Los hijos de Hebe de Bonafini desaparecieron en 1977. Desde entonces encabezó la Asociación Madres de Plaza de Mayo, el movimiento de mujeres que comenzó a buscar a sus hijos desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar, convirtiéndose un personaje crucial de la Argentina.
La pequeña habitación sin ventanas apenas puede contener la cantidad de imágenes que cuelgan de sus paredes. Ahí dentro sólo hay espacio para un escritorio, tres sillas y un modular. Alrededor, al menos un centenar de fotos muestran a la mujer de pañuelo blanco en la cabeza abrazada a Fidel Castro, conversando con el subcomandante Marcos, riendo con Yasir Arafat, acompañando en un acto a Lula Da Silva, posando junto a Evo Morales, susurrándole al oído a Néstor Kirchner. Pegados con cinta scotch se cuelan dibujos de niños —uno que le hizo la hija de Hugo Chávez, en el que se ve una nena pintada de muchos colores que dice: “Hebe hace mucho que no te veo”—, cartas escritas de puño y letra, fotos sin enmarcar. Fotos de su papá, de su mamá, de su hermano, de su hija, de la Plaza de Mayo.
—Yo aprendí a hablarle de igual a igual a cualquiera. Para mí no existen reyes ni príncipes —dice la mujer del pañuelo blanco, que ahora lleva el pelo canoso peinado cuidadosamente con una raya al medio.
Sobre su escritorio hay una vieja radio de mano, un reloj con la imagen de la expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y una pequeña agenda abierta, apoyada sobre la biografía del papa Francisco. Al lado, el teléfono celular que empezó a usar hace pocos meses y todavía no entiende bien cómo funciona.
—El otro día le mandé un WhatsApp a Francisco diciéndole que no reciba a unos sindicalistas que querían verlo, que son unos fachos. No les voy a decir quiénes eran, pero no los recibió. Bueno, no perdamos tiempo. Hoy les puedo dar una hora.
La mujer, a punto de cumplir noventa años, habla acelerada y golpea sus pies contra el piso. En esta fría mañana de mayo viste una remera roja, un saco rojo, un pañuelo rojo, las uñas y los labios finos pintados de rojo. Está sentada en una silla gris acolchada de respaldo alto, desde la que todos los días da indicaciones a su secretaria, recibe a quienes la visitan —periodistas, dirigentes políticos—, duerme siestas de veinte minutos y graba videos con mensajes que se viralizan en las redes sociales.
—¡Sofi, arreglá para que vengan los chicos de audiovisual, que quiero filmar algo! —le grita a su secretaria, una chica de treinta y pico, de buzo y jeans, que está en la habitación contigua.
En un rato, se pondrá frente a la cámara y le dirá a los jugadores de la selección argentina de fútbol que no jueguen el partido amistoso contra Israel en Jerusalén: “Van a matar a más palestinos, y ustedes van a cargar con esa culpa”.
La pequeña oficina está ubicada a tres cuadras del Congreso de la Nación argentino, en el interior de la sede de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, el movimiento de mujeres que comenzó a buscar a sus hijos desaparecidos durante la última dictadura cívico-militar argentina, y que ella preside desde 1979. Desde ese lugar, cada mañana, Hebe de Bonafini se acomoda en su silla y le da órdenes al mundo.
En 1977 tenía 49 años y la vida que había soñado: una casa con patio en las afueras de la ciudad de La Plata —la capital de la provincia de Buenos Aires—, donde cocinaba y cuidaba sus plantas, un matrimonio con el novio de su adolescencia y tres hijos por los que sentía adoración. Por momentos, en medio de esa felicidad doméstica en la que transcurrían sus días, también se le aparecía un extraño presentimiento. La acechaba la sensación de que algo terrible tenía que pasarle. Ese presagio se desató con ferocidad. Sin preámbulos. Una estocada de horror y muerte detrás de otra.
El 9 de febrero su hijo Jorge, de 26 años, estudiante de Física en la Universidad Nacional de La Plata y militante político, fue secuestrado de la casa familiar por un grupo de militares. Dos semanas después, mientras ella recorría comisarías, juzgados, morgues y psiquiátricos buscándolo, su único hermano, Walmer, murió de un cáncer que le habían diagnosticado hacía poco tiempo.
En diciembre, en medio de una reunión sindical, Raúl, su segundo hijo, fue secuestrado. Tenía 24 años, era estudiante de Ciencias Naturales y también militante político, y ya había pasado a la clandestinidad después de la desaparición de Jorge.
Cinco meses después, María Elena Bugnone Cepeda, la compañera de Jorge —a quien Hebe quería como una hija más— fue desaparecida por un grupo comando en un bar de Lomas de Zamora, un suburbio de la provincia de Buenos Aires.
El plan de exterminio sistemático llevado a cabo por la dictadura militar que rigió en Argentina desde el 24 de marzo de 1976 hasta diciembre de 1983, en donde la desaparición forzada de personas y la tortura fueron los mecanismos privilegiados de acción, le había arrancado su vida para siempre.
Lo que vendría después sería la transformación compulsiva de una ingenua ama de casa en una controvertida líder política que simbolizó la lucha por los derechos humanos alrededor del mundo. Una mujer que desde la Plaza de Mayo denunciaría el terrorismo de Estado durante el gobierno militar y la complicidad civil en los sucesivos gobiernos democráticos, y que reclamaría una y otra vez “aparición con vida y castigo a los culpables”. Una mujer que sería escuchada en los cinco continentes, que le daría consejos a los líderes políticos de la centroizquierda latinoamericana del siglo veinte y que festejaría luego de los atentados a las Torres Gemelas por considerarlos un golpe al corazón del capitalismo. Una mujer que, por ejemplo, aseguraría públicamente sentir “un amor enorme” por Fidel Castro, que llamaría “hipócrita y mentiroso” al magnate George Soros, que definiría como “indispensable” al expresidente venezolano Hugo Chávez y como “un gran hijo de puta“ al expresidente colombiano Álvaro Uribe. Una mujer que fundaría una universidad nacional, un periódico, una radio, una editorial, un centro cultural y una librería, que construiría cientos de viviendas sociales y que luego, en una causa abierta desde 2011, sería procesada por malversación de fondos públicos. Una mujer que subiría al escenario como invitada de Sting y de U2 y que muchos años después sería el blanco de un grupo de Facebook de más de once mil seguidores llamado “Detesto profundamente a Hebe de Bonafini”. Una mujer que entre cientos de distinciones sería tres veces candidata al Premio Nobel de la Paz con la Asociación que preside, doctora honoris causa por la Universidad de California, por la Universidad de Bolonia, premio unesco “de Educación por la Paz”, premio Sajarov “a la libertad de pensamiento” del Parlamento Europeo, premio “René Sand” a la contribución por los Derechos Humanos de Berlín. Una mujer cuyas palabras y acciones despertarían las dimensiones más profundas de admiración y de odio de un país entero. Esa mujer, Hebe de Bonafini, no podría haber estado nunca en los planes de nadie.
—Para hacer una semblanza mía tienen que empezar por mi pasado —dice en su oficina, y cierra la bolsa de chipá que hay sobre el escritorio—. ¿Les pasaron el dato de que me gustaban? No hacía falta que traigan nada. Muchas gracias, me los guardo para después.
