Paulina Gamus 25 de septiembre de 2022
Es el
sábado 17 de este mes de septiembre, son las 8 de la mañana y suena mi celular.
Normalmente a las 8 am de cualquier día de la semana estoy dormida, pero los
sábados y domingos estoy hundida en las profundidades de un sueño que disfruto
hasta las 10. Duermo en la vejez todo lo que no dormí desde la escuela primaria
hasta la jubilación parlamentaria.
Sin poder despertarme del todo atiendo la llamada, una voz masculina, educada pero impersonal, metálica, tan experta en esconder intenciones aviesas como podría ser la de Rafael Ramírez diciendo que quiere ser presidente para reconstruir al país que él, con los que ahora lo persiguen destruyó, esa voz me dice que Movistar está cambiando su plataforma para mejorar el servicio y que para esos fines debo enviarle la clave que me llegó por mensaje de texto. Además de medio dormida estoy bastante molesta por la interrupción de mi sueño a esa hora y, ¡cataplum! le doy la clave. No habían pasado diez minutos cuando me llama mi hija: ¡Mamá, te clonaron el teléfono!.
Desde
hacía tres semanas tenía clonado el Facebook y varios amigos de Venezuela,
Estados Unidos de América, Canadá, Colombia e Israel me avisaron que recibían
mensajes míos bastante sospechosos. Esa clonación no me angustió porque en mi
Facebook no hay nada que pertenezca a mi intimidad o a la de mi familia. Pero
la del celular fue fatídica: comencé (comenzaron) a pedir dinero urgente antes
de las 11 am. A una amiga le pidieron $ 400 y estuvo a punto de caer. A otra le
requirieron $ 800 pero en este caso mi amiga investigó y llegó hasta el
presunto nombre del presunto malandro que dirigió la operación.
Cerca
de las 10 de la mañana recibí la llamada de un tipo con acento de recluso de El
Rodeo, quien me dijo: «te transferí Bs.1.500, devuélvemelos». No suelo
decir groserías salvo cuando son inevitables, este caso fue uno de ésos. Al
rato me llamó otro evidente malandrín preguntando si yo era yo y que llamaba
del CICPC, a ése le respondí que yo no era yo porque la que era yo había
muerto. Una amiga me recomendó a un genio del antihackeo quien logró bloquear a
los clonadores pero mi WhatsApp quedó inactivo por unos diez o más días.
Hace
poco, este medio en el que escribo publicó una noticia que reproduzco: «ONU alerta que privacidad en línea está más amenazada
que nunca con programas espía. Aunque supuestamente se despliegan para combatir
el terrorismo y la delincuencia, estas herramientas de espionaje se han
utilizado a menudo por razones ilegítimas, como la represión de las opiniones
críticas o disidentes y de quienes las expresan, incluidos los periodistas, las
figuras políticas de la oposición y los defensores de los derechos humanos,
afirma el informe suscrito por la Alta Comisionada en funciones para los
Derechos Humanos Nada Al-Nashif. El estudio pide el control de estos medios
cibernéticos mediante una regulación eficaz». Cuando leí lo de esta
Alta Comisionada, no supe si reír o llorar: ¿quiénes pueden poner en práctica
regulaciones eficaces sino los mismos gobiernos que cometen todas esas
canalladas con sus programas espías?
Pero
no son sólo los gobiernos los que nos controlan con sus programas espía, muchas
grandes empresas lo hacen. Recordemos cuando el llamado «diputado Armani»,
Pedro Carreño, declaró que la empresa DirectTV nos espiaba por medio de
nuestros televisores. La aseveración produjo una carcajada nacional muy
justificada.
Pero
si el mismo diputado, y conste que en mí no hay ningún animus jodendi,
hubiese esperado unos años y la llegada de esta era de algoritmos, podría darse
banquete acusando a todas las transnacionales del mundo, muchas de ellas
pertenecientes al odiado imperio yanqui, por tenernos constantemente
intervenidos.
Hagan
ustedes la prueba apreciados lectores: tengan a mano su celular y digan que
desean comprar un celular marca X. A los pocos minutos recibirá una publicidad
de esa marca ofreciendo los diversos modelos y precios. Hicimos una vez en una
cena familiar, la prueba con unas famosas galletas. Dijimos que eran imbatibles
y las mejores para hacer postres de chocolate. Enseguida todos quienes habíamos
mencionado el nombre de las galletas recibimos sus mensajes publicitarios.
Cosas
mucho peores suceden cuando nuestra intimidad ha dejado de existir, nuestras
vidas y acciones quedan a la vista del mundo y no existen límites para el uso
delictivo de las redes por quienes se supone deberían combatir el delito.
Por
ejemplo, Georgia Meloni, la candidata a primer ministro de la ultraderecha
fascista en Italia, quien aparece como favorita en todas las encuestas, publicó
en Twitter un video en el que un inmigrante negro (por supuesto) viola a una
mujer de 50 años de edad. La imagen fue captada por las cámaras de seguridad de
la calle donde ocurrió el hecho y lo que era del dominio exclusivo de la
policía se transformó en un video viral y repudiable que pudieron ver millones
de personas. La intimidad de la mujer violada fue expuesta para sumar votos a
la campaña antinmigración de la Meloni. Una serie española en Netflix «Intimidad», tiene
como argumento un caso similar.
En
fin, todos sin excepción vivimos en una especie de cárcel virtual en la que hay
que cuidarse no solo de los estafadores que actúan a sus anchas, sino también
de quienes desde los gobiernos o empresas nos vigilan cada paso y cada palabra.
El único consuelo que nos queda es que quienes nos espían y usan nuestra
intimidad para exponerla también se verán expuestos algún día.
Paulina
Gamus
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