Francisco Fernández-Carvajal 19 de enero de
2020
@hablarcondios
— Figura y realidad de este título con el que el Bautista
designa a Jesús al comienzo de su vida pública.
— La esperanza de ser perdonados. El examen,
la contrición y el propósito de enmienda.
— La Confesión frecuente, camino para la delicadeza de
alma y para alcanzar la santidad.
I. Hemos
contemplado a Jesús nacido en Belén, adorado por los pastores y por los Magos,
«pero el Evangelio de este domingo nos lleva, un vez más, a las riberas del
Jordán, donde, a lo treinta años de su nacimiento, Juan el Bautista prepara a
los hombres para su venida. Y cuando ve a Jesús que venía hacia él,
dice: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,
29) (...). Nos hemos habituado a las palabras Cordero de Dios, y,
sin embargo, estas son siempre palabras maravillosas, misteriosas, palabras
poderosas»1. ¡Qué resonancias tendrían en los oyente que conocían el
significado del cordero pascual, cuya sangre había sido derramada la noche en
que los judíos fueron liberados de la esclavitud en Egipto! Además, todos los
israelitas conocían bien las palabras de Isaías, que había comparado los
sufrimientos del Siervo de Yahvé, el Mesías, con el sacrificio de
un cordero2. El cordero pascual que cada año se sacrificaba en el
Templo era a la vez el recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había
estrechado con su pueblo. Todo ello era promesa y figura del verdadero Cordero,
Cristo, Víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la
humanidad. Él es el verdadero Cordero que quitó el pecado del mundo,
muriendo destruyó nuestra muerte y resucitando restauró la vida3. Por su parte, San Pablo dirá a los primeros cristianos
de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado4, y les invita a una vida nueva, a una vida santa.
Esta expresión: «Cordero de Dios», ha sido muy meditada y
comentada por los teólogos y autores espirituales; se trata de un título «de
rico contenido teológico. Es uno de esos recursos del lenguaje humano que
intenta expresar una realidad plurivalente y divina. O mejor dicho, una de esas
expresiones acuñadas por Dios, para revelar algo muy importante de Sí mismo»5.
Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, anuncia San Juan Bautista; y este pecado del
mundo es todo género de pecados: el de origen, que en Adán alcanzó
también a sus descendientes, y los pecados personales de los hombres de todos
los tiempos. En Él está nuestra esperanza de salvación. Él mismo es una fuerte
llamada a la esperanza, porque Cristo ha venido para perdonar y curar las
heridas del pecado. Cada día, antes de administrar la Sagrada Comunión a los
fieles, los sacerdotes pronuncian estas palabras del Bautista, mientras
muestran al mismo Jesús: Este es el Cordero de Dios... La
profecía de Isaías ya se cumplió en el Calvario y se vuelve a actualizar en
cada Misa, como recordamos hoy en la oración sobre las ofrendas: cada
vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra
de nuestra redención6. La Iglesia quiere que agradezcamos al Señor su entrega
hasta la muerte por nuestra salvación, y el haber querido ser alimento de
nuestras almas7.
Desde los primeros tiempos el arte cristiano ha
representado a Jesucristo, Dios y Hombre, en la figura del Cordero Pascual.
Recostado a veces sobre el Libro de la vida, la iconografía quiere
recordar lo que nos enseña la fe: es el que quita el pecado del mundo, el que
ha sido sacrificado y posee todo el poder y la sabiduría; ante Él se postran en
adoración los veinticuatro ancianos –según la visión del Apocalipsis8–, preside la gran Cena de las bodas nupciales, recibe a
la Esposa, purifica con su sangre a los bienaventurados..., y es el único que
puede abrir el libro de los siete sellos: el Principio y el Fin, el Alfa y la
Omega, el Redentor lleno de mansedumbre y el Juez omnipotente que ha de venir a
retribuir a cada uno según sus obras9.
