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sábado, 24 de septiembre de 2022

El amargo dulzor de las #caraotasnegras y la discriminación / Miro Popic @miropopiceditor

 


El dilema

La historia de la polarización venezolana es de larga data y comenzó, no con la política, sino con la alimentación. Mucho antes de convertirnos en nación, los primeros grupos humanos que se asentaron en esta geografía llegaron divididos. En oriente se instalaron los comedores de yuca y en occidente los comedores de maíz. Es lo que en antropología se conoce como teoría de la H. El paso de recolectores a sedentarios supuso un proceso de fijación de la tierra y el surgimiento de relaciones sociales jerarquizadas, con la creación de una ideología de poder y el control de los medios de producción. A partir de entonces no nos hemos detenido y hoy una nueva discrepancia nos divide como si siguiéramos en Bizancio buscando el sexo de los ángeles. Esta vez son las caraotas negras. ¿Se comen dulces o saladas? ¿Con azúcar o sin azúcar?

Llevamos varios miles de años comiendo caraotas de manera natural, sencilla, condimentadas sólo con algo de sal, onoto y ají, y unos pocos cientos de años, que no llegan a quinientos, adicionándoles algo de dulce. Y no lo hacemos todos por igual, sólo algunos, dependiendo más de la región donde nos encontremos que del gusto que, como todos sabemos, se adquiere y tiene su propia dinámica. Como dice F. Bellisle, citado por Christian Boudan en Geopolítica del gusto (2004): “Lo bueno y lo malo son, por lo tanto, nociones en gran medida culturales, y participan de un repertorio de sabores que pueden extenderse hasta lo profundamente amargo o hasta lo picante y lo ardiente que produce dolor”. En cocina y en la vida misma, ¿cuáles son las razones para el uso de ingredientes con sabores marcadores, como el azúcar, por ejemplo? ¿O el comino?

El caso de las caraotas negras venezolanas es la síntesis del eterno enfrentamiento entre lo dulce y lo amargo donde la sensibilidad actúa como disposición heredada, pero también impuesta por circunstancias alejadas del gusto y del sabor. ¿Qué sería de lo amargo sin lo dulce? ¿Qué sería de lo dulce sin lo amargo?

La palabra

El Diccionario de americanismos reconoce como venezolana la voz caraota y la describe como:

“Planta herbácea de hasta 4 m de longitud, de tallos endebles, hojas grandes, compuestas de tres hojuelas acorazonadas unidas por la base, flores blancas en grupos axilares, y fruto en vainas aplastadas”.

En Colombia tienen 251 acepciones para designar a los frijoles americanos. Están en el Atlas linguístico-etnográfico de Colombia (ALEC). Entre ellas se incluyen las voces caraota, carauta, caraúta, indicando que son de origen cumanagoto del oriente venezolano, usada también en la Orinoquia colombiana. Para el maestro Ángel Rosenblat, en Buenas y malas palabras, esta es una de las pocas voces indígenas privativas de Venezuela que son de carácter general en el país.

La primera vez que se dejó constancia escrita de la palabra caraota fue en italiano, en la narración de Galeotto Cei, Viaggio e Relazione delle Indie (1539-1553), traducida como carabotas, descritas por el viajero florentino como “una semilla que siembran los indios en las montañas frías o calientes. Las hay de varias clases: como habas pequeñas, algunas redondeadas y otras más grandes un poco aplanadas. Son de diversos colores: algunas todas negras o moradas, otras verdes, o mixtas de todos colores y también grises, blancas y rojas. Es comida pesada de digerir, y amarga, hinchan mucho y son ventosísimas. He visto personas comerlas con tanta avidez, por hambre, que luego casi revientan”.