Hebe María Pastor de Bonafini nació el 4 de diciembre de 1928. Le decían Kika. Fue precoz: a pesar de tener asma, caminó a los diez meses y empezó a hablar poco tiempo después. Le encantaba ir a la escuela, aunque no pudo terminar el primario porque en su familia no tenían plata para pagar el pasaje de colectivo. Se crió en el barrio El Dique, un suburbio pobre en las afueras de La Plata. Allí se mezclaban el olor espeso de la destilería de petróleo de YPF —en la que trabajaba su padre, Francisco Bonafini—, la leche recién ordeñada y la podredumbre que se acumulaba en los zanjones. En el fondo de su casa, detrás de un patio hecho con baldosas que habían recolectado de la calle, vivía Catita, su abuela materna.
—Era más feminista que todos nosotros juntos.
Catita había sufrido el rechazo desde su nacimiento: como su padre quería un varón, de pequeña la puso en un cajón para hacerla pisar por un caballo, pero sobrevivió. Cuando cumplió 14 años, la regaló a un carrero, que tenía 38, que se casó con ella y la embarazó.
—Por su edad no sabía ni cómo se tenía un hijo. Tuvo todos los hijos, uno atrás de otro, y el tipo empezó a verduguearla. Ella se fue a la calle sin tener nada. Se construyó un ranchito. Era muy prolija, muy limpia. Como la calle era de barro, para salir había hecho un camino con latitas de conserva, parecía de bronce el camino. Se la aguantó sola toda la vida. De ahí vengo yo.
Hebe de Bonafini habla con tono didáctico, como una maestra que cuenta un cuento, pero una de esas maestras a las que los alumnos no se animan a interrumpir. Sus ojos —por momentos grises, por momentos celestes— se clavan en los dos periodistas que tiene enfrente.
—Mi padre era el típico trabajador explotado y contento con su condición. Mi madre era una mujer sufrida que hacía los moños para los sombreros de los ricos —dice y enarca las cejas. Sobre la izquierda, un lunar protuberante interrumpe su frente arrugada—. A mí me decían “niña regadera”, porque hablaba todo el tiempo, preguntaba, intervenía. Antes se acostumbraba que a los chicos, cuando estaban los mayores, se los mandaba afuera. Y yo me metía, quería saber todo, lo que se contaba y lo que no.
Cuando tuvo que dejar la escuela, su madre, Josefa Bogetti, la llevó a estudiar costura. No le gustaba, pero terminó armando una cooperativa familiar de ponchos y sweaters. Por esos años, también, la mandaron a estudiar baile español con castañuelas.
—Había una profesora que enseñaba a tocar y a bailar con una mano, porque había quedado mal de un accidente, entonces el otro lado del cuerpo no lo movía… —se tapa los ojos, intenta contener la risa—. Ya de chica era tremenda yo, me daba cuenta que estaba mal, pero me reía. Mi mamá me decía que no me podía reír, que era una enfermedad. Pero yo se lo cuestionaba: “Me da risa que no pueda mover una pierna y la otra sí”.
—¿Fuiste mucho tiempo?
—No, pero mirá lo que pasa después. En el ochenta y pico, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre cumplía cincuenta años. Invitaron a un montón de gente, un acto muy grande, y bueno, bailaban unas chicas hermosas, muy bien vestidas, pero bailaban como esta mujer que se llamaba Isabel Victorero, mirá cómo me acuerdo hasta el nombre. Yo estaba sentada al lado de Porota, una de las Madres, y le dije “ay, Porota, si yo no me equivoco esta mujer que les enseñó fue la misma profesora de mi barrio, que tenía parálisis”. Nos empezamos a reír, no te cuento, ¡no puede ser! ¡Apareció la profesora, más vieja, más revieja que nosotras, con el abanico en la misma mano! Y las chicas bailando… ¿cómo la familia no se da cuenta que la hija no puede ir a bailar con una chica que es discapacitada? Por más que te dé lástima, ¿no?
En su oficina, ochenta años después, Hebe de Bonafini se vuelve a reír como si hubiese aparecido, ante esos ojos de niña que jugaba con los límites, aquella misma profesora. Después se acomoda en su silla y llama a su secretaria.
—Querida, preparales a los chicos una bolsita con algunos de los diarios de las Madres que quedaron para que se lleven, así salteaditos. ¿El libro de Gorini no lo tienen? Bueno, el de Gorini, el de Cocinando política y el de mis discursos. Si van a traer fotógrafo, que sea natural, porque yo no poso. Podemos tener tres encuentros. Dos acá y el último en mi casa. Sigamos.
“Ella siempre tuvo una personalidad avasallante, muy fuerte, con los conceptos muy claros y de saber lo que quiere. A veces es dura, tiene la dureza del dirigente, pero vos decís ‘por algo será’. Empezás a analizar sus reacciones y eso siempre te da una educación o una sapiencia que uno no tenía. Y aunque parezca muy raro es una persona muy dulce: así como la ves, autoritaria y mandona, es una mujer de mucho sentimiento. Aparte es muy directa, no es falsa. Ella está hablando con vos y te dice ‘esto es así’. Es como cuando tu mamá te reta. ¿Vos qué hacés? Le decís ‘Sí, mamá’. Lo que sucede es que ella tiene el coraje de decir lo que una no se anima”, dice Evel Beba de Petrini, 82 años —el pelo rubio revuelto se asoma de su pañuelo blanco atado a la cabeza—, secretaria de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, sobre Hebe de Bonafini.
Con 14 años, Hebe tenía una aspiración máxima: construir una familia. Cobijando ese deseo, se puso de novia con Humberto Bonafini, su vecino en el barrio El Dique, que siete años después se convertiría en su marido. Se mudaron al fondo de la casa familiar para tener a su primer hijo. A los 15 días de enterarse de que estaba embarazada, ella empezó a tejer para su futuro bebé: le hizo más de cien pares de escarpines y cuarenta y cinco batitas. El 12 de diciembre de 1950 nació Jorge Omar. A los dos años decidieron tener otro hijo. El 3 de julio de 1953 nació Raúl Alfredo. Mientras amamantó a Jorge y a Raúl, también amamantó a otros dos chicos del barrio cuyas madres no tenían leche para darles. Doce años después, el 30 de agosto de 1965, nació María Alejandra. Para ese entonces, Hebe había establecido su casa como centro de reuniones. Todos los amigos de sus hijos pasaban por ahí, dormían ahí, dejaban sus cosas ahí —la batería que no les dejaban tener sus padres, la ropa para salir de noche—. Ella conocía todos sus movimientos. En la facultad, cuando sus hijos empezaron a militar, aunque no entendía mucho de qué se trataba, los apoyó.
—En mi casa yo me despertaba y a veces había cuatro o cinco personas durmiendo en el piso. Los chicos tenían ese permiso, la casa era de todos, eso estaba acordado con mi marido.
Su hijo Jorge, para uno de sus cumpleaños, le regaló Bomarzo, la novela de Manuel Mujica Lainez. Ella la aceptó, pero mientras la leía le dijo a Raúl, su otro hijo: “¿Transcurre en Italia? ¡No entiendo un carajo!”.
—¿Por qué creés que ante la desaparición de sus hijos, muchas de ustedes se convirtieron en luchadoras y tantas otras no?
—Yo creo que la diferencia fue conocer a los hijos. Conocerlos bien. Nosotras no podríamos haber hecho otra cosa que todo lo que hicimos. Cuando vos no los conocés, cuando no te preocupa lo que hace tu hijo, a dónde va…. Bueno, chicos, hoy no tengo más tiempo —dice, de pronto, y empieza a pasar las páginas de su agenda mirando las fechas—. Vuelvan dentro de un mes.
—Hebe era una mujer que estaba destinada a lo mismo que millones de mujeres: a vivir y a morir en el anonimato —dice el abogado, historiador y periodista Ulises Gorini en una oficina en lo alto de un edificio del microcentro porteño, donde funciona la revista argentina Acción, que dirige desde 2005.