«A perdonar ha venido Jesús. Es el Redentor, el
Reconciliador. Y no perdona una vez sola; ni perdona a la abstracta humanidad,
en su conjunto. Nos perdona a cada uno de nosotros, tantas cuantas veces,
arrepentidos, nos acercamos a Él (...). Nos perdona y nos regenera: nos abre de
nuevo las puertas de la gracia, para que podamos –esperanzadamente– proseguir
nuestro caminar»10. Agradezcamos al Señor tantas veces como ya nos ha
perdonado. Pidámosle que nunca dejemos de acercarnos a esa fuente de la
misericordia divina, que es la Confesión.
II. ¡El
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! Jesús se convirtió en
el Cordero inmaculado11, ofrecido con docilidad y mansedumbre absolutas para
reparar las faltas de los hombres, sus crímenes, sus traiciones; de ahí que
resulte tan expresivo el título con que se le nombra, «porque –comenta Fray
Luis de León– Cordero, refiriéndolo a Cristo, dice tres cosas:
mansedumbre de condición, pureza e inocencia de vida, y satisfacción de
sacrificio y ofrenda»12.
Resulta muy notable la insistencia de Cristo en su constante
llamada a los pecadores: Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo
que estaba perdido13. Él lavó nuestros pecados en su sangre14. La mayor parte de sus contemporáneos le conocen
precisamente por esa actitud misericordiosa: los escribas y los fariseos
murmuraban y decían: Este recibe a los pecadores y come con ellos15. Y se sorprenden porque perdona a la mujer adúltera con
estas sencillas palabras: Vete y no peques más16. Y nos da la misma enseñanza en la parábola del
publicano y del fariseo: Señor, ten piedad de mí que soy un pecador17, y en la parábola del hijo pródigo... La relación de sus
enseñanzas y de sus encuentros misericordiosos con los pecadores resultaría
interminable, gozosamente interminable. ¿Podremos nosotros perder
la esperanza de alcanzar el perdón, cuando es Cristo quien perdona? ¿Podremos
perder la esperanza de recibir las gracias necesarias para ser santos, cuando
es Cristo quien nos las puede dar? Esto nos llena de paz y de alegría.
En el sacramento del Perdón obtenemos además las gracias
necesarias para luchar y vencer en esos defectos que quizá se hallan arraigados
en el carácter y que son muchas veces la causa del desánimo y del desaliento.
Para descubrir hoy si alcanzamos todas las gracias que el Señor nos tiene
preparadas en este sacramento, examinemos cómo son estos tres aspectos: nuestro examen
de conciencia, el dolor de los pecados y el propósito firme
de la enmienda. «Se podría decir que son, respectivamente, actos propios de la
fe –el conocimiento sobrenatural de nuestra conducta, según nuestras
obligaciones–; del amor, que agradece los dones recibidos y llora por la propia
falta de correspondencia; y de la esperanza, que aborda con ánimo renovado la
lucha en el tiempo que Dios nos concede a cada uno, para que se santifique. Y
así como de estas tres virtudes la mayor es el amor, así el dolor –la
compunción, la contrición– es lo más importante en el examen de conciencia: si
no concluye en dolor, quizá esto indica que nos domina la ceguera, o que el
móvil de nuestra revisión no procede del amor a Dios. En cambio, cuando
nuestras faltas nos llevan a ese dolor (...), el propósito brota inmediato,
determinado, eficaz»18.
Señor, ¡enséñame a arrepentirme, indícame el camino del
amor! ¡Que mis flaquezas me lleven a amarte más y más! ¡Muéveme con tu gracia a
la contrición cuando tropiece!
III.
«Jesucristo nos trae la llamada a la santidad y continuamente nos da las ayudas
necesarias para la santificación. Continuamente nos da el poder de
llegar a ser hijos de Dios, como proclama la liturgia de hoy en el canto
del Aleluia. Esta fuerza de la santificación del hombre (...) es el
don del Cordero de Dios»19. Esta santidad se realiza en una purificación continua
del fondo del alma, condición esencial para amar cada día más a Dios. Por eso,
amar la Confesión frecuente es síntoma claro de delicadeza
interior, de amor a Dios; y su desprecio o indiferencia –cuando aparecen con
facilidad la excusa o el retraso– indica falta de finura de alma y, quizá,
tibieza, tosquedad e insensibilidad para las mociones que el Espíritu Santo
suscita en el corazón.