Juan de Pimentel, en 1578, en Descripción de Santiago de León de Caracas, reseñando la alimentación de los indígenas, habla de frisoles pero también de “carahotas, que son como habas”. Antonio Arellano Moreno, en su Relación Geográfica de Venezuela, cita un documento de 1578 donde consta la presencia de caraotas en El Tocuyo, diciendo que “son a modo de habas de España”. Un escribano en 1585 le dirige al Rey un largo relato de lo que se cultivaba en el valle de Los Caracas, y le habla de la caragota. Por su parte Joseph Luis de Cisneros, en su Descripción exacta de la provincia de Benezuela (sic), de 1764, escribe que la plaza principal de Caracas “es hermosa, y muy bien delineada, con dos fuentes por sus lados, adornada de pórticos, primorosamente hechos, donde se vende diaria, y abundantemente, quanto (sic) comestible da el país; y es abundante en hortaliza y de todo género de vituallas, garbanzos, lentejas, avichuelas cardos, escarolas, remolachas, espárragos, caraótas y zanahorias”.

Lo popular

La incorporación de las caraotas a la nueva dieta que surgió con el intercambio y el aporte hispano fue casi inmediata. Ya los conquistadores traían en sus alforjas habas, garbanzos y lentejas cuyo consumo era habitual en la Europa del Renacimiento. No hubo aquí transculturación, sino una simple sustitución de ingredientes. Según el historiador José Rafael Lovera, en Historia de la Alimentación en Venezuela, en la Provincia de Venezuela, en 1775, el consumo diario de caraotas era de 107,3 gramos por persona, con un aporte de 333 calorías. Hoy ese consumo se ha reducido a 20 gramos por persona/día. No porque no nos gusten, sino porque la mayoría carece de recursos para adquirirlas o para pagar la energía (agua, luz o leña) que acarrea su procesamiento para hacerlas comestibles.

Pedro Núñez de Cáceres, un dominicano que llegó como exiliado a Caracas en 1822, junto a su padre, escribió una Memoria sobre Venezuela y Caracas. En uno de los capítulos dedicado a la comida en Caracas se lee:

“Las caraotas no son buenas ni malas sino por el condimento que les pongan; más no han de faltar en ninguna casa: las usan los ricos, las comen los pobres, los presos y soldados se mantienen con ellas, los esclavos apenas conocen otro alimento. Confieso que me acomodo bien con las arepas, así como siento aversión a las caraotas, porque en ellas contemplo el símbolo inequívoco de la desgracia, de la miseria y de la esclavitud”.

Revisando esos escritos aparecen dos constantes: 1) Fueron consumidas en todos los estratos de la sociedad, tanto la colonial como la republicana. 2) Todos reconocen que se trata de una comida popular, económica. Para José García de la Concha, en un escrito que habla de la Caracas de antaño, “las caraotas negras eran el plato de ley en toda mesa; principalmente, alimento de la pobrecía, las caldúas, las fritas y hasta las re-fritas, siempre fueron inseparables del arroz blanco”. Ramón David León, en su Geografía gastronómica venezolana, dice que “siendo la caraota negra plato eminentemente democrático, el alimento de las clases pobres, sabe penetrar en los comedores de grandes campañillas, y es muy solicitado por los pudientes”. Similar opinión expresa Graciela Schael Martínez en su clásico libro La cocina de Casilda, donde escribe que se trata de un plato de acendrada raigambre criolla y de extraordinario poder alimenticio que goza de la mayor popularidad. “El rico -dice- no desdeña su presencia; la clase media se enorgullece de él y es frecuente verle en la mesa del campesino y del obrero como plato principal, sabiamente condimentado y acompañado de las típicas arepas o hallaquitas de maíz”.

La flatulencia

Un elemento de discriminación con las caraotas es lo que denominan “factor de flatulencia”, debido a sus hidratos de carbono no digeribles, lo que contribuyó al menosprecio por ser consideradas un producto de consumo de las clases bajas.