Autor de los libros La rebelión de las Madres (2006) y La otra lucha (2008), que desandan los inicios de las Madres de Plaza de Mayo a través del periodo 1976-1986 —dos tomos voluminosos publicados por Editorial Norma y luego por la Biblioteca Nacional—, Gorini pasó largas jornadas entrevistando a Hebe de Bonafini. Ese trabajo, dice ahora, lo llevó a reconocer en ella una personalidad “compleja y fascinante”.
—Hebe es como los versos de Walt Whitman: “¿Que yo me contradigo? / Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? / Yo soy inmenso, contengo multitudes”. Es una persona contradictoria, y que no tiene problemas en manifestar esas contradicciones. A los 49 años, cuando la mayoría empieza un declive en su personalidad, a ella le desaparecen a sus hijos y empieza a transformarse. Ese impacto la hace ir rompiendo con muchos moldes, barreras y creencias de su vida anterior, que voló en pedazos.
La implosión de esa personalidad anónima comenzó a incubarse en la futilidad de interminables trámites que la hundían en un vacío cada vez más doloroso. El silencio era la única respuesta a las preguntas por sus hijos. Entonces dejó de ser Kika en el barrio. Dejó de ser Hebe María Pastor de Bonafini para cualquier papel que reclamara su nombre completo. Decidió usar el apellido de su marido y de sus hijos como si fuera propio. Desde ese momento, Hebe de Bonafini empezó a reconocer rostros: rostros devastados de otras madres, madres desesperadas que sólo sabían preguntar por sus hijos. En uno de los trenes que la llevaba de La Plata hasta la ciudad de Buenos Aires, uno de esos rostros le dijo que desde hacía cinco meses buscaba a su hija embarazada de 24 años. Le comentó, casi en susurros, que la semana siguiente se juntaría con otras mujeres en la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno.
—Todo ocurrió por su propia capacidad de aprendizaje. Ella funciona como una esponja: absorbe, absorbe —dice Gorini—. Es una voluntad de aprendizaje impresionante, un rasgo de casi todas las Madres, que fueron una élite, un pequeño grupo que se enfrentó a todos los poderes sin más armas que sus palabras. En el caso de Hebe, esos rasgos aparecen con una fuerza e intensidad inusitada.
Eso que ocurrió, eso que mantiene a Hebe de Bonafini en el centro de la escena política de la Argentina desde hace cuarenta años, podría resumirse en la incógnita que se resuelve al final de una fría ecuación matemática. La monstruosa cifra de desaparecidos que dejó la dictadura cívico-militar argentina asciende a más de treinta mil. Sólo hubo tres mil quinientas Madres de Plaza de Mayo a lo largo de toda la historia de la organización. Sólo una se sostuvo siempre al frente de ese movimiento.
El frío le gana al otoño en el último día del mes de mayo de 2018. Minutos antes de las 15:30, Hebe de Bonafini llega a la Plaza de Mayo en la camioneta que transporta a las Madres, para encabezar una nueva marcha alrededor de la Pirámide de Mayo, como lo hace cada jueves desde que comenzaron a encontrarse allí, el 22 de abril de 1977.
“¡Circulen, señoras, circulen! ¡Hay estado de sitio y acá no se pueden quedar!”, les ordenó un grupo de policías uno de esos primeros jueves, cuando ellas ya eran más de setenta, mientras las cercaban con sus bastones. Para ese momento, un grupo de Madres habían sido secuestradas por el gobierno militar y luego arrojadas vivas al mar desde aviones, en los “vuelos de la muerte”, una de las formas de exterminio perpetradas por la dictadura. Comenzaron a circular de a dos, tomadas del brazo, rodeando la pirámide del centro de la Plaza, convirtiendo esa marcha lenta y silenciosa en la imagen con la que serían reconocidas en el mundo entero.
—Hoy les vamos a presentar a un personaje que vive en la Casa de Gobierno, pero que hemos logrado sacar un ratito —dice Hebe desde el micrófono, una vez que se acomoda en una silla de plástico, dos mil noventa y cuatro marchas después de aquella primera marcha.
Está sentada debajo de un gazebo donde se venden desde bolsos hasta llaveros que llevan inscripciones de las Madres de Plaza de Mayo. Lleva puestos anteojos de sol, un sobretodo gris que la cubre hasta las rodillas, una bufanda al tono, los labios pintados de rojo y el pañuelo blanco atado a su cabeza. La gente se le acerca y le pide fotos, autógrafos y dedicatorias. A la marcha de hoy se sumaron algunos diputados nacionales y provinciales, el sacerdote Francisco Paco Oliveira —del Grupo de Curas en Opción por los Pobres—, y Sergio Maldonado —hermano de Santiago Maldonado, desaparecido el 1 de agosto de 2017 durante una protesta mapuche, y hallado muerto el 17 de octubre de ese año—. Todos marchan detrás de una bandera que reza “41 años pariendo memoria y futuro”. Ella los mira sentada: la diabetes que se le disparó hace casi veinte años se ha recrudecido en el último tiempo y le cuesta demasiado caminar.
—Vengan, acompáñenme hasta las rejas —les pide.
Días atrás, el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires levantó una hilera de rejas dentro de la plaza, una línea divisoria de hierro que la separa de la Casa Rosada. Hebe había asegurado, refiriéndose al gobierno nacional, que esas rejas “dejaban a los gorilas adentro” (en Argentina, la palabra gorila se usa para referirse a los antiperonistas). Ahora llama a un asistente para que le alcance a “Machirulo” (una palabra de la jerga feminista que define a alguien entre “machista” y “chulo”, y que hace unas semanas usó la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner para referirse al actual presidente Mauricio Macri). Entonces le traen un inmenso gorila de peluche, comprado en un cotillón a pedido de ella. Es casi de su misma altura. Hebe se para, deja por un momento el andador con el que camina, lleva el peluche hasta las rejas y lo encadena. Luego le tira algunas cáscaras de bananas y maníes.
—Ya saben quién es, ¿no? Nuestro presidente. Se cree que es un rey y es un reverendo sorete —dice y vuelve a su silla.
Si pudiera elegir, se quedaría un rato ahí, sin que le hablen. Siempre que da un discurso le sucede lo mismo: después de hablar, siente que la gente le chupó toda la energía, que ha quedado vacía. Pero en cuestión de segundos está rodeada de personas que quieren sacarse fotos o abrazarla. Y ella siente que no puede pedirles que la entiendan ni que la dejen sola.
Mañana, Hebe de Bonafini, las Madres y “Machirulo” saldrán en la tapa de todos los periódicos del país.
—Yo le tomé el primer testimonio cuando desaparecieron a sus hijos. A primera vista, me llamó la atención que era una mujer linda, muy arreglada, clásica, de trajecito.
En un primer piso del barrio de Belgrano, una de las las zonas más adineradas de la Capital Federal, Graciela Fernández Meijide, de 87 años, se deja caer en un sillón blanco.
—Nunca tuvimos una buena relación con Hebe —dice, el pelo blanco eléctrico, el ceño fruncido—. Cuando empezamos a trabajar juntas, yo ya veía que ella trabajaba para que las Madres fueran solas, no para sumar.
Entre 1993 y 2001, Fernández Meijide fue diputada nacional, senadora nacional y ministra de Desarrollo Social en Argentina. Pero antes de todo eso fue una madre con un hijo desaparecido. En octubre de 1976 los militares secuestraron a Pablo, de entonces 17 años. Pocos meses después ella se unió a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (apdh), una de las primeras ong que canalizó las denuncias de familiares de desaparecidos durante la dictadura. Los otros organismos que surgirían en esos años serían el Centro de Estudios Legales y Sociales (cels), el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, el Movimiento de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas y Sociales, y las Abuelas de Plaza de Mayo.
