Asdrúbal Aguiar 22 de noviembre de 2022
@asdrubalaguiar
Cuando
la política exterior de los países de Occidente se sujetaba o simulaba
sujetarse a principios morales ordenadores –partiendo del básico que nos lega
la Segunda Gran Guerra del siglo XX, el de la primacía de la dignidad de la
persona humana por sobre los atropellos de la soberanía nacional y sus
gobiernos– todo atentado a las normas que los desarrollan en el campo de la
democracia y del Estado de Derecho era motivo de preocupación. Cuando menos era
una cuestión que ocupaba el interés de la opinión pública.
Tras el ingreso del mismo Occidente al mundo de la No-cosas –copio la expresión de Byung-Chul Han– y al imperio de los metaversos, léase al de la virtualidad que a medida de nuestras arbitrariedades personales nos permite crear mundos propios ajenos al de los otros, pasamos a creer en una libertad ajena al discernimiento entre el bien y el mal. Se trataría de categorías del pasado o antiguallas que mal estaría dispuesto a aceptar el relativismo en boga, que es “el problema más grande de nuestra época” según lo expresara el hoy Papa Emérito Joseph Ratzinger, siendo cardenal.
Hasta
el fijar una verdad tan básica como la del respeto a la dignidad humana, que
fija derechos iguales para todas las personas en todo lugar donde se encuentren,
se la tacha ahora de fundamentalismo en nombre de la tolerancia. Al cabo, como
lo indica el Papa alemán y lo muestra otra vez la experiencia corriente –baste
con fijarnos en el comportamiento de quienes deciden renunciar a verse como
terráqueos y balbucean sonidos que atribuyen a extraterrestres por las redes y
los imponen bajo protesta popular, fundados en el privilegio de la diferencia–
de consiguiente “el relativismo se ha convertido en la nueva expresión de la
intolerancia”. Ayer, no más, el gobierno griego condenó a la prisión al
futbolista que osó calificar de “abominable” que a un niño se le cambie el
sexo.
De
modo que, insisto en que estamos ante un problema de los occidentales, por
avergonzados de nuestra cultura e historia milenaria y sus denominadores
culturales, sin que se aprecie lo mismo en las otras civilizaciones como la
islámica o la china, o la de India o la del África negra. Y al perderse o
deteriorarse las certezas intelectuales sobre la misma naturaleza humana, el
descarte de la persona sea quien fuere, se hace habitual y se vuelve virtuoso.
Es lo que predica el llamado progresismo, que es antiprogresismo en la misma
medida en que diluye a lo humano racional para imponer especies-datos recreadas
al detal, sujetas como usuarios a la gobernanza digital o meras piezas a las
que se les considera partes inferiores ante las leyes y fuerzas evolutivas
matemáticas de la naturaleza, la Pacha Mama.
No
escandaliza a los organismos mundiales encargados de proteger al ser humano en
sus todos sus derechos, y para todos, al punto de que hasta las comisiones de
la ONU que conocen de crímenes de lesa humanidad ejecutados por Estados y
gobernantes, los relativizan. Los vuelven cuestiones políticas y políticamente
transables o resolubles mediante componendas diplomáticas, de suyo relativas.
¿O es
que nada indica, al respecto, que el presidente de Francia, Emmanuel Macron,
llame presidente y reconozca como tal a un ecocida como Nicolás Maduro en el
marco de una asamblea mundial de protección del medio ambiente, o que el
presidente de Colombia, Gustavo Petro, en yunta con este y el argentino Alberto
Fernández exijan a los venezolanos entenderse con aquel y que al paso olviden
toda sanción o anuncio de persecución criminal universal dictada contra éste?
Que se
saluden el aborto no terapéutico o la eutanasia como logros de una extraña
civilización sin reglas de juego y en cierne, mientras se encarcela y lapida al
que ha destruido un árbol o maltratado a un animal, revela el grado de
apostasía de lo humano y del sentido de humanidad que marca la deriva del siglo
en curso.
Todo
ello explica, sin más agregados, que la diáspora o los refugiados venezolanos
que casi frisa los 8 millones de almas esparcidas por el mundo, desgajadas de
localidad y de afectos, migrantes hacia países en los que sobreviven aceptando
verse discriminadas y hasta tratadas como «cosas» disponibles, no aparezcan en
el radar de los diálogos parisinos o mexicanos como asunto de primer orden.
Se los
estigmatiza, se les regatean sus identidades y se les dan reconocimientos
provisorios – TPS que ponen en duda o bajo condición el derecho a existir con
seguridad que merece todo ser humano. Hasta les suman como propia la condición
criminal del régimen que ha triturado sus dignidades y del que han escapado. Se
les mira y se nos mira a los venezolanos como marchantes sospechosos, en
cualquier rincón al que nos aproximamos.
Nadie
tiene por qué recordar –impera el relativismo ético– que alguna vez fue Venezuela
tierra de acogida y de libertad para americanos y europeos de cualquier
condición, a quienes se privilegiaba como constructores bienvenidos de un
patrimonio considerado común y por hacer.
A los
venezolanos de la diáspora se les usa, eso sí, cuando sirven o son útiles como
tema de debate electoral en los sitios en donde esperan, cuando menos, el trato
respetuoso que como refugiados merecen y les otorgan las leyes de humanidad, no
los tratados universales que se ocupan de la cuestión.
Lo
insólito es que esa diáspora sin Torá se coaliga para no perder su identidad
compartida, lo que es legítimo y muy necesario. Mas se la mueve, apenas, para
el ejercicio del voto, que acepta, cuando menos, para saber que aún existe para
los “de adentro”. Y los aspirantes a los espacios políticos que se negocian,
sacan cuentas y debaten sobre esas «cosas» vueltas número, los venezolanos “de
afuera”, para saber si sirven o no como tal agregado de almas que han sido
condenadas por el régimen ecocida y genocida cuyo rostro hoy lavan los
gobernantes extranjeros.
Asdrúbal
Aguiar
@asdrubalaguiar
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