A Claudio Cedeño Rodríguez, en un acto de sensatez burocrática del Ministerio de Educación, lo nombran director de la Escuela de Artes Plásticas «Cristóbal Rojas» en Caracas. A partir de ese momento, con mucha frecuencia me comentaba los vaivenes burocráticos que enfrentaba y no dejó de insistir en que yo debía participar activamente en sus proyectos para mejorar académica y financieramente la Escuela.
La institución atravesaba un momento de desencanto y de pugnas internas entre el personal docente. Acordamos, entonces, en una especie de voluntariado que yo lo ayudaría en algunas áreas, como serían, por ejemplo, en el currículum, aspecto académico que yo manejaba con cierta pericia y también en la posibilidad de abrir un debate de carácter teórico a las concepciones artísticas, utilizando, en mi caso, el desarrollo de la psicología.
Así fue desde entonces. Todos los jueves en la tarde yo pasaba por la Escuela y aquello era un divertimento para mí. Para el momento, Claudio había constituido una serie de equipos con la finalidad de reflotar la institución en la parte pedagógica y las tareas se extendían hasta las finanzas de la Escuela.
En esa lucha titánica contra la desesperanza, uno de esos equipos con gran entusiasmo organizó una conferencia para culminar el año académico. En ella me incluyeron con el tema «El arte en la historia de la humanidad», un título algo rimbombante. A otro profesor le asignaron «El arte moderno» y a Claudio el muy atrayente tema «El desnudo: forma y contenido».
Llegó el día y el moderador —un escultor y pintor de renombre nacional— hizo las presentaciones de rigor y me anunció para iniciar la ronda. Tomando en consideración los escasos 20 minutos, traté de trazar una línea del desarrollo del arte en sus diversas versiones, pero haciendo hincapié en la pintura, para lo cual comencé describiendo las cuevas de Altamira. Desde allí fui tejiendo con las grandes construcciones las expresiones artísticas hasta nuestros días, con citas sobre las tendencias sobresalientes y dando siempre pinceladas al desarrollo societario y antropológico del hombre. Cerré con una exaltación al muralismo.
El segundo expositor hizo un recorrido fantástico sobre la pintura moderna para demostrar la importancia del cinetismo en el arte moderno y con ello la importancia de cuatro venezolanos: Jesús Soto, Cruz Diez , Narciso Debourg y Alejandro Otero.
Le tocó el turno a Claudio. Al comenzar sostuvo que dos aspectos de la creación le habían atrapado y de alguna manera modificado su manera de pensar. Citó, para el caso de la pintura, la figura femenina y se enrumbó con una disertación sobre las obras de Miguel Ángel y de Rafael. Se detuvo en Tiziano con La Venus y luego nombró a su alumno Tintoretto, que no se llamaba Tintoretto sino Jacopo Comin y pasó a describir el cuadro El Paraíso con una serie de detalles de los desnudos.
Luego se refirió al Jardín de las Delicias del Bosco, donde apuntó unos trascendentes aspectos de esa pintura, y pasó luego a citar a Velázquez. Allí se detuvo en La Venus del Espejo sobre la cual dijo que, en ese cuadro, estaban los sueños y deseos de la mitad del mundo occidental y entró a las majas de Goya, con unos sutiles detalles de la vida de la época y de la Duquesa de Alba.
Se disponía a continuar cuando fue advertido, muy amablemente, sobre el fin de su tiempo y, entonces, concluyó sobre lo extraordinario de la combinación de la mano y el cerebro para la creación artística.
El moderador, micrófono en mano, se disponía a cerrar el acto cuando un joven, que yo supuse estudiante, pidió, por favor, al profesor Claudio Cedeño que al menos anunciara la otra divinidad creada por la providencia o la naturaleza.
Frente al silencio del auditórium, el moderador algo extrañado concede, sin embargo, tres minutos al ponente. Claudio, después de un breve silencio, dijo «el agua de coco». A unos nerviosos murmullos, mi risa subida de tono despertó el coro de carcajadas, por lo cual el estudiante que había desatado todo el brollo se vio obligado a elevar la voz para pedir que dejaran explicar al profesor Cedeño ese segundo aspecto.
Fue allí donde Claudio narró que en uno de sus viajes a la ciudad de Cabimas en actividades sindicales había terminado con una parranda de ron, cuyos excesos los manifestaba con un «ratón» que le escindía el cuerpo en dos mitades, cada una con un soberano dolor de cabeza.
En esa época, el trayecto de Cabimas a Maracaibo se hacía en una especie de chalana en cuya cubierta un joven con una carretilla trasladaba, en un gran cajón, unos cocos que nadaban en unos pedazos de hielo. Claudio compró uno de esos cocos y en la medida que iba consumiendo el líquido aquellas dos mitades fueron fundiéndose e iba desapareciendo el malestar, de tal forma que al consumir toda el agua de coco había desaparecido la infernal condición producto de la intoxicación etílica. Y culminó con la frase: «Fue una cosa mágica».
En medio de las risas, el moderador dio las gracias a la audiencia por su asistencia. Y yo me felicité por haber presenciado un acto surrealista, absolutamente tropical, de la mano de un genial humorista.
Solo eso quería contarles.
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