Francisco Fernández-Carvajal 29 de julio de 2023
@hablarcondios
— La red es imagen de la Iglesia, en la
que hay justos y pecadores.
— A la Iglesia pertenecen sus hijos
manchados por el pecado, pero no sus manchas. No debemos dejar que se juzgue a
nuestra Madre por lo que precisamente no es: los errores de quienes no han sido
fieles a su vocación cristiana.
— Frutos de santidad.
I. El Evangelio de la Misa1 nos presenta diversas parábolas acerca del Reino de los Cielos: el tesoro escondido, la perla de gran valor que encuentra un comerciante en perlas finas, la red barredera que echan en el mar y recoge toda clase de peces, unos buenos y otros malos. Al final se reúnen los buenos en un cesto y los malos se tiran. Esta red echada en el mar es imagen de la Iglesia, en cuyo seno hay justos y pecadores. En otros lugares el Señor enseña esta misma realidad: en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos, habrá santos y quienes se han marchado de la casa paterna, malgastando la herencia recibida en el Bautismo; y todos pertenecen a ella, aunque de diverso modo.
«Mientras
Cristo, santo, inocente, inmaculado (Heb 7, 26),
no conoció el pecado (cfr. 2 Cor 5, 21), sino que vino
únicamente a expiar los pecados del pueblo (cfr. Heb 2, 17),
la Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo
santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la
penitencia y de la renovación»2.
Los pecadores, no obstante sus pecados, siguen perteneciendo a la Iglesia, por
los valores espirituales que aún subsisten en ellos: el carácter indeleble del
Bautismo y de la Confirmación, la fe y la esperanza teologales..., y por la
caridad que llega a ellos en razón de los demás cristianos que luchan por ser
santos. Quedan asociados a quienes se empeñan cada día por amar más a Dios, de
la misma manera que un miembro enfermo o paralítico participa y recibe el
influjo de todo el cuerpo.
La
Iglesia «sigue viviendo en sus hijos que no poseen ya la gracia. Lucha en ellos
contra el mal que los corroe; se esfuerza por retenerlos en su seno, por
vivificarlos continuamente al ritmo de su amor. Los conserva como se conserva
un tesoro del que no se desprende uno más que cuando se ve obligado a ello. Y
no es que quiera cargar con un peso muerto. Tan solo espera que a fuerza de
paciencia, de mansedumbre, de perdón, el pecador que no se haya separado
totalmente de ella volverá para vivir en plenitud; que la rama adormecida, por
la poca savia que en ella quedaba, no será cortada ni arrojada al fuego eterno,
sino que tendrá tiempo para volver a florecer»3.
La Iglesia no se olvida un solo día de que es Madre. Continuamente pide por sus
hijos que se hallan enfermos, espera con infinita paciencia, trata de ayudarles
con una caridad sin límites. Nosotros debemos hacer llegar hasta el Señor
nuestras oraciones, y ofrecer el trabajo, el dolor, las fatigas, por aquellos
que, perteneciendo a la Iglesia, no participan de la inmensa riqueza de la
gracia, esa corriente de vida que fluye sin cesar, principalmente a través de
los sacramentos. De modo muy particular debemos pedir cada día por aquellos con
quienes nos unen vínculos más estrechos para que, si están enfermos, recobren
plenamente la salud espiritual.
II.
Aunque en el Pueblo de Dios existan miembros alejados de la gracia vivificante
y sean incluso causa de escándalo para muchos, la Iglesia misma, sin embargo,
está libre de todo pecado. De ella se puede decir, de modo analógico y
acomodado, lo que se dice de Cristo: es de arriba, no de abajo; es de origen
divino. Cristo la tomó «como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para
santificarla, la unió a Sí mismo como su cuerpo y la enriqueció con el don del
Espíritu Santo, para gloria de Dios (...). Esta santidad de la Iglesia se
manifiesta continuamente y debe manifestarse en los frutos de la gracia que el
Espíritu Santo produce en los fieles; se expresa de las maneras más diversas en
cada uno de los que, según su condición de vida, tienden a la perfección de la
caridad, edificando a los demás»4.
Ella sabe que no es una formación de este mundo, ni un poder cultural
religioso, ni una institución política, ni una escuela científica, sino una
creación del Padre celestial por medio de Jesucristo. «En Ella ha depositado
Cristo, el Enviado del Padre, su palabra y su obra, su vida y su salvación, y
en Ella los dejó para todas las generaciones venideras»5.
Los
pecadores pertenecen a la Iglesia, a pesar de sus pecados; todavía pueden
volver a la casa paterna, aunque sea en el último instante de su vida. Por el
Bautismo, llevan en sí una esperanza de reconciliación que ni aun los pecados
más graves pueden borrar. El pecado que la Iglesia encuentra en su seno no es
parte de ella; es, por el contrario, el enemigo contra el que habrá de luchar
hasta el final de los tiempos, especialmente a través del sacramento de la
Confesión. Sí pertenecen a ella sus hijos manchados por el pecado, pero no sus
manchas. Sería bien triste que nosotros, sus hijos, dejáramos que se juzgara a
la Iglesia precisamente por lo que no es.
