Francisco Fernández-Carvajal 26 de septiembre de 2022
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— No desanimarnos por nuestros defectos:
el Señor cuenta con ellos y con nuestro empeño por arrancarlos.
— La ayuda incesante del Espíritu Santo.
— El defecto dominante.
I.
Cuando ya estaba cerca el tiempo de su partida, Jesús decidió
firmemente marchar hacia Jerusalén. Y al entrar en una ciudad de
samaritanos no le acogieron porque daba la impresión de ir a Jerusalén1.
El Señor, lejos de tomar ninguna represalia contra aquellos samaritanos que no
tuvieron con Él las mínimas muestras de hospitalidad, tan arraigadas en
Oriente, ni siquiera habla mal de ellos; no les critica, sino que se
fueron a otra aldea. La reacción de los Apóstoles fue muy distinta.
Santiago y Juan le propusieron a Jesús: ¿Quieres que mandemos que caiga
fuego del cielo y los consuma? Y el Señor aprovecha la ocasión para
enseñarles que es preciso querer a todos, comprender incluso a quienes no nos
comprenden.
Muchos pasajes del Evangelio nos señalan los defectos de los Apóstoles aún sin limar, y cómo van calando en su corazón las palabras y el ejemplo del Maestro. Dios cuenta con el tiempo y con las flaquezas y defectos de sus discípulos de todas las épocas. Pocos años más tarde, el Apóstol San Juan escribirá: El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad2. ¡Se convierte en el Apóstol de la caridad y del amor! Sin dejar de ser él mismo, el Espíritu Santo fue transformando poco a poco su corazón. El tema central de sus Cartas es precisamente la caridad. San Agustín, al comentar la primera de ellas, dirá que el Apóstol en este escrito «dijo muchas cosas, prácticamente todas, acerca de la caridad»3. Él es quien nos ha transmitido la enseñanza de Jesús acerca del mandamiento nuevo, por el que nos distinguirán como discípulos de Jesús4. Junto al Maestro aprendió bien que si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor alcanza en nosotros su perfección5.
También
conocemos por la tradición algunos detalles de sus últimos años, que nos
confirman su desvelo para que se mantuviera la fidelidad al mandamiento del
amor fraterno. Cuenta San Jerónimo que cuando los discípulos le llevaban a las
reuniones de los cristianos –pues por su ancianidad él no podía ir solo– repetía
constantemente: «Hijitos, amaos los unos a los otros». Ante su insistencia le
preguntaron por qué decía siempre lo mismo, y San Juan respondió: «Es el
mandamiento del Señor, y si se cumple, él solo basta»6.
Para
nosotros, que nos vemos con tantos defectos, es un estímulo lleno de esperanza
meditar que los santos también los tuvieron, pero lucharon, fueron humildes y
llegaron a la santidad, incluso a sobresalir, como vemos en San Juan, en
aquello en que parecían estar más lejos del espíritu de Cristo.
II.
Después de Pentecostés, el Espíritu Santo completó la formación de aquellos que
había elegido para que fueran las columnas de su Iglesia, a pesar de tantas
deficiencias. Desde entonces no ha cesado de actuar en las almas de los
discípulos de Cristo de todas las épocas. Sus inspiraciones son a veces rápidas
como el relámpago: nos sugiere en lo más íntimo del alma que seamos generosos
en una pequeña mortificación, que tengamos paciencia ante una adversidad, que
guardemos los sentidos... En unas ocasiones actúa directamente moviendo al
bien, sugiriendo, inspirando. Otras lo hace a través de los consejos recibidos
en la dirección espiritual, de un acontecimiento, de la actitud ejemplar de
otra persona, de la lectura de un libro bueno... Él quiere situar «en el
edificio de mi vida la piedra que conviene colocar en aquel momento preciso y
que es reclamada, digámoslo así, por el plano del edificio, según el estado
actual de la construcción»7,
del gran proyecto que Dios tiene sobre nuestra vida, el cual no quiere llevar a
cabo sin nuestra colaboración. Y todo está ordenado, unas veces permitido y
otras enviado por nuestro Padre Dios, para que alcancemos la santidad, el fin
para el que hemos sido creados y en que consiste nuestra plena felicidad aquí
en la tierra y después, por toda la eternidad, en el Cielo. También el dolor,
el sufrimiento o el fracaso que Dios permite están orientados a ese fin más
alto, que nunca debemos perder de vista: Esta es la voluntad de Dios,
vuestra santificación8.
Dios
nos ama siempre: cuando nos da consuelos y cuando permite la molestia, la
aflicción, el sufrimiento, la pobreza, el fracaso... Es más, «Dios no me ama
nunca tanto como cuando me envía un sufrimiento»9.
Es una «caricia divina» por la que debemos dar siempre gracias. San Lucas nos
habla, en el Evangelio que meditamos, de la firmeza con que Jesús marcha hacia
Jerusalén, donde le espera la Cruz.
San
Juan no cambió en un instante. Ni siquiera después de las palabras de Jesús.