La flatulencia es un problema común que nos afecta a todos, hayamos o no comido caraotas. Hay una contribución venezolana a su solución por parte de bióloga Marisela Granito, de la Universidad Simón Bolívar, consultora en alimentación y nutrición, colaboradora de diversas publicaciones científicas. Granito logró identificar el microorganismo que genera el efecto. Mediante un truco que no ha revelado, ni tiene por qué, se reducen los componentes del alimento que estimulan la flatulencia. “Estos componentes –dice Granito– son los alfagalactósidos, rafinosa y estaqueosa que, pese a que son hidrosolubles, son muy duros y no se pueden eliminar fácilmente por medio de la cocción”. Una propuesta venezolana que ayudaría a la humanidad, especialmente a aquellos que temen consumir granos por las consecuencias que comentamos y que ahora podrán hacerlo si temor a pasar vergüenza antes los comensales.

En lo político y diplomático, las caraotas también son marginadas, tal como lo encontramos en esta anécdota contada por Rafael Cartay en El pan nuestro de cada día. Dos grandes seguidores de Juan Vicente Gómez, César Zumeta y Laureano Vallenilla Lanz, tuvieron un encuentro en París donde ambos vivieron algunos años cumpliendo funciones para al régimen. Cuando Vallenilla Lanz llegó a París, en 1931, este fue el consejo que recibió de Zumeta: “Siempre he pensado que las caraotas negras, por ejemplo, no inspiran grandes cosas. Al Libertador no le gustaban. En París hay venezolanos que las comen. Creo que las encargan a Caracas y ya ve usted los resultados. Usted va a conocer aquí dos categorías de compatriotas: los amigos del gobierno que no valen nada, y los enemigos, que valen menos. Prescinda de unos y otros. Dedíquese a estudiar, a cultivarse y… suprima las caraotas”.

La primera vez que se dejó constancia escrita de la palabra caraota fue en italiano.

Lo dulce

El azúcar llegó a Occidente con los árabes. Fueron los persas quienes introdujeron el azúcar en la cocina espolvoreando sus blancos cristales sobre arroz, costumbre que luego se fue ampliando a carnes, aves y legumbres. Felipe Fernández-Armento, en Historia de la Comida, cita una carta de 1560 atribuida al médico de Felipe II donde escribe que “hoy no se prepara casi nada para el estómago sin azúcar. El azúcar se añade al hornear el pan y se mezcla con el vino. El agua azucarada mejora en sabor y salubridad. La carne es espolvoreada con azúcar, como el pescado y los huevos. No usamos la sal más de lo que usamos el azúcar”. En la Italia del Renacimiento, la pasta se comía blanca, con azúcar y canela, según escribe Bartolomeo Scappi, cocinero de Pio IV y otros papas, en su obra Opera dell’Arte del cucinare, de 1570.

A finales del Medioevo y en el Renacimiento, prácticamente todos los platos de la cocina europea eran dulces. A medida que se populariza el consumo de azúcar, el gusto de las clases dominantes varía y evoluciona hacia fórmulas menos especiadas, más grasosas gracias al uso de la mantequilla, y se separa lo dulce de lo salado. Esto fue posible gracias a la influencia de la cocina francesa y la tendencia de preservar el sabor propio de los alimentos. Se privilegia lo salado y el servicio dulce se deja para el final, se come a la postre, dando origen al postre y a la cocina del dulce cuyas preparaciones se separan y crean tienda propia.

El uso de azúcar en la comida cumplía una función específica: falsificar los sabores en un mundo donde no existían sistema de refrigeración y la descomposición de los alimentos era implacable. Como lo documenta B. Guégan: “Por todas partes había que disimular y falsificar… el sabor dulce se yuxtaponía al salado, al modo de la cocina española. Se echaba azúcar en las carnes en las que hoy se echa sal; además, se probaban combinaciones que le habrían puesto los pelos de punta al ilustre Carême. Pero el procedimiento más simple y más utilizado para disimular el sabor de las carnes era el empleo de especias”. Los pobres que consumían carnes para nada frescas y de sospechosa calidad, ante los costoso de las especias, recurrían al azúcar que bajó de precio y se popularizó cuando la caña de azúcar prosperó en las nuevas tierras descubiertas.