Como
recordaba en una ocasión Juan Pablo II, la Iglesia «es Madre, en la que
renacemos a la vida nueva en Dios; una madre debe ser amada. Ella es santa en
su Fundador, medios y doctrina, pero formada por hombres pecadores; hay que
contribuir positivamente a mejorarla, a ayudarla hacia una fidelidad siempre
renovada, que no se logra con críticas corrosivas»6.
Cuando
se habla de los defectos de la Iglesia en el pasado o en el presente, o se dice
que la Iglesia debe purificar sus faltas, se olvida que esas faltas y esos
errores se dieron y se dan precisamente por personas, con responsabilidad
personal, que no vivieron su vocación cristiana y no llevaron a cabo la
doctrina que Cristo dejó a su Iglesia; se olvida que Cristo la ha
adquirido para Sí, por medio de su Sangre7,
que la ha purificado desde el comienzo para que aparezca en su presencia totalmente
resplandeciente, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante, sino santa e
inmaculada8, que es la Casa de Dios, columna y soporte de la
verdad9.
«Si
amamos a la Iglesia no surgirá nunca en nosotros ese interés morboso de airear,
como culpa de la Madre, las miserias de algunos de los hijos. La Iglesia,
Esposa de Cristo, no tiene por qué entonar ningún mea culpa.
Nosotros sí (...). Este es el verdadero meaculpismo, el personal, y
no el que ataca a la Iglesia, señalando y exagerando los defectos humanos que,
en esta Madre Santa, resultan de la acción en Ella de los hombres hasta donde
los hombres pueden, pero que no llegarán nunca a destruir –ni a tocar,
siquiera– aquello que llamábamos la santidad original y constitutiva de la
Iglesia»10.
III. La
Iglesia es santa y fuente de santidad en el mundo. Nos ofrece continuamente los
medios para encontrar a Dios. «Esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en
los sacramentos, con los que engendra siempre pureza; en las santísimas leyes,
con que a todos manda y en los consejos del Evangelio, con que nos amonesta; y
finalmente en los dones celestiales y carismas, con los que, inagotable en su
fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores»11.
Es
fuente de santidad y la causa de la existencia de tantos santos a lo largo de
los siglos. Primero fueron los mártires, que dieron su vida en testimonio de la
fe que profesaban. Luego, la historia de la humanidad ha conocido el ejemplo de
tantos hombres y mujeres que ofrecieron su vida por amor a Dios para ayudar a
sus hermanos en todas las miserias y necesidades. No hay apenas indigencia
humana que no haya despertado en la Iglesia la vocación de hombres y mujeres
para solucionarla, llegando al heroísmo. Y son muchos, también hoy, los padres
y madres de familia que gastan callada y heroicamente su vida, sacando la
familia adelante en cumplimiento de la vocación que han recibido de Dios, y
hombres y mujeres que en medio del mundo se han entregado por entero al Señor,
viviendo la virginidad o el celibato, y, siendo ciudadanos corrientes, dan una
especial gloria y alegría a Dios, santificándose en sus respectivas profesiones
y ejerciendo un apostolado eficaz entre sus compañeros. La Iglesia es santa
porque todos sus miembros están llamados a la santidad, «lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella»12.
En
virtud de la santidad de su Fundador, la Iglesia, Esposa de Cristo, es siempre
joven y siempre bella, sin mancha ni arruga13,
digna siempre de la complacencia divina. La santidad de la Iglesia es algo
permanente y no depende del número de cristianos que vivan su fe hasta las
últimas consecuencias, pues es santa por la acción constante en ella del
Espíritu Santo, y no por el comportamiento de los hombres. Por esto, aun en los
momentos más graves, «si las claudicaciones superasen numéricamente las
valentías, quedaría aún esa realidad mística –clara, innegable, aunque no la
percibamos con los sentidos– que es el Cuerpo de Cristo, el mismo Señor
Nuestro, la acción del Espíritu Santo, la presencia amorosa del Padre»14.
Pidamos
al Señor que nosotros, miembros del Pueblo de Dios, de su Cuerpo Místico, crezcamos
en santidad personal y seamos así buenos hijos de la Iglesia
Santa. «Se necesitan –dice Juan Pablo II– heraldos del Evangelio expertos en
humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus
gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean
contemplativos, enamorados de Dios: Para esto se necesitan nuevos santos. Los
grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al
Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos
santos para evangelizar el mundo de hoy»15.
1 Mt 13,
44-52. —
2 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. —
3 Ch.
Journet, Teología de la Iglesia, Desclée de Brouwer, Bilbao
1960, p. 258. —
4 Conc.
Vat. II, loc. cit, 39. —
5 M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. IV, La Iglesia, p. 603.
—
6 Juan
Pablo II, Homilía en Barcelona, 7-XI-1982. —
7 Hech 20,
28. —
8 Ef 5,
27. —
9 1
Tim 3, 15. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, p. 25. —
11 Pío
XII, Enc. Mystici Corporis, 29-VI-1943, 30. —
12 Conc.
Vat. II, loc. cit., 39. —
13 Cfr. Ef 5,
25-27. —
14 San
Josemaría Escrivá, o. c., p. 47 —
15 Juan
Pablo II, Discurso al Simposio de Obispos Europeos,
11-X-1985.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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