—Lo que pasaba era que las consignas más duras y la movilización salían de Hebe, entonces ella tenía mucha fuerza. Te chantajeaba con eso, siempre quería el primer lugar en las marchas. El impulso de ella era decir: “El que no está de acuerdo conmigo es el enemigo”.
En medio de la inauguración del Mundial de Fútbol de 1978 —celebrado en Argentina en el momento más álgido de la dictadura militar—, las Madres marchaban en la plaza y un grupo de periodistas holandeses le daba dimensión global a sus reclamos. La cúpula militar, por su parte, fogoneaba la idea de que sólo se trataba de un grupo de “locas”. En el centro de ese escenario, las palabras e ideas que surgían de la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo, conformadas finalmente como Asociación el 14 de mayo de 1979, se volvían cada vez más filosas, viscerales, intransigentes.
“La prohibición no nos afecta, porque ésta no es una marcha política, ésta es una marcha de dolor”, le contestaba a un comisario cuando un jueves de 1978 quiso sacar a las Madres de la plaza, sosteniendo que no se podían realizar marchas políticas. “No queremos que la institución [las Fuerzas Armadas] sea juzgada: [queremos que se juzgue] hombre por hombre, militar por militar, marino por marino, policía por policía. A quien sea”, le decía al periódico La Voz en una entrevista en 1981. “Nosotras somos las únicas madres paridas por sus propios hijos. Ellos nos enseñaron todo”, repetía incansable en esos primeros discursos enardecidos que a fines de los setenta daba en el centro de la Plaza de Mayo.
—Me acuerdo que en esa época queríamos consensuar un comunicado y ella no quería poner ni a los presos políticos, ni a los sindicatos, ni que se usara la palabra pueblo. Ella decía: “El pueblo nunca nos acompañó, siempre estuvimos solas. Los sindicatos son traidores. Los presos políticos tampoco, por algo se salvaron”. Lo cual era muy duro, quería decir que habían entregado gente. Yo le dibujaba en un pizarrón y le decía “vos estás acá, y nosotros con vos buscando más gente para presionar. Pero parece que vos querés ir sola”. Yo siempre dije que ante un autoritarismo tan brutal como el de aquella dictadura, era lógico que el emergente fuera alguien tan autoritario. Fue natural. Hebe era la más autoritaria de todas.
Es una mañana soleada de junio. Hebe de Bonafini hoy tiene programada una entrevista de una hora y media con periodistas de Corea del Sur para un documental sobre derechos humanos y una charla en su oficina con Axel Kicillof, ministro de economía durante la gestión de Cristina Fernández de Kirchner. También pagará los sueldos de los colaboradores de la Asociación, preparará el programa que los miércoles conduce en Radio Caput y tratará de conseguir, por teléfono, que una empresa lleve una donación de leche hasta un comedor infantil. Pero para todo eso falta.
—Empecemos, no perdamos tiempo —dice, sentada en su silla.
—Hace unas semanas te vimos con “Machirulo”, ¿fue idea tuya?
—Todo lo que pasa acá es idea mía.
Hoy lleva puestos unos anteojos de marco violeta, un poncho violeta, los labios pintados de rosa, un anillo grande con una piedra negra, la mirada intempestiva.
El abanico de ideas que brotaron de su cabeza, en estos últimos años, incluye pintar con flores coloridas las paredes de la ex Escuela de Mecánica de la Armada —el mayor centro clandestino de detención, tortura y exterminio durante la dictadura—; tomar la Catedral de Buenos Aires e improvisar detrás del altar mayor un baño con baldes, cartones, chapas y trapos; mandar a construir esculturas de José de San Martín, Manuel Belgrano y Mariano Moreno con tanques de guerra y armas en desuso; y marchar contra la aprobación del último presupuesto nacional portando máscaras antigás. Por momentos, la cabeza de Hebe de Bonafini parece la de una performer disruptiva, pero que jamás se interesaría por el arte contemporáneo.
—Cuando estoy enojada, dibujo. El otro día estaba pensando en una respuesta que tenía que dar, una bronca que tenía, y salió esto —dice y muestra una hoja con un payaso hecho con lápices de colores—. Lo hago para descargar, se lo recomiendo a todas las Madres.
Sin el pañuelo blanco, su cara es un paisaje incompleto. Las Madres de Plaza de Mayo comenzaron a usarlo cuando peregrinaron a la Basílica de Nuestra Señora de Luján en 1977 y, para reconocerse en el camino, llevaron puestos los pañales de tela de sus hijos atados en la cabeza. Luego los pañales mutaron en pañuelos y se convirtieron en la insignia de su lucha. Aparecerían dibujados en calles, veredas, paredes y plazas. También pintados alrededor de la Pirámide de Mayo, donde marchan cada jueves.
—¿Por qué algunos organismos de derechos humanos las llaman rondas y vos las llamás marchas?
—Siempre fueron marchas.
—Pero los que les dicen rondas…
—La gente les dice rondas porque es una manera de bajarle el nivel. Y todos los que no nos quisieron les dicen rondas. Las Abuelas les dicen rondas. Son cosas diferentes. Porque rondar es rondar sobre lo mismo. Y marchar es marchar hacia algo.
Las Abuelas de Plaza de Mayo, presididas por Estela de Carlotto, son un grupo de mujeres que desde 1977 buscan a sus nietos desaparecidos durante la dictadura.
—Nuestra diferencia con las Abuelas siempre fue esencialmente de clase. Al principio salimos a denunciar todas, pero después nos empezamos a dividir. Las que menos teníamos arriesgábamos más, las otras se cuidaban. En todo sentido se cuidaban: para ir a una embajada había que ir antes a la peluquería. A mí me decían “vos no hables, no sos didáctica”. Si vos mirás todas las marchas, si ves alguna de la clase alta adelante te doy un premio. Hay diez mil fotos: nunca estaban adelante, siempre íbamos nosotras adelante, las más pobres.
—¿Cuál fue la marcha más difícil en todos estos años?
—En las marchas nos llevaron, nos pegaron, nos metieron presas, nos tiraron gases lacrimógenos, nos pasó de todo, pero la más difícil fue la primera Marcha de la Resistencia.
El 10 de diciembre de 1981, las Madres de Plaza de Mayo decidieron pasar veinticuatro horas seguidas marchando en la plaza como símbolo de resistencia. La lluvia comenzó poco antes de que cayera la noche. Les apagaron todas las luces de la plaza. De a ratos, algunas debían desprenderse del grupo para buscar un baño en los alrededores. El resto seguía marchando en la oscuridad y el silencio. Trescientos policías comenzaron a hostigarlas en esa soledad inconmensurable. Nada las frenó en su caminata.
—Se nos ampollaron los pies, no nos cuidamos, no sabíamos que había que llevar dos pares de zapatos, hacerse masajes, nosotras sólo caminamos hasta que nos quedaron los pies hechos pedazos.
—¿Qué sentiste esa noche?
—Eso no se los voy a contar porque son cosas muy personales. Absolutamente personales —dice y hace una respiración más breve con la boca abierta, un jadeo provocado por el principio de asma, que luego se apaga.
—¿Alguna vez tuviste miedo?
—Nunca tuve miedo, porque lo peor ya me había pasado. No me puede pasar nada peor que lo que me pasó. ¿Entonces qué miedo voy a tener? ¿Que me maten?