Pero no se desanimó ante sus errores, puso empeño, permaneció junto al Maestro,
y la gracia hizo el resto. Es lo que nos pide Dios a nosotros. Cuando, al pasar
los años, el Apóstol recordara este y otros muchos acontecimientos en los que
se encontraba lejos del espíritu de su Maestro, vendría a su memoria también la
paciencia que Jesús usó con él, las veces que tuvo que recomenzar, y esto le
ayudaría a amar más al que una tarde inolvidable le llamó para que le siguiera.
III. Dios
concedió a San Juan una particular profundidad y finura en la caridad, tanto en
su vida –¡el Señor lo destinó para que se hiciera cargo de su Madre!– como en
sus enseñanzas. Él escribió, movido por el Espíritu Santo, estas palabras
llenas de sabiduría: En esto se conocen los hijos de Dios y los hijos
del diablo. El que no practica la justicia no es de Dios, y tampoco el que no
ama a su hermano10.
Nosotros no debemos desanimarnos por nuestros errores y flaquezas: el Señor
cuenta con ellos, con el tiempo, con la gracia, y con nuestros deseos de
luchar.
Para
combatir con eficacia en la vida interior debemos conocer bien lo que los
autores espirituales han llamado el defecto dominante, el que en
cada uno tiende a prevalecer sobre los demás y, como consecuencia, se hace
presente en la manera de opinar, de juzgar, de querer y de obrar11.
Es aquel que de alguna manera se manifiesta en lo que hacemos, queremos,
pensamos: la vanidad, la pereza, la impaciencia, la falta de optimismo, la
tendencia a juzgar mal... No subimos todos por el mismo camino hacia la
santidad: unos han de fomentar sobre todo la fortaleza; otros, la esperanza o
la alegría. «En la ciudadela de la propia vida interior, el defecto dominante
es el punto débil, el lugar desguarnecido. El enemigo de las almas busca
precisamente, en cada uno, ese punto débil, fácilmente vulnerable, y con
facilidad lo encuentra. Por consiguiente, nosotros también debemos conocerlo»12.
Para esto es preciso preguntarnos dónde tenemos puestos habitualmente nuestros
deseos, qué es lo que más nos preocupa, lo que nos hace sufrir a menudo o lo
que con frecuencia nos lleva a perder la paz o a caer en la tristeza... También
está relacionado con el defecto dominante el mayor número de tentaciones que
padecemos, pues es por donde el enemigo nos ve más débiles y, por eso mismo,
por donde más ataca.
Para
avanzar en la vida interior debemos conocer este punto flaco, y pedir con
sinceridad a Dios su gracia para vencerlo: «Aparta, Señor, de mí, lo que me
aparte de Ti», le repetiremos en incontables ocasiones; junto con la petición
frecuente al Señor, el propósito firme de no pactar nunca con nuestros defectos,
y aplicarles el examen particular, el examen breve y frecuente
sobre ese defecto dominante que se pretende arrancar y sobre la virtud que se
quiere adquirir: «Con el examen particular has de ir derechamente a adquirir
una virtud determinada o a arrancar el defecto que te domina»13.
En la dirección espiritual encontraremos una formidable ayuda para mantener
esta lucha esperanzada hasta el final de nuestros días.
En
María, nuestra Madre, encontraremos siempre la paz y el gozo para caminar hasta
el Señor, pues «nuestra andadura ha de ser alegre, como la de la Virgen; pero
como la de Ella, conociendo la experiencia del dolor, el cansancio del trabajo,
el claroscuro de la fe.
»Marchemos
de la mano de María, la llena de gracia. Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu
Santo le han colmado de dones, han hecho una criatura perfecta; es de nuestra
raza y tiene por misión repartir solo cosas buenas. Más. Ella se nos ha
convertido en vida, dulzura y esperanza nuestra.
»María,
la Madre de Jesús, “signo de consuelo y de esperanza segura” (Conc. Vat. II,
Const. Lumen gentium, 68), marcha por la tierra Iluminando con su
luz al Pueblo de Dios peregrinante.
»Ella,
nuestra Madre, es el camino, la senda, el atajo para llegar al Señor. María
llenará de alegría nuestras labores, nuestras tinajas, nuestros andares»14.
1 Lc 9,
52-56. —
2 1
Jn 4, 8. —
3 San
Agustín, Comentario a la Primera Carta de San Juan,
prólogo. —
4 Cfr. Jn 13,
34-35. —
5 1
Jn 4, 12. —
6 San
Jerónimo, Comentario a la Epístola a los Gálatas, III, 6.
—
7 J.
Tissot, La vida interior, Herder, 16ª ed., Barcelona 1964,
p. 287. —
8 1
Tes, 4, 3. —
9 J. Tissot o. c., p.
293. —
10 1
Jn 3, 10. —
11 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, La tres edades de la vida interior, vol.
I, pp. 365 ss. —
12 Ibídem,
367. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 241. —
14 J.
Urteaga, Los defectos de los santos, Rialp, 3ª ed., Madrid
1982, pp. 380-381.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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