La caña

La caña de azúcar inició su peregrinar en estas tierras a partir de 1545 y la fundación de El Tocuyo, que dio inicio al poblamiento de la Tierra Firme por los conquistadores. Igual cosa ocurrió en cada pueblo que se fue fundando. Esa modificación del paisaje agrario y de la geografía humana que significó su cultivo, se vio reflejada necesariamente en la cocina y marcó la sazón de lo que comenzó cocinarse de ahí en adelante, llegando a transformarse en expresión cultural gracias a la abundancia de su producción y al significado emocional de su consumo que va más allá de lo fisiológico porque, en definitiva, más que nutrientes, que los tiene, el azúcar es un alimento psicológico, emocional, gratificante. No fue la necesidad de dulzor lo que dio un toque característico a ciertas preparaciones venezolanas, sino la abundante disponibilidad de un producto de prestigio como el azúcar de caña lo que incrementó su demanda al popularizarse el consumo por su bajo costo y su disponibilidad.

Rafael María Baralt junto con Ramón Díaz Martínez publicaron 1841, en París, un ensayo titulado Resumen de la historia de Venezuela, donde dicen: “La abundancia y baratura de los productos de la caña son causa de que en Venezuela se consuma una cantidad de ellos proporcionalmente mayor que en ninguna otra parte del mundo. El guarapo y el aguardiente son las bebidas ordinarias del peonaje, el papelón constituye una parte esencial del alimento del pobre y el azúcar labrado de mil maneras forma siempre el postre en la mesa de los ricos”. Y de los pobres también, porque hasta los esclavos lo comían como si fuera queso. En sus Notas de Viaje 1822-23, Richard Bache dice que “también se encuentra una mezcla de sustancias mucilaginosas y melazas, llamada papelón, al que son muy aficionadas las clases populares, quienes lo comen como queso”. Pal Rosti comprobó en 1857 que “el papelón sustituye en cierto modo al pan”. Friederich Gerstäcker escribió en 1868 que “luego de la carne y el casave, como necesidad igualmente imprescindible, viene el papelón, es decir, el azúcar ordinaria, morena tal y como es reducida a melao y vaciada en hormas”.

El tono dulzón de muchas de las preparaciones venezolanas se transformó en costumbre por la herencia cultural transmitida por las cocineras esclavas que llegaron a cocinarle a sus amos hispanos y por las funciones propias que cumple el azúcar en cualquier cocción.

La diferencia

La literatura culinaria venezolana comienza con el escrito de José Antonio Díaz, de 1861, incluido en el libro El agricultor venezolano, donde, en una sección especial dedicado a la cocina campestre, el autor registra las primeras recetas de lo que llamamos cocina criolla. Esta es la receta de las caraotas:

“Las caraotas y los frijoles se ponen a cocer en agua sola hasta que estén blandos: entonces se le agrega la sal y los aliños, y no antes porque la sal entorpece la cocción y los endurece, los aliños consisten en manteca, y para el gusto criollo un poco de dulce: algunos dientes de ajo pelados y machacados y un ligero picante de pimienta. El ají, tan agradable a los trabajadores, debe evitarse en lo posible por ser muy irritante y, en caso de usarlo, debe ser con mucha moderación. Estas legumbres estarán mucho mejor guisadas de un día para otro”.