Es una voz cascada, firme, abrupta, una voz que llena todo el espacio. Una voz que se vuelve melodiosa, que forcejea, que canta, que se atropella. Una voz que jamás es solemne, que no se aplaca, que nunca amaina. Una voz de arrabal que aprendió a imponerse, a defenderse. Una voz asediada, torturada, severa. Una voz maternal, volcánica, exagerada, infantil, grosera, memoriosa, inquisidora, compasiva, incorrecta, tormentosa, implacable. En la voz de Hebe de Bonafini se superponen tantas voces que resulta imposible creer que pertenecen a una sola vida.
10 de diciembre de 1983. El fin de la dictadura militar y el comienzo de la democracia marcaban también el fin de las Madres de Plaza de Mayo tal como se las conocía. Las medidas adoptadas por el incipiente gobierno de Raúl Alfonsín, que pretendían cauterizar “los horrores del pasado” —como los definiría el propio presidente—, irían socavando ese movimiento de mujeres unidas por la desesperación. Sitiado por la presión de una sociedad que reclamaba justicia y por los militares que pretendían no ser condenados por sus crímenes, Alfonsín intentaría investigar y juzgar a la cúpula del gobierno militar, a los sobrevivientes de las cúpulas guerrilleras y, en paralelo, acercarse a las Madres a través de una reparación económica en compensación por el daño infligido durante el terrorismo de Estado. Un grupo de integrantes de la Asociación, junto a otros organismos de derechos humanos, creían que había que darle tiempo al nuevo gobierno. Pero no era el caso de Hebe de Bonafini: a pesar de los pedidos para que moderara sus acciones y sus palabras, ella irrumpía aún con más vehemencia.
—La primera vez que vi a Hebe, estaba en toda su potencialidad —dice Antonio Rojas Salinas, abogado de las Madres de Plaza de Mayo desde 1982, en su casa en Villa del Parque—. Me dijo: “Nosotras no creemos en esta Justicia. Sabemos que los jueces están para legitimar una situación de privilegio de una clase social”. Aunque no había leído a Marx, tenía esa postura muy clara. En ese entonces ella ya había perdido a su marido, y estaba completamente entregada a su lucha.
En septiembre de 1982 había fallecido de cáncer Humberto Bonafini. “Fue muy duro porque Alejandra tenía apenas 16 años. Yo me armé de vuelta, con mucho esfuerzo, como pude. Todos los días me decía a mí misma que tenía que estar bien y que no podía permitirme decaer. No sé si le hizo muy bien a Alejandra eso de que en mi casa no hubiera dos días para encerrarse a llorar como hace toda la gente normal”, relata Hebe de Bonafini en la biografía Hebe. La otra mujer, de Gabriel Bauducco (Ediciones Madres de Plaza de Mayo, 2004).
—Ella inmediatamente vio cómo el discurso de Alfonsín se iba acomodando para no ir de lleno contra los militares —recuerda Rojas Salinas—. Entonces ese gobierno se convirtió para ella en un obstáculo para la búsqueda de la verdad. Y respecto de esos enemigos no tenía límites.
Frente al Informe Nunca Más de 1984, confeccionado por la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (conadep) —destinada a recopilar información sobre los crímenes de lesa humanidad, aunque sin la capacidad para condenarlos—, Hebe decía: “Queremos saber quién se llevó a nuestros hijos y eso no está en el informe, queremos que los militares que los torturaron y los desaparecieron permanentemente sean pasados por la radio y la televisión para que el pueblo conozca sus caras”.
—Con esa postura, Hebe partió aguas con otras Madres, que dijeron “hay un gobierno que me ofrece dar mi testimonio, investigar. ¿No voy a ir?” —recuerda Graciela Fernández Meijide, quien formó parte de la conadep—. Tenía razón en tener el dolor. Su resentimiento fue útil, fue un símbolo fuerte, pero no pudo hacer el cambio cuando cambió el país. No pudo acompañar la nueva época.
En 1985, frente al llamado Juicio a las Juntas, en el que sólo se procesó a nueve altos jefes militares —de los cuales cuatro fueron absueltos, dos recibieron cadenas perpetuas y el resto, condenas de cuatro a dieciséis años—, Hebe afirmaba: “Las Madres no estamos en contra de la justicia, pero sí estamos en contra de la justicia que de tan corrupta se convierte en justicia cómplice y en injusticia”.
Frente a la exhumación de cadáveres NN —una forma de reconocer los cuerpos de los desaparecidos, apoyada desde un principio por Abuelas de Plaza de Mayo—, Hebe decía: “No queremos saber quiénes son los asesinados, sino quiénes son los asesinos”.
—Su posición siempre fue “nosotras no queremos huesos. Esos huesos no son nuestros hijos, ellos viven en nuestras ideas, la militancia, la lucha diaria” —dice Rojas Salinas—. Todo eso produjo el rechazo de un sector importante de las Madres y de la sociedad, que entendía la necesidad de ubicar los restos de un ser querido.
Frente a la posibilidad de levantar monumentos en homenaje a los desaparecidos, Hebe de Bonafini decía que ellas mismas se encargarían de demolerlos “ladrillo por ladrillo”.
Frente a las Madres y Abuelas que elegían marchar con las fotos de sus hijos e hijas, Hebe de Bonafini exigía: “Tenemos que socializar la maternidad, que cada una de nosotras hable en nombre de toda una generación de hijos y no del nuestro en particular”.
Frente a la promulgación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (en 1986 y 1987, respectivamente), que deslindaban de responsabilidades a los represores, ponían una fecha límite para llevarlos a juicio, y eran expuestas por el gobierno de Alfonsín como una manera de reconciliar a las Fuerzas Armadas con la sociedad; Hebe decía: “Nada más y nada menos que una ley para perdonar a los asesinos”.
—Hubo una imagen de ella durante el Juicio a las Juntas que quedó grabada para siempre. Sabiendo de las dificultades que se tenían para juzgar a los militares, con la presión del ejército y de la derecha… Los jueces temblaban en meter la pata —dice Fernández Meijide—. Se había pedido de entrada que nadie llevara símbolos. Entonces ella llega, se sienta, saca su pañuelo y se lo pone. Esos gestos de provocación, en una mujer grande que llevó una lucha adelante, son los que no se entienden.
—La que cobra la reparación económica se prostituye, está vendiendo la sangre de los hijos, fue así y es así —dice Hebe de Bonafini en su oficina—. “Bueno, pero cómo, qué barbaridad”, me criticaban en esos años. “Escúchame, ¿vos cuántos hijos tenés, tres? Y andás siempre llorando de que no te terminás la casa. Bueno, que te maten a dos, que te paguen por ellos, y te terminás la casa”. Así les contestaba yo.
La ruptura oficial se produjo en 1986, cuando un grupo de Madres se retiró y creó Madres de Plaza de Mayo “Línea Fundadora”. Ese movimiento gestado al calor de la desolación y el dolor compartido, se había fracturado para siempre.
—Un día vino a la Asociación un grupo de Madres con un escribano, a decirme que no estaban bien las cosas. “No te queremos traicionar”, me decían. Y yo les dije “no, a mí no me van a traicionar, están traicionando a sus hijos”. Tendrían que preguntarles a ellas por lo que hicieron, no a mí. Ellas hicieron varios libros hablando mal de mí, diciendo que soy una dictadora y una mandona. Cuando me lo preguntan digo que sí, que no mienten, soy dictadora y mandona.
—¿No volviste a hablar con ninguna de ellas?