Es preciso que andemos ligeros y que dejemos a un lado lo
que estorba, el lastre de nuestras faltas. Toda Confesión contrita nos ayuda a
mirar adelante para recorrer con alegría el camino que todavía nos queda por
andar, llenos de esperanza. Cada vez que recibimos este sacramento oímos, como
Lázaro, aquellas palabras de Cristo: Desatadle y dejadle andar20, porque las faltas, las flaquezas, los pecados
veniales... atan y enredan al cristiano, y no le dejan seguir con presteza su
camino. «Y así como el difunto salió aún atado, lo mismo el que va a confesarse
todavía es reo. Para que quede libre de sus pecados dijo el Señor a los
ministros: Desatadle y dejadle andar...»21. El sacramento de la Penitencia rompe todas las ataduras
con que el demonio intenta tenernos sujetos para que no vayamos deprisa hacia
Cristo.
La Confesión frecuente de nuestros pecados está
muy relacionada con la santidad, con el amor a Dios, pues allí el Señor nos
afina y enseña a ser humildes. La tibieza, por el contrario, crece donde
aparecen la dejadez y el abandono, las negligencias y los pecados veniales sin
arrepentimiento sincero. En la Confesión contrita dejamos el alma clara y
limpia. Y, como somos débiles, solo una Confesión frecuente permitirá un estado
permanente de limpieza y de amor; se convierte en el mejor remedio para alejar
todo asomo de tibieza, de aburguesamiento, de desamor, en la vida interior.
«Precisamente, uno de los motivos principales para el
alto aprecio de la Confesión frecuente es que, si se practica bien, es
enteramente imposible un estado de tibieza. Esta convicción puede ser el
fundamento de que la Santa Iglesia recomiende tan insistentemente (...) la
Confesión frecuente o Confesión semanal»22. Por esta razón debemos esforzarnos en cuidar su
puntualidad y en acercarnos a ella cada vez con mejores disposiciones.
Cristo, Cordero inmaculado, ha venido a limpiarnos de
nuestros pecados, no solo de los graves, sino también de las impurezas y faltas
de amor de la vida corriente. Examinemos hoy con qué amor nos acercamos al
sacramento de la Penitencia, veamos si acudimos con la frecuencia que el Señor nos
pide.
1 Juan Pablo II, Homilía 18-1-1981.
—
2 Cfr. Is 53, 7. —
3 Misal Romano, Prefacio
Pascual I. —
4 1 Cor 5, 7. —
5 A. García Moreno, «Jesucristo,
Cordero de Dios», en Cristo, Hijo de Dios y Redentor del hombre,
III Simposio Internacional de Teología, EUNSA, Pamplona 1982, p. 269. —
6 Misal Romano, Domingo segundo del
Tiempo ordinario, Oración sobre las ofrendas. —
7 Cfr. Sagrada Biblia, Santos
Evangelios, EUNSA, 2ª ed., Pamplona 1985, pp. 1154-1155 —
8 Cfr. Apoc 19. —
9 A. García Moreno, loc. cit.,
pp. 292-293. —
10 G. Redondo, Razón de la
esperanza, EUNSA, Pamplona 1977, p. 80. —
11 Cfr. Juan Pablo II, loc.
cit. —
12 Fray Luis de León, Los
nombres de Cristo, en Obras Completas Castellanas, BAC, Madrid
1957, I, p. 806. —
13 Mt 18, 11. —
14 Apoc 1, 5. —
15 Mt 11, 19. —
16 Jn 8, 11. —
17 Lc 18, 13. —
18 A. del Portillo, Carta 8-XII-1976,
n. 16. —
19 Juan Pablo II, loc. cit.
—
20 Jn 11, 44. —
21 San Agustín, Comentario al
Evangelio de San Juan, 29, 24. —
22 B. Baur, La Confesión
frecuente, Herder, Barcelona 1974, pp. 106-107.
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