El historiador Germán Carrera Damas, en su libro Elogio de la Gula, tiene un capítulo dedicado a la cocina a la manera de Cumaná, donde discurre sobre los platos que eran frecuentes en la mesa materno-paterna, a comienzos de la década de 1940, donde transcurrió su infancia y adolescencia. En el aparte sobre las caraotas negras dice palabras así: “Seleccionadas unas caraotas frescas se limpiaban muy bien, sacándoles basuras, piedritas, granos dañados. Lavadas, se montaban sólo con agua, hasta que ablandacen. Se añadían cebolla, ajo y ají dulce, y se dejaban guisar. Por último, sal, pimienta negra molida y un toque de papelón para darle gusto oriental. Se consideraba casi una aberración comer las caraotas saladas, como los caraqueños”. Carrera Damas escribió esto en 1986 cuando lo presentó como trabajo de incorporación a la Academia Venezolana de Gastronomía. Lo hizo cuatro años después de que su entrañable amigo Armando Scannone publicara Mi Cocina, a la manera de Caracas donde, en relación a las caraotas, de las cinco recetas incluidas, cuatro llevan papelón y una azúcar. Scannone era caraqueño y decía que las caraotas en su casa se hacían con papelón. Carrera Damas es cumanés y estima una aberración el comer caraotas saladas, como los caraqueños. ¿Quién se equivoca? ¿Quién tiene la razón?

Más recetas

En el año de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial apareció el libro de cocina bilingüe inglés-español ¡Buen Provecho! Caracas Cookery, editado Dorothy Kamen-Kaye y la British War Charities, del que luego se hicieron cinco ediciones más, convirtiéndose en el primer best seller de la cocina venezolana. Incluye una receta de caraotas negras donde se lee “1/3 de taza de papelón”. Lo curioso es que en la preparación inicial no se emplea el papelón sino una vez que ya están cocinadas: “Si las caraotas no se sirven todas de una vez, no se les agregan más aliños; estos se añaden cuando se sirven las caraotas. Si se comen enseguida, agréguese el papelón con la sal”. Esto es una constante que se repite en las recetas que incluyen papelón en su elaboración.

En 1975 se publicó en Caracas el libro Anuario de la Cocina Criolla Venezolana, de Álvaro Peñalver, que incluía 376 recetas de la cocina típica venezolana, con cuatro ediciones consecutivas en menos de un año y casi 40 mil ejemplares vendidos en todo el país hasta ese momento. Este Álvaro Peñalver es una persona poco estudiada en nuestra culinaria, pese a su éxito editorial que se prolongó por casi una década. Sus textos los enriquecía con colaboraciones de personas comunes y corrientes, a las que solicitaba una receta típica de la región donde habitaban, a las que prometía pagar, por cada receta seleccionada, 30 bolívares, más 20 bolívares si venían con una foto en blanco y negro y 30 bolívares si venían con una fotografía a color. Eso sí, “debe cerciorarse de que la receta que nos envía, o las recetas, no han sido publicadas en ediciones anteriores de este anuario”.

En la página 131 de la edición de 1976, aparece la receta de las caraotas. Dice así: “Las caraotas se seleccionan de buena calidad, sobre todo que sean blanditas, se escogen para quitarles todas las piedritas y hojitas que tengan. Se lavan bien y se montan al fuego con agua suficiente para que queden cubiertas, se dejan que ablanden antes de ponerle sal pues, de lo contrario, no se ablandan. Cuando ya estén blanditas se le pone la sal y aparte en un sartén con manteca se pone a dorar cebolla picadita y ajo machacado, cuando estén dorados se le agregan las caraotas y se le pone un puntico de comino. Se dejan a fuego lento a que sequen y tomen el gusto del aliño, siempre es bueno dejarles un poquito de caldo, pues así quedan más sabrosas”. Lo dulce aún no aparece. Luego hace la salvedad de que “cuando se quieren freír se pone manteca bien caliente, se saca un poco de caraotas con una espumadera y se ponen a freír, si se quiere con un punto de dulce, se le raspa un poquito de papelón y se mueven mientras se fríen hasta que estén tostaditas y brillantes”.

El dulce en nuestra cocina es producto del aporte hispano y comenzó a desarrollarse desde el siglo XVII. Fotografía tomada de Twitter.