—Después, cuando pasó mucho tiempo, cuando ellas vieron que teníamos una Universidad, que crecíamos en el exterior, los premios, los honoris causa, yo ni me acuerdo todo lo que nos dieron ya… Bueno, una de las de Línea Fundadora fue a la plaza a verme. Me dijo “Hebe, mirá, vengo en nombre de las Madres, quieren ver a ver si se pueden volver a juntar… ellas creen que se han equivocado”. Le respondí que no tenía ningún problema. “Hay una sola cosa: yo sólo voy a aceptar que vuelvan si devuelven la reparación económica”. Como todas se lo habían gastado, no pudieron volver.
—¿Nunca creíste que podía haber una reconciliación entre ustedes?
—La palabra reconciliación para mí es la más baja del ser humano. ¿Con qué te querés reconciliar?
No es ético que hable de Hebe de Bonafini, estamos separadas hace más de treinta años”, responderá por mensaje de texto Nora de Cortiñas, referente de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, al ser contactada para esta nota.
“Las diferencias son irreconciliables. Hubo intentos de mejoras, pero hay muchísima distancia política e ideológica entre las dos. Es imposible que Estela quiera hablar sobre Hebe de Bonafini”, esgrimirá al teléfono el secretario de Estela de Carlotto, presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo.
—Sofi querida, vení, tenemos que hablar de la comida de hoy —dice Hebe, y su secretaria aparece en la puerta de la oficina—. Cortá la carne en un centímetro, más no vas a poder porque debe estar dura todavía. Pero no la descongeles toda. Si no, hay otro cuchillo que corta más. Ojo, a mí cortame una gruesita de dos centímetros. Yo hago la ensalada de tomate.
En la Asociación Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini se cocina para ella y, muchas otras veces, para el resto de las Madres. También prepara frascos de berenjenas al escabeche y aceitunas griegas que regala entre sus colaboradores.
—Lo que más me gusta cocinar es la comida de olla. Me sale muy rica y me permite mezclar sabores e inventar. Siempre me da alegría cocinar, me gusta mucho, es lo que tengo para dar.
Durante cinco años —desde 2008 a 2013—, dictó un taller de cocina en el que convocaba a figuras de la política nacional para debatir sobre la coyuntura. El libro Cocinando política sin que se queme (Ed. Madres de Plaza de Mayo), en el que se reúnen esas clases donde proliferaban la quinoa, el amaranto y las poesías de Pablo Neruda, lleva esta frase como prólogo: “Para quienes tienen o pretenden tener la sartén por el mango, debemos poner mucho fuego por abajo, así cuando la sartén esté ardiendo, soltarán la sartén y el mango también”.
—No como frito ni cosas que no debo. Hace unos cinco meses me di cuenta de que todo lo que era derivado de la leche me hacía mal, me hacía sentir hinchada. Dejé la leche, el yogur, los quesos crema. Aprendí a conocer mi cuerpo, y me cuido mucho.
Todas las mañanas, repite la rutina que le recomendó su endocrinólogo para controlar la diabetes: toma la medicación, se aplica insulina, hace gimnasia respiratoria, se baña —limpia las uñas de sus pies y el espacio entre sus dedos con un cepillo de dientes—, se frota una crema especial en las manos y las piernas y revisa sus índices de glucosa.
—¿Te costó empezar a cuidarte, dejar algunas comidas?
—No… no, eso está en la cabeza. Y yo la cabeza la tengo puesta en otro sitio.
La puerta de su casa nunca está cerrada con llave. Por las noches la traba apenas con una piedra. Es un viernes de julio más gris que de costumbre y los árboles de la ciudad de La Plata todavía muestran sus brazos desnudos. Al fondo de un pasillo descascarado, una vela blanca ilumina la antesala frente a una estatuilla del Gauchito Gil (un santo popular argentino). Hebe está sentada en el comedor. A su costado, una lengua de humedad corroe la pared blanca. Viste pantalón de jogging rojo, campera roja, el camisón de dormir asomando por el cuello. Atrás suyo cuelga la reproducción de un cuadro del pintor colombiano Fernando Botero —señora, señor, un niño y una niña, una familia mirando hacia adelante, todos cuerpos gordos—, que parece un retrato del deseo arrancado.
—Sírvanse lo que quieran, agarren de la heladera, hay gaseosa, agua, yo no me puedo ni parar.
Hace varios días que está en la casa, en la que vive sola, recuperándose de una gripe que la obligó a alejarse de su oficina en la Asociación Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires.
—¿Nunca pensaste en mudarte para allá?
—No, no me gusta la Capital, es una ciudad enloquecedora, acá no escuchás ni el ruido de la calle. Además me gusta tener el fondo, las plantas, la cocina grande, que todo el mundo venga, se sienta, se sirva. Eso allá casi no se puede. Mi departamento en Capital es bastante lindo pero es interno, abrís la ventana y ves techos de otras casas.
El departamento en el que vive de lunes a jueves está pegado a la Asociación Madres de Plaza de Mayo.
—Tengo la mitad de mi ropa acá y la otra allá. Parezco una pendeja.
Dice que duerme mucho: en la semana al menos diez horas, los fines de semana pueden ser catorce o quince de corrido.
—¿Soñás?
—Vos sabés que siempre sueño con la misma casa, una casa que nunca habité. Tiene un garage viejito y un fondo como el gallinero de mi abuela, parecido. Es una casa muy linda que a veces me parece que es una en la que dormí en Holanda, pero no sé. La casa está entre las montañas y tiene muchos cortinados de raso, lujosos, como los que se usaban antes. Yo abro puertas y encuentro otra gente que está durmiendo, y cierro. Y voy a la cocina y cierro. No los quiero despertar.
—¿Le buscaste un significado?
—Nunca, ¿para qué? No pierdo tiempo en esas cosas.
En todos sus años como presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe de Bonafini viajó —entre cientos de otros puntos distantes— a Pion Yangh, Bonn, Barcelona, Madrid, Milán, La Habana, Galicia, California, Los Ángeles, Viena, Lima, Oslo, Alejandría, el País Vasco. Esos viajes, cree ella, fueron las experiencias que más la nutrieron.
—Son puro aprendizaje, tenés que absorberlos —dice—. Como la gente que al cigarrillo lo chupa en vez de fumarlo, se lo van comiendo casi. Así tenés que viajar. Yo anoto todo, tengo 106 cuadernos de viaje todos escritos. Cuando fui a Yugoslavia, por ejemplo, conocí a esas mujeres que, al sonar la alarma de los bombardeos, en vez de refugiarse iban con sus hijos a cuidar los puentes. Estuve ocho días. Ver cómo amaban la patria, hasta dónde, con qué alegría lo hacían, me enseñó un montón. Ahí aprendí cómo eran los misiles. Lo vi por primera vez con mis ojos. Son una lucecita que baja. Los tiran de más de diez mil metros de altura, son teledirigidos, caen en el medio de un edificio y lo destruyen, como si fuera un helado. Alrededor no pasa nada, ni se mueven las casas. Es muy impresionante.
—¿Qué sentías en esos momentos?
—Ya les dije que esas son cosas personales, me las guardo.
Sentir, para Hebe de Bonafini, es un verbo que parece estar confinado a usarse sólo en la más extrema intimidad. Una intimidad que aprendió a esconder, a reservar para sí misma, a no mostrar ante nadie. Sólo se deja ver aguerrida, sólida, indolente. En el círculo íntimo de las Madres y de su familia tampoco es tan distinto: casi no hay chances de que alguien traiga a la memoria un recuerdo en el que se la vea abatida. “Quienes conocen a Hebe de Bonafini saben que ha aprendido a replegar los sentimientos a las zonas más íntimas”, escribía en una columna del año 2000 Susana Viau, periodista del diario argentino Página 12, “que se la escucha vacilar poco y será más fácil ver pasar un camello por el ojo de una aguja que descubrir en esta mujer una pizca de temor”.
