Humberto García Larralde 20 de septiembre de 2022
Uno de los aprendizajes más frustrantes que han tenido que hacer los venezolanos de bien, es que el triunfo de la justicia no se sustenta sólo en tener razón. Me refiero, claro está, a su experiencia ante el régimen de Maduro. Éste ha destruido sus medios de vida, condenando a las grandes mayorías a niveles de miseria desconocidos, con su secuela de muertes por enfermedad y desnutrición. Sus jefes tienen las manos manchadas de sangre por los centenares de manifestantes asesinados, la mayoría jóvenes. Recordemos que Maduro se hizo filmar bailando, en una ocasión, para demostrar que estas protestas le resbalaban. Bajo este régimen, son miles los “ajusticiados” en operativos de los cuerpos de seguridad en zonas populares y fronterizas. Ha sido denunciado reiteradas veces por los organismos más respetados de defensa de los derechos humanos, tanto de la ONU, la OEA, como por ONGs reconocidas, de torturar y dar muerte a disidentes encarcelados, y de cometer crímenes de lesa humanidad contra la población venezolana, con acumulación de evidencias. Tiene una investigación abierta en su contra por la Corte Penal Internacional por este motivo. Bajo su amparo, se han producido las mayores corruptelas de América Latina. Ha pisoteado la soberanía nacional al someterse a los dictados del régimen cubano, permitiendo la intervención de sus agentes en asuntos de seguridad nacional, y a los intereses geoestratégicos e imperiales de Rusia, China e Irán. Y la cosa no para ahí.
Pero,
a pesar de haber obrado tan denodadamente en contra del bienestar de los
venezolanos, Maduro seguía ahí. El acabose fue cuando se hizo “reelegir”
trampeando las elecciones. “Reelegir” al peor gobierno que, por mucho, ha
tenido la Venezuela moderna, representó un contrasentido total, difícil de
asimilar, ya que ofendía los principios más básicos de justicia social y
política. Conforme a cualquier criterio racional, ello jamás debería haber
ocurrido. Con una convicción tan contundente, negarle todo derecho a existir y
hacer presión, tanto con interminables protestas y/o con acciones heroicas como
las de Oscar Pérez, bastaría para que se fuera. “Maduro, vete ya”, resumía esta
actitud. Confiados en que tal convicción era compartida por quienes, desde
otros países mostraban su compromiso con la restitución de la democracia en
Venezuela, muchos creyeron que, más temprano que tarde, se hallarían los medios
para deshacerse de tan nefasto personaje. “Todas las opciones están sobre la
mesa”.
Sucede
que el régimen de Maduro ha evidenciado una resiliencia inaudita frente a estas
consideraciones de racionalidad y justicia. Los venezolanos hemos ido
entendiendo que enfrentamos una fuerza con insospechados recursos para
permanecer en el poder. Y costó aceptarlo, porque estos recursos tienen poco
que ver con los que tradicionalmente caracterizan a las luchas políticas en
democracia. Hasta las dictaduras que asolaron a América Latina el siglo pasado
solían rendirles tributo a ciertos símbolos democráticos para cuidar sus
espaldas –notoriamente mantener el visto bueno del Depto. de Estado de USA—,
mientras hacían desaparecer a quienes luchaban por su restitución y cerraban la
prensa crítica, en nombre de combate contra la subversión comunista. Es decir,
a pesar de sus crímenes y numerosas corruptelas, cuidar las apariencias era un
activo que procuraban no estropear para “legitimarse”.
La
dictadura de Maduro es otra cosa. Su permanencia en el poder se ha valido de la
corrupción abierta de factores decisivos, en primer lugar, de quienes controlan
a la fuerza armada, a los tribunales y, desde luego, a la industria petrolera.
Ungidos de un lenguaje redentor que capitalizó los resentimientos de quienes se
sintieron marginados de los beneficios que presuntamente les correspondían por
ser ciudadanos de un país rico, los “revolucionarios” que tomaron el poder
“justificaron” el desmantelamiento de las instituciones del Estado de Derecho.
Edificaron una realidad alterna en la que lo correcto, políticamente hablando,
se identificaba por su funcionalidad para con la consolidación del chavismo.
Todo criterio independiente de verdad y de justicia fue avasallado por una
moralina que fundamentaba un Nuevo Orden, supuestamente superior. Y encontró
eco en apetencias de poder parecidas de quienes, en otros países
latinoamericanos, se sentían legitimados en la mitología construida en torno a
la revolución cubana, avalada también ahora por la retórica antiimperialista de
Chávez.