En occidente

Hacia el otro extremo del país, en occidente, encontramos más recetas de caraotas. Impreso en Barquisimeto, en la Tipografía Vogue, desgraciadamente sin fecha, tenemos el libro Así cocina doña Lulú, de la señora Lulú Tamayo, propietaria de la librería Vogue, hermana del gran investigador Francisco Tamayo Yepes. En la presentación, doña Lulú dice que se trata de “un conjunto de recetas de cocina que podríamos llamar populares”. ¿Qué nos dice de las caraotas? Dos recetas, una de caraotas negras y otra de caraotas fritas. Los ingredientes son: 1 kilo de caraotas negras frescas, sal, ajos, cebolla en rama y de cabeza, 3 cucharaditas de aceite, 1 cucharadita de orégano, cominos y pimienta. Luego: “A las 6 de la mañana se montan al fuego y con una paleta de madera se revuelven a cada rato. En caso de que el agua se seque y estén duras las caraotas, se les agrega más agua teniendo el cuidado de que sea caliente. Cuando ya se vean ablandar, se les ponen los aliños y el aceite con el orégano molido. Al estar bien blanditas se bajan del fuego”. Para las caraotas fritas para el desayuno: “Se ponen en una sartén una taza de aceite; al estar bien caliente se echan unos cucharones de caraotas cocidas en la forma anteriormente dicha y se dejan hervir por largo rato, revolviéndolas repetidas veces. Se le ponen unas conchitas de ají verde, un poquito de comino y pimienta. Se comen con queso rallado”. Releo una y otra vez y no encuentro azúcar ni papelón ni la palabra dulce.

Luego está la opinión del historiador y cocinero Juan Alonso Molina, autor de Un bocado del mundo, donde reúne sus principales trabajos sobre gastronomía larense, escritos entre 1994 y 2021. Cuando le pregunté si las caraotas en Lara llevan azúcar o comino, su respuesta fue tajante: “Azúcar nunca, a menos que no sea de aquí o se haya criado en una familia del centro y oriente del país. Comino sí, generalmente sofrito”. En un trabajo anterior, Elogio de la cocina caroreña, publicado en El Informador el 31/08/98, habla de la famosa mantequilla de caraotas del Adelis Sisirucá. Su receta recomienda cocinar las caraotas (previamente remojadas y escurridas) durante hora y cuarto con cebollín al que se le agrega un sofrito, que se hace aparte, con aceite onotado, cebolla, ajo, pimentón, ají dulce, apio España, ajoporro, orégano y sal. En los años ochenta tuve oportunidad de probarla, junto con otras especialidades larenses, cuando conocí a Adelis y su esposa Mercedes, en su restaurante Las Palmitas, en la carretera hacia Lara-Zulia, cerca de Carora. Y no, por ninguna parte encuentro azúcar ni papelón, y eso que estamos en la zona donde comenzó el cultivo de la caña de azúcar.

Leonor Peña, autora de Cocina Tachirense (1996), no las menciona, simplemente no aparecen en esas casi 500 páginas de sabor andino. ¿Por qué? Porque las caraotas negras no eran de consumo cotidiano en la cocina tachirense. Me explica Leonor que ni el ex Presidente Ramón J. Velásquez ni el poeta Luis Felipe Ramón y Rivera las consideran como propias del Táchira. Se consumen muchos granos, cultivados especialmente en Capacho, y los llaman fríjoles, pero las negritas que nos ocupan son de reciente data. Aparecen a partir de 1925 cuando Juan Vicente Gómez construye la carretera Panamericana y rompe el cerco que separaba esa zona del centro del país, y de Caracas especialmente, que luego se amplía bajo el gobierno de Marcos Pérez Jiménez a partir de 1950. Su consumo es contemporáneo y su preparación simple: no llevan ni azúcar ni comino.

En el Zulia las comen saladas y con comino, la receta la pueden conseguir en cualquier buscador si ponen caraotas zulianas. Sólo en Trujillo las caraotas asumen un rol protagónico en las famosas carabinas, como llaman a un bollito de maíz con picante relleno con caraotas saladas, para nada dulces.

