Francisco Fernández-Carvajal 16 de enero de
2020
@hablarcondios
— La curación del
paralítico de Cafarnaún. Fe operativa, sin respetos humanos. Optimismo.
— La prudencia y la
«falsa prudencia».
— Otras virtudes. Ser
buenos instrumentos de la gracia.
I. El Evangelio de
la Misa1 presenta a Jesús enseñando a la muchedumbre venida de
muchas aldeas de Galilea y de Judea; se juntaron tantos que ya ni a la
puerta había sitio. Entonces vienen trayéndole un paralítico, que era
transportado por cuatro. A pesar de sus denodados intentos no logran llegar
hasta Jesús, pero ellos no cejaron en su empeño de aproximarse al Maestro con
el amigo que yacía en una camilla. Entonces, cuando otros habrían desistido por
las dificultades que les cerraban el paso, ellos no se arredraron y subieron
hasta el tejado, levantaron la techumbre por el sitio donde se encontraba el Señor
y, después de hacer un agujero, descolgaron la camilla con el paralítico. Jesús
se quedó admirado de la fe y de la audacia de estos hombres. Y por ellos, y por
la humildad del paralítico que se ha dejado ayudar, realizó un gran milagro: el
perdón de los pecados del enfermo y la curación de su parálisis.
El paralítico representa, de algún modo, a todo hombre
al que sus pecados o su ignorancia impiden llegar hasta Dios. San Ambrosio,
comentando este pasaje, exclama: «¡Qué grande es el Señor, que por los méritos
de algunos perdona a los otros!»2. Los amigos que llevan hasta el Señor al enfermo incapacitado
son un ejemplo vivo de apostolado. Los cristianos somos instrumentos del Señor
para que realice verdaderos milagros en nuestros amigos que, por tantos
motivos, se encuentren como incapacitados por sí mismos para llegar hasta
Cristo que les espera.
La tarea apostólica ha de estar movida por el afán de
ayudar a los hombres a encontrar a Jesús. Para ello, entre otras cosas, se
requieren una serie de virtudes sobrenaturales, como vemos en la
actuación de los amigos de este enfermo de Cafarnaún. Son hombres que tienen
una gran fe en el Maestro, a quien ya habían tratado en otras ocasiones; quizá
fue el mismo Jesús quien les dijo que lo llevaran hasta Él. Y es una fe con
obras, pues ponen los medios ordinarios y extraordinarios que el caso requiere.
Son hombres llenos de esperanza y optimismo, convencidos de que Jesucristo es
lo único que verdaderamente necesita el amigo.
El relato del Evangelio nos deja ver también
muchas virtudes humanas, necesarias en toda labor de apostolado. En
primer lugar son hombres que han echado fuera los respetos humanos:
nada les importa lo que piensen los demás –había mucha gente– por su acción,
que podía ser fácilmente juzgada como extremosa, intempestiva, distinta de lo
que hacían los demás que habían acudido a oír al Maestro. Solo les importa una
cosa: llegar hasta Jesús con su amigo, cueste lo que cueste. Y esto solo es
posible cuando se tiene una gran rectitud de intención, cuando lo único que
importa es el juicio de Dios y nada, o muy poco, el juicio de los hombres.
¿Actuamos también nosotros así? ¿Nos importa en algunas ocasiones más el «qué
dirán» las gentes que el juicio de Dios? ¿Tenemos reparo en distinguirnos de
los demás, cuando precisamente lo que espera el Señor, y también quienes ven
nuestras acciones, es que nos distingamos llevando a cabo aquello que debemos
hacer? ¿Sabemos mantener en público, cuando sea necesario, nuestra fe y nuestro
amor a Jesucristo?
II. Estos cuatro
amigos ejercitaron en su tarea la virtud de la prudencia, que lleva
a buscar el mejor camino para lograr su fin. Dejaron a un lado la «falsa
prudencia», la que llama San Pablo prudencia de la carne3, que fácilmente se identifica con la cobardía, y lleva a
buscar solo lo que es útil para el bien corporal, como si fuera este el
principal o el único fin de la vida. La «falsa prudencia» equivale al disimulo,
la hipocresía, la astucia, el cálculo interesado y egoísta, que mira
principalmente el interés material. Y, por eso, esta falsa virtud es, en
realidad, miedo, temor, cobardía, soberbia, pereza... Si estos hombres se
hubieran dejado llevar por la prudencia de la carne, su amigo no
habría llegado hasta Jesús, y ellos no habrían sentido el inmenso gozo que
vieron brillar en la mirada de Jesús, cuando curó al enfermo. Se habrían
quedado a la entrada de la casa abarrotada de gente, y ni siquiera habrían oído
desde allí a Jesús.
Aquellos hombres vivieron plenamente la virtud de la
prudencia, que nos dice en cada caso lo que conviene hacer -aunque
sea difícil- o dejar de hacer, la que nos enseña los medios que conducen al fin
que pretendemos, la que nos indica cuándo y cómo debemos
obrar. Aquellos amigos conocían bien su fin –llegar hasta el Señor– y buscaron
medios para realizarlo: subir a la terraza de la casa, hacer un agujero
suficientemente grande y descolgar al paralítico en su camilla, hasta estar
delante de Jesús. No les importaron mucho las palabras falsamente «prudentes»
de otras personas que les aconsejaban esperar otra ocasión.
