de Dios»10,
y de los consejos recibidos en la dirección espiritual. Las obligaciones del
propio estado determinan lo que Dios quiere de nosotros según las propias
circunstancias en las que se desenvuelve la vida de cada uno. Nunca amaremos a
Dios, nunca podremos santificarnos, si no cumplimos con fidelidad estas
obligaciones: atención y cuidado de la familia, afán por mejorar en el estudio
o en el ejercicio de la profesión... En estas obligaciones del propio estado
que llenan el día, el cristiano distingue en cada instante lo que Dios quiere
personalmente de él. Reconocer y amar la voluntad del Señor en esos deberes nos
dará la fuerza necesaria para hacerlos con perfección, y en ellos encontraremos
el campo para ejercitar las virtudes humanas y las sobrenaturales.
También se nos manifiesta la voluntad de Dios en
aquellos sucesos que Él permite, y que siempre están dirigidos a un mayor bien
si permanecemos junto a nuestro Padre Dios con más confianza, con más amor. Hay
una providencia oculta detrás de cada acontecimiento: todo está ordenado y
dispuesto –también lo que no entendemos, aquello que nuestra voluntad se
resiste en un principio a admitir– para que sirva al bien de todos. En esta
vida no comprenderemos del todo cada uno de los sucesos que el Señor permite.
Producirá abundantes frutos en nuestra alma
acostumbrarnos a realizar actos de identificación con la voluntad de Dios en
las circunstancias importantes y en lo pequeño de la vida diaria: «Jesús, lo
que Tú “quieras”... yo lo amo»11.
Y solo deseo amar lo que Tú quieres que ame.
III. El
que haga la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ese es mi hermano y mi
hermana y mi madre. El cumplimiento de la voluntad de Dios debe ser el
único afán del cristiano. Por eso ha de preguntarse con frecuencia ante los
acontecimientos diarios: ¿qué quiere Dios de mí en este asunto, en el trato con
aquella persona?, ¿qué es más grato al Señor?..., y hacerlo. La oración personal
sobre nuestro actuar diario, sobre el comportamiento en la vida familiar, con
los amigos, en el trabajo, nos da una gran luz para acertar en el cumplimiento
de la voluntad divina. La oración personal nos moverá muchas veces a actuar de
una determinada manera, a cambiar o a rectificar nuestra vida o nuestro
comportamiento para que se realice más de acuerdo con el querer divino. En
otros asuntos, el Señor nos dará luz sobre su voluntad en la dirección
espiritual personal.
Cuando veamos que Dios quiere algo de nosotros,
debemos hacerlo con prontitud y alegría. Porque muchos se rebelan cuando los
proyectos del Señor no coinciden con los suyos; otros aceptan la voluntad de
Dios con resignación, como un mero doblegarse a los planes divinos porque no
hay otro remedio; otros se conforman simplemente, pero sin amor. El Señor, sin
embargo, quiere que amemos con santo abandono el querer divino, confiando
plenamente en nuestro Padre Dios, sin dejar de poner, por otra parte, los
medios que el caso requiera. ¿Qué quieres que haga? ¡Qué pocas personas se
encuentran en esta disposición de obediencia plena, que hayan renunciado a su
voluntad hasta el punto de no pertenecerles los deseos de su propio corazón!12.
Para tener esos vínculos tan estrechos –más que los de
la sangre– de los que Cristo nos habla en el Evangelio, debemos procurar, cada
día, entregarnos, abandonarnos sin reservas y aun sin entender todo lo que Dios
permite; ser incondicionalmente dóciles a su acción, manifestada en las pruebas
internas y externas con las que quiere purificar el alma; aceptar y acoger las
innumerables alegrías de la vida familiar, del trabajo, del descanso...;
aceptar y acoger las dificultades, obstáculos y penas que la vida lleva también
consigo, las tentaciones, la sequedad en la vida de piedad cuando no se debe a
la tibieza, al poco amor... «Debemos aceptar esta acción de Dios y estas
permisiones de su providencia sin reserva alguna, sin curiosidad, inquietud o
desconfianza, porque sabemos que Dios quiere siempre nuestro bien; aceptarlas
con agradecimiento, confiando en su proximidad y en la asistencia de su gracia.
Nuestra única respuesta a esta acción de Dios en nosotros sea siempre: “Sea
como tú, Señor, lo quieres, hágase tu voluntad”»13.
Y esto ante el dolor y la enfermedad, el fracaso, un desastre que parece
irreparable... Y, enseguida, pedir fuerzas a nuestro Padre Dios y poner los
medios humanos que razonablemente se deban poner; pedir que aquellas
contrariedades pasen, si es su voluntad, y gracias para sacar el mayor fruto
sobrenatural y humano de aquello que al principio solo se veía bajo el aspecto
de mal irreparable.
Lo que ocurre cada día en el pequeño universo de
nuestra profesión y familia, en el círculo de nuestros amigos y conocidos,
puede y debe ayudarnos a encontrar a Dios providente. El cumplimiento del
querer divino es fuente de serenidad y de agradecimiento. En muchas ocasiones
terminaremos dando gracias por aquello que en un principio nos pareció un
desastre sin arreglo posible.
«La Virgen Santa María, Maestra de entrega sin
límites. —¿Te acuerdas?: con alabanza dirigida a Ella, afirma Jesucristo: “¡el
que cumple la Voluntad de mi Padre, ese –esa– es mi madre!...”»14.
1 Mc 3,
31-35. —
2 San
Agustín, Sobre la virginidad, 3. —
3 ídem, Carta
243, 9-10. —
4 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 20-21.
—
5 Jn 4,
34. —
6 Cfr. Santo
Tomás, Comentario sobre San Mateo, 14, 49-50. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 754. —
8 Cfr. Lc 22,
42; Jn 6, 38. —
9 Santa
Catalina de Siena, El Diálogo, Rialp, Madrid 1956, 2, 6.
—
10 Catecismo
de San Pío X, n. 472.—
11 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 773. —
12 Cfr. San
Bernardo, Sermón I, sobre la conversión de S. Pablo.
—
13 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder, Barcelona 1962, pp.
219-220. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 33.
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