—Cuando fui a la guerra de Sarajevo la gente me decía que no fuera —recuerda Hebe de Bonafini—, pero yo nunca les hago caso. Mi hija Alejandra sufre como loca, pero bueno, de repente se enoja conmigo y no me habla, pero ya sabe que no me va a cambiar.
En 2001, cuando volvía de Brasil, Hebe de Bonafini fue recibida con una noticia atroz: Alejandra había sido torturada por dos hombres que irrumpieron en su casa de La Plata, la golpearon e intentaron violarla. “Son policías. Golpearon a mi hija y no se llevaron nada de la casa. Saben que no cierro la boca y por eso nos persiguen”, dijo Hebe en una nota al diario Clarín el 27 de mayo de ese mismo año.
—Cuando pasó que a mi hija la torturaron en la casa, el primero que me llamó fue Fidel, diciéndome que la llevara para Cuba. Nos mandó los pasajes y fuimos para allá. Nos quedamos tres meses.
—¿Podemos hablar con Alejandra?
—No, a ella prefiero que la dejemos afuera.
Hebe de Bonafini, con un tono calmo, pero que no deja lugar para insistir, resguarda también a su hija en esa porción inexpugnable de su intimidad.
Casi veinte años después, al tiempo de comenzada la gestión de Néstor Kirchner como presidente de la Argentina —habiendo ganado las elecciones en 2002 como candidato del Frente Para la Victoria, después de una de las crisis económicas más profundas del país—, Hebe de Bonafini sintió que se cumplía su presagio.
—Cuando Néstor dijo que era nuestro hijo, y que nuestros hijos eran sus compañeros, me pareció que era el premio más grande para las Madres —recuerda Hebe en su casa.
Durante el mandato de Néstor Kirchner se anularían las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, se declararía inconstitucional el indulto que habían recibido los militares en 1990 —mediante un decreto presidencial firmado por el entonces mandatario Carlos Saúl Menem—, se impulsarían cientos de juicios contra los represores de la dictadura y se convertiría a la esma en el Museo de la Memoria, donde la Asociación Madres de Plaza de Mayo levantaría el Espacio Cultural Nuestros Hijos (ECuNHi). Desde entonces, las Madres de Plaza de Mayo dejaron de ser un organismo de derechos humanos y se convirtieron —como se aclara en su página web— en “una organización política”.
—Hasta el 2003, nosotros y el mundo entero habíamos conocido a Hebe enfrentando a los gobiernos y a la dictadura. Y de golpe se produce este vuelco —reflexiona el historiador Ulises Gorini—. ¿Fue un acto mágico, un enamoramiento, una operación? Chávez ya se había acercado a Hebe para instalarse en los sectores de izquierda de Venezuela. Yo creo que luego hubo una intención de legitimar al kirchnerismo políticamente desde los derechos humanos a través de ella. Pero al estilo en que Hebe procede, pareciera que borró con el codo lo que había escrito.
En medio de ese giro inesperado, en 2005, Néstor Kirchner le asignó a Hebe de Bonafini la construcción de 4 757 viviendas sociales con fondos públicos nacionales. Hebe llevó adelante esa tarea con otro hombre al que había adoptado como a un hijo durante los años noventa: Sergio Schoklender. En 1981, el caso Schoklender había conmocionado a la sociedad argentina. Sergio y su hermano Pablo fueron condenados a cadena perpetua por el asesinato de sus padres, motivado por una compleja trama familiar en la que alegaron abusos sexuales por parte de su madre. Mientras cumplía su condena en la cárcel, Sergio Schoklender estudió abogacía y psicología y se hizo cargo del centro de estudiantes intramuros. Allí conoció a Hebe, con quien comenzó a tener una relación cada vez más cercana. Al salir en libertad condicional en 1995, ella le regaló las llaves de su casa. Sergio, además de mudarse con ella, se convirtió en apoderado de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, y terminó a la cabeza del plan de viviendas que se llamó “Misión Sueños compartidos” y por el que, en 2011, se lo acusó de un presunto desvío de 206 millones de pesos de fondos públicos. Después se imputó a la propia Hebe. La causa aún está abierta.
—¿Cómo te atravesó lo que ocurrió con Schoklender?
—No, de eso no quiero hablar —responde tajante—, porque ustedes están haciendo una semblanza mía, que no tiene nada que ver con Schoklender. No les voy a contestar. Si no, nos vamos, terminamos acá, ¿eh?
Sentada, con su cuerpo casi inmóvil y la fragilidad de sus casi noventa años, ruge con una ferocidad que no deja ningún espacio para avanzar. La charla seguirá por casi media hora en una tensa calma, hasta que mire el reloj de pared y diga:
—Bueno, ya nos pasamos diez minutos. Terminamos acá.
—Con lo de Schoklender fue la primera vez que la vi así, fue el momento más difícil que compartí con ella —dice su mejor amiga, Silvina Rivilli, al teléfono desde Córdoba, la ciudad donde vive—. Muy terrible todo. Allanaron la casa de las Madres, una cosa que no te entraba en la cabeza. Pero ella tiene la fortaleza, el coraje, la sabiduría de tanto palo y tanto golpe e injusticia que recibió en la vida. Nunca perdió su humor. Durante el allanamiento, nos tomábamos una copita de licor y ella los invitaba a los policías. Después vino toda esa difamación y odio hacia ella, todos esos insultos que recibe en las redes sociales, en los comentarios de las páginas web de los diarios, que es el mismo odio que ya venía desde los militares. Para mí ella encarna lo que dice [el filósofo Michel] Foucault, que habla de la “parresía”. Es decir, hablar con la verdad desde un lugar de desventaja, y que esa persona, cuando dice la verdad, cambia el orden de las cosas. Yo creo que con Hebe pasa eso: dice verdades insoportables. Y eso es terrible. Mirá que yo soy médica psiquiatra, pero no conozco otra persona que tenga esa capacidad de verse… arrasada y firme a la vez.
Desde que se convirtió en un personaje público, cada semana las opiniones de Hebe de Bonafini ocupan un lugar destacado en los medios de Argentina. Ella puede decir cosas como:
“El presidente es una basura”, en referencia a Carlos Saúl Menem, durante una entrevista con la televisión española en 1991 que le valió un juicio por desacato. La causa prescribió en 2007.
“La presidenta tiene mucha democracia y mucha tolerancia, porque otro gobierno los hubiera desalojado a palos y a gases como merecían”, en referencia a la temporada de protestas que protagonizaron las patronales agropecuarias durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, en 2008, en oposición a una resolución que pretendía elevar el valor de las retenciones a las exportaciones de sus cultivos.
“¿Cuál es nuestra seguridad con estas vedettes que son más putas que vedettes, que se atreven a hablar de derechos humanos cuando bailaron y se acostaron con todos los represores?”, dirigiéndose a la conductora televisiva Susana Giménez, que se había pronunciado a favor del retorno del servicio militar obligatorio en Argentina.
“Estela firmó un convenio con Vidal, una asesina, una mujer que está matando de hambre a un montón de gente, que lleva comida a los comedores podrida. […] Negociar con el enemigo es lo peor que puede hacer una persona, yo creía que Estela era una persona digna, pero ahora creo que es una traidora”, en 2017, refiriéndose a un convenio que firmó la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, con la gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, para digitalizar partidas de nacimiento confeccionadas durante la dictadura y agilizar de ese modo la búsqueda de sus nietos.