Fritas y refritas

La presencia del azúcar en la cocina salada sirve para esconder lo amargo. Esta costumbre comenzó en el Medioevo donde predominaban los sabores fuertes, por las especies, y los sabores ácidos, por el uso de vinagre y agraz. El azúcar cumple la función de enmascarar el amargor y la acidez de otros ingredientes, así como magnificar los aromas de la comida, dándole complejidad, enriqueciendo su percepción organoléptica. Los alimentos sometidos al calor sufren una transformación química que modifica los sabores intrínsecos y producen a su vez nuevos sabores. Este cambio necesita ser controlado pues, si supera las temperaturas recomendadas, se vuelven amargos e incomibles, se producen cambios que llevan a subproductos diferentes al original. En cocina esta transformación se llama reacción de Maillard, en honor al médico francés que la descubrió en 1910.

Todas las recetas consultadas sobre la preparación de las caraotas incluyen dos versiones. Una, guisadas con agua y algunos ingredientes básicos, como ajo, cebolla y sal, etc. Y una segunda que llaman fritas y hasta refritas, partiendo de las caraotas ya guisadas, donde siempre se incluye algo de papelón o azúcar. ¿Por qué? Porque si no se controla bien el fuego o te distraes conversando o revisando el celular mientras cocinas, corres el riesgo de que se queme lo que estás haciendo, que pierdan sus propiedades gustativas, y se transformen en algo incomestible, intragable. Si eso llega a ocurrir, la solución es adicionar azúcar o papelón. Este truco nos llegó con las primeras cocineras y cocineros que vinieron con los conquistadores. Es posible que, a partir de este error, muy común en todas las cocinas -¿a quién no se le ha quemado algo en la cocina?- se haya creado el hábito de comerlas algo dulzonas, generando un gusto que se transformó en tendencia. Esta es una razón netamente culinaria que habría que sumar a otras que tienen que ver con el entorno, la repetición de fórmulas, el deseo, la necesidad, etc. Lo que no sabemos es el nombre del primero al que se le quemaron las caraotas, o la primera.

¿Dulces o saladas?

Esta polarización debe terminar. Durante milenios las caraotas se comieron al natural, solo hervidas, condimentadas con ají y onoto. No hay registro del dulce en la cocina prehispánica por la sencilla razón de que el azúcar era totalmente desconocida antes de la llegada del español. Es errado entonces decir que desde siempre en Venezuela, o parte de ella, las caraotas se han comido dulces, como se lee a menudo en redes sociales. El dulce en nuestra cocina es producto del aporte hispano y comenzó a desarrollarse desde el siglo XVII por las razones que hemos analizado. Es, por lo tanto, herencia colonial.

La penetración del dulce en la cocina venezolana fue paulatina, gradual, mesurada. Se manifestó en tres dimensiones. Primero como complemento de la sal al momento de la cocción, como vimos en la mayoría de las recetas, fórmula que no es exclusiva de las caraotas sino que se aplica en la mayoría de los guisados, desde las hallacas y el pastel de polvorosa a la masa para las empanadas hechas con harina de maíz y hasta en el pan mismo. Al menos, yo lo hago así, dos cucharadas de sal por una de azúcar, para aportar complejidad. Luego como parte del sellado de carnes, en sofritos y en el refrito de cocciones trasnochadas, ya elaboradas, como las famosas fritas y refritas que nos ocupan. Finalmente, adicionada a la preparación ya terminada, servida en la mesa misma, como muchos lo hacen sin siquiera haberlas probado, como se hace también con la sal.

Finalmente está el sentido del gusto para apreciar el sabor que tienen las cosas y la libertad de cada quien para consumirlas como desee. Pero con criterio, respetando la gramática de la cocina. Los puristas como yo preferimos las caraotas saladas. Los soñadores como Yolanda, mi esposa, las prefieren dulces. En cualquier matrimonio esta divergencia sería causal de divorcio. La solución es cocinarlas de manera neutral, equilibrada, sin sabores marcadores dominantes, para que cada quien sazone a su manera. Créanme, funciona. Cuarenta y tantos años juntos lo confirman.

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