Como
lo recogió Milovan Djilas con relación al caso Yugoeslavo, sus dirigentes no
pestañearon en justificar sus privilegios crecientes a cuenta de haberse
sacrificado por la liberación popular. Se sustituían, así, los mecanismos de
asignación de recursos de un capitalismo “decadente”, amparados por un Estado
“burgués”, por aquellos que favorecían la construcción del socialismo. Se
afincaba, en realidad, el régimen de expoliación que en Venezuela conocemos
tanto, sujeto al arbitrio de quienes acapararon el poder, pero cobijado en una
burbuja ideológica que los proyectaba como auténticos herederos del Libertador.
La lealtad y obsecuencia para con el líder indiscutible y con sus acólitos más
cercanos se transformó en la llave que abría oportunidades inusitadas de lucro,
más cuando el petróleo se mantuvo, durante años, en torno a los $100 el barril
en los mercados internacionales. Más aún, el mero disfrute de derechos
ciudadanos dependía de profesar la adecuada lealtad. Se consolidó, así, una
alianza non sancta de intereses comprometidos con el mantenimiento de un orden
fundado en el uso de la fuerza y la instrumentación parcializada del poder
judicial, sustentado en la inobservancia de los derechos humanos, como de los
mecanismos legales de control y de rendición de cuentas, que acabó con las
libertades básicas y llevó al país a la ruina. Y buscó el apoyo de autocracias
diversas a nivel internacional, hermanadas en su enfrentamiento al orden
mundial dominado por EE.UU.
A
pesar de los trágicos destrozos que han infligido al país, quienes ostentan el
poder siguen sirviéndose de las mismas tesis para potabilizar, ahora, la
generación de ingresos provenientes de fuentes que antes tanto denostaban, el
empresariado privado. No obstante los reacomodos que, sin duda, se habrán
producido ante las adversidades que ellos mismos provocaron, su perspectiva
continúa siendo, básicamente, la del mundo al revés que proyectaron para
“legitimar” su “revolución”, pero referida, ahora, a una realidad muy diferente
a la de entonces. En absoluto manifiestan propósitos de enmienda con relación a
la necesaria reposición de garantías mínimas a la inversión y al
emprendimiento, ni al reconocimiento de derechos civiles y políticos sobre los
que descansan la confianza y la seguridad requerida para que éstos prosperen.
Continúan los atropellos de quienes reclaman sus derechos, el acoso o
prohibición de medios de comunicación independientes y el cierre de emisoras.
Desde la impunidad que les regala un poder judicial abyecto, siguen
pontificando contra los “enemigos” de Venezuela. Y se juegan la carta, ahora
arriesgada, de alinearse con el genocida Putin, el gánster Ortega y con la cada
vez más corrompida Cuba, para mantener sus fueros criminales ante quienes los
acusan de violar los derechos humanos, argumentando la autodeterminación de los
pueblos. Ni hablar de su contubernio con la guerrilla colombiana o de sus
alianzas con organizaciones terroristas de Medio Oriente e Irán.
Estos
son los referentes ante los cuales articular una política coherente y eficaz
por parte de la oposición democrática en pro de la superación de la terrible
tragedia que agobia a los venezolanos. El chavo-madurismo sigue contando con
recursos poderosos, notoriamente del apoyo de una cúpula de militares
traidores, cómplices centrales del régimen de expoliación, quienes se creen
dueños del país. Pero se ha visto obligado a moverse ahora ante una realidad
que responde a estímulos diferentes a los que se han acostumbrado a aplicar.
Empiezan a verse las costuras. ¿Podrán encontrar en Petro y, previsiblemente,
en Lula, el refugio que anhelan? Porque el entorno internacional tampoco es el
mismo de antes.
Las
protestas han vuelto a sacudir calles y pueblos. Ante la desidia e
incompetencia de quienes deben responder y los yerros de una política económica
incapaz de estabilizar los precios y el dólar, están los elementos para
construir una fuerza lo suficientemente poderosa, capaz de forzar los cambios
que permitirían un proceso de transición hacia una verdadera democracia. Si
bien es suicida cerrarnos en una postura de “Maduro vete ya”, es ingenuo creer
que, impulsado por las exigencias de reactivar la economía, debamos esperar que
respete, simplemente por las buenas, sus reglas de juego.
Humberto
García Larralde
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