“Nunca le importó un pito su hijo, queda claro, si no, no pediría la libertad de Astiz. Es una retorcida”, tras los dichos de Graciela Fernández Meijide, que en marzo de 2018 se manifestaba en apoyo a la prisión domiciliaria al genocida Alfredo Astiz.
Sus palabras nacen de un impulso irreverente, de un pensamiento que no pasó por ningún filtro, de una idea que se opone a cualquier protocolo. Hebe de Bonafini se pronuncia y el mundo, en cuestión de horas, se entera.
El alineamiento con el kirchnerismo llevó a Hebe de Bonafini a darle su apoyo a César Milani, un militar que fue nombrado jefe de Estado Mayor General del Ejército en 2013, durante el mandato de Cristina Kirchner. Hebe lo invitó a la Asociación de las Madres de Plaza de Mayo, le realizó una entrevista para su revista ¡Ni un paso atrás! —que se publicó en tapa con el título “La madre y el general”—, y le propuso “trabajar juntos para urbanizar las villas”. Poco después, el cels —uno de los organismos de derechos humanos surgidos durante la dictadura— lo denunciaría como partícipe en un serie de crímenes de lesa humanidad producidos en la provincia de La Rioja en marzo de 1977, en una causa por la que hoy tiene prisión preventiva y que aún sigue abierta.
—Fue una situación inesperada, para muchos sectores cercanos a Madres incluso —recuerda el abogado Antonio Rojas Salinas—. Nos pareció que era una decisión muy arriesgada, desde el punto de vista político, un acercamiento tan grande a un militar. Hebe tenía la certeza de que él no estaba vinculado a esos crímenes, pero ya la investidura de un militar, con lo que eso representa para el pueblo, un instrumento de represión, fue muy fuerte eso. E incomprensible.
“Hebe llevó a la perdición a las Madres cuando las hizo oficialistas”, decía el historiador anarquista Osvaldo Bayer —autor de los libros La Patagonia rebelde y Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia, entre otros— en una entrevista con la revista Sudestada en mayo de 2012. Bayer había acompañado a las Madres desde sus comienzos, las había recibido en su casa en Alemania —donde se exilió durante la dictadura militar argentina—, había marchado junto a ellas y había dicho: “Mi mayor orgullo como ser humano es el haber formado parte en las columnas acompañando a las Madres”. La biblioteca de la Asociación llevaba su nombre. Hasta que en 2012 las diferencias políticas con Hebe lo llevaron a escindirse de esa historia compartida.
—Lo que vale es su lucha, su personalidad es otra cosa —dijo Bayer en una entrevista para esta nota, una tarde de septiembre en su casa del barrio de Belgrano, tres meses antes de su muerte, el 24 de diciembre de 2018—. No le importó nada, siguió adelante, le tengo un gran aprecio. Le he hablado de sus defectos. Ella me dijo “no me importa nada”. Es muy personalista, al que no le rinde pleitesía lo hecha. Las otras Madres son más mansas. Hebe lo que piensa lo transforma, nunca va a dar un paso atrás, es muy valiente.
A comienzos de 2016, el papa Francisco invitó a Hebe de Bonafini a Roma. La audiencia sería el 27 de mayo de ese año. Pero los médicos le prohibieron viajar: estaba muy delicada de salud. Hebe llamó a su mejor amiga, Silvina Rivilli, para que la acompañara como su médica personal.
—Me dijo que si se moría, se moría tranquila porque estaba cumpliendo con lo que tenía que hacer —recuerda Silvina por teléfono—, así que nos fuimos para Roma. Era un poco extraño por todo lo que había pasado entre ellos.
En 2006, cuando Bergoglio aún era arzobispo de Buenos Aires, había pronunciado un discurso encriptado contra el kirchnerismo durante el Tedeum del 25 de mayo, y Hebe había salido al cruce: “Bergoglio es la basura que se va a oponer siempre a alguien que quiere juzgar y condenar y hacer las cosas bien como Néstor Kirchner”. Dos años después, Hebe encabezaba una toma en la propia Catedral de Buenos Aires. Pero todas esas diferencias parecieron quedar atrás una vez que Bergoglio asumió como papa: el kirchnerismo comenzó a estrechar vínculos con el excardenal y Hebe de Bonafini fue moderando su postura respecto al sumo pontífice.
—Yo hablé mucho con la gente de la villa 11-14, y un montón de villas, y todos me dijeron que cuando se inundaba, el primero que llegaba era él. Que llegaba de sombrero, piloto, botas amarillas y en micro, y que nadie sabía que era Bergoglio
—esgrimiría Hebe, durante el encuentro en su casa, en relación a ese cambio en sus opiniones—. Entonces ya eso te da una pauta de que a esa persona no la conocíamos… Yo creo que él, para ser Bergoglio acá, tuvo que ser de una forma que no era.
Tres meses antes del arribo de Bonafini a Roma, el papa Francisco había recibido por primera vez al presidente Mauricio Macri y le había concedido veintidós minutos. Nadie sabía cuánto tiempo estaría con ella.
—Cuando llegamos al hotel en Roma chequeé que la habitación que le habían asignado fuera para discapacitados, porque ella siempre duerme sola —retoma su mejor amiga sobre aquel viaje para ver a Bergoglio—. Hebe es muy particular, ella es muy buena paciente de sus médicos, pero no te habilita a que intervengas de cualquier manera en sus cosas. Yo mantengo cierta distancia de intimidad, porque ella es muy pudorosa, cuida su independencia. Imaginate que fumo a escondidas de ella. Tengo cincuenta y dos años, pero con la única persona en la vida que yo fumé a escondidas fue con ella.
En una de esas escapadas para fumar en el hotel, Silvina escuchó desde la puerta que Hebe respiraba mal. Entró en la habitación y notó que tenía un ataque de hipoglucemia. “Traeme una Coca”, le pidió Hebe. Se compensó a los pocos minutos de tomarla, pero no sabía cómo iba a sentirse para la audiencia con el papa al día siguiente. Finalmente, Bergoglio la recibió a solas durante dos
horas y cuarto y le pidió que le envíe noticias de la Argentina siempre que pueda.
Desde ese momento, Hebe de Bonafini mantiene un vínculo cotidiano por WhatsApp con el papa Francisco.
Semanas después del último encuentro con Hebe de Bonafini, Evel Beba de Petrini está en la Asociación de las Madres de Plaza de Mayo dando una entrevista para esta nota. Apenas pasaron diez minutos del comienzo cuando Hebe de Bonafini sale de su oficina vestida con un batón beige y sandalias y se detiene a unos metros, la mirada intempestiva.
—Hay una cosa de ustedes que me da intriga. ¿Todavía siguen hablando con gente? ¿Cómo es esto? Me apuraron para que los atienda, fueron a mi casa, ¿y ahora resulta que todavía están acá? Hay algo que no me queda claro, y a mí me gustan las cosas claras, claras —dice, y se va al baño.
—Ahí la tenés, ésa es Hebe de Bonafini —dice Beba—. Ella te dice “lo quiero así” y entonces vos le decís “yo no puedo”. O vos podés, pero capaz de otra forma, no con la velocidad y la rapidez que ella quiere. ¿Pero cómo se lo explicás? Ahora, para aclarárselo, se lo van a tener que decir un montón de veces.
Unos minutos después sobreviene el intento de aclarar la situación:
—Disculpá Hebe, la nota sigue adelante, estamos haciendo más entrevistas.
—No, no, ustedes ya me mintieron. Ahora váyanse, estoy ocupada, tengo cosas mucho más importantes que hacer.
Desde su pequeña oficina, Hebe de Bonafini debe seguir dándole órdenes al mundo.
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