Estos hombres de Cafarnaún fueron verdaderos amigos de
aquel que por sí mismo no podía llegar hasta el Maestro, pues «es propio del
amigo hacer bien a los amigos, principalmente a aquellos que se encuentran más
necesitados»4, y no existe mayor necesidad que la de Dios. Por eso, la
primera muestra de aprecio por los amigos es la de acercarlos más y más a
Cristo, fuente de todo bien; no contentarnos con que no hagan el mal y no
lleven una conducta desordenada, sino lograr que aspiren a la santidad, a la
que han sido llamados –todos– y para la que el Señor les dará las gracias
necesarias. No existe favor más grande que este de ayudarles en su camino hacia
Dios. No encontraremos un bien mayor que darles. Por eso, debemos aspirar a
tener muchos amigos y fomentar amistades auténticas.
«El verdadero amigo no puede tener, para su amigo, dos
caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud,
intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos. El amigo es fuerte y
sincero en la medida en que, de acuerdo con la prudencia sobrenatural, piensa
generosamente en los demás, con personal sacrificio. Del amigo se espera la
correspondencia al clima de confianza, que se establece con la verdadera
amistad; se espera el reconocimiento de lo que somos y, cuando sea necesaria,
también la defensa clara y sin paliativos»5.
La amistad ha
sido, desde los comienzos, el cauce natural por el que muchos han encontrado la
fe en Jesucristo y la misma vocación a una entrega más plena. Es un camino
natural y sencillo, que elimina muchos obstáculos y dificultades. El Señor
tiene en cuenta con frecuencia este medio para darse a conocer. Los primeros
discípulos que conocieron al Señor fueron a comunicar la Buena Nueva, antes que
a ningún otro, a los que amaban. Andrés trajo a Pedro, su hermano; Felipe, a su
amigo Natanael; Juan seguramente encaminó hacia el Señor a su hermano Santiago6. ¿Hacemos así nosotros? ¿Deseamos comunicar cuanto antes a
quienes más aprecio tenemos el mayor bien que hemos encontrado? ¿Hablamos de
Dios a nuestros amigos, a nuestros familiares, a los compañeros de estudio o de
trabajo? ¿Es nuestra amistad un cauce para que otros se acerquen más a Cristo?
III. El
cristiano ha de ejercitar en su tarea apostólica otras virtudes humanas para
ser buen instrumento del Señor en su misión de recristianizar el mundo: fortaleza ante
los obstáculos que de un modo u otro se presentan en toda tarea
apostólica; constancia y paciencia, porque las
almas, como la semilla, tardan a veces en dar su fruto, y porque no se puede
lograr en unos días lo que quizá Dios ha previsto que se realice en meses o en
años; audacia para sacar en la conversación temas profundos
que no surgen si no se provocan oportunamente, y también para proponer metas
más altas que nuestros amigos no vislumbran por sí mismos; veracidad y autenticidad,
sin las cuales es imposible que exista una verdadera amistad...
Nuestro mundo está necesitado de hombres y mujeres de
una pieza, ejemplares en sus tareas, sin complejos, sobrios, serenos,
profundamente humanos, firmes, comprensivos e intransigentes en la doctrina de
Cristo, afables, justos, leales, alegres, optimistas, generosos, laboriosos,
sencillos, valientes..., para que así sean buenos colaboradores de la gracia,
pues «el Espíritu Santo se sirve del hombre como de un instrumento»7, y entonces sus obras cobran una eficacia divina, como la
herramienta, que de sí misma sería incapaz de producir nada, y en manos de un
buen profesional puede llegar a realizar obras maestras.
¡Qué alegría la de aquellos hombres cuando vuelven con
el amigo sano del cuerpo y del alma! El encuentro con Cristo estrechó aún más
su amistad, como ocurre en todo apostolado verdadero. No olvidemos nosotros que
no existe enfermedad que Cristo no pueda curar, para no dar como irrecuperables
a gentes a las que cada día debemos tratar por razón de estudio, de trabajo, de
parentesco o de vecindad. Muchos de ellos se encuentran como impedidos para
acercarse más a Jesucristo: nosotros, ayudados por la gracia, debemos llevarlos
hasta Él. Un gran amor a Cristo será lo que nos impulsará a una fe operativa,
sin respetos humanos, sin pararnos en las lógicas dificultades que hallaremos.
Cuando nos encontremos hoy cerca del Sagrario no dejemos de hablar al Maestro
de esos amigos que deseamos llevarle para que Él los cure.
1 Mc 2,
1-12. —
2 San
Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in
loc. —
3 Cfr. Rom 8,
6-8. —
4 Santo
Tomás, Ética a Nicómaco, 9, 13. —
5 San
Josemaría Escrivá, Carta 11-III-1940. —
6 Cfr.
Jn 1, 41 ss. —
7 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 177, a. 1.
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