Eduardo Febbro 29 de julio de 2023
@Febbro
Thomas Piketty vuelve sobre el capital y
la desigualdad, ahora poniendo el acento en la ideología y las retóricas
dominantes y proponiendo algunas alternativas al capitalismo contemporáneo.
«Todos
los hombres nacen y permanecen libres e iguales», enuncia la Declaración
Universal de los Derechos Humanos y del Ciudadano firmada de 1789 y ratificada
por la Organización de las Naciones Unidas en 1948. El economista francés
Thomas Piketty, autor del famosísimo El Capital en el Siglo XXI (dos
millones y medio de ejemplares vendidos en todo el mundo) entrega una minuciosa
y demoledora exploración sobre esa ilusión igualitaria en el último libro que
acaba de publicar en Francia: Capital et idéologie [Capital e
ideología].
Como la precedente, esta obra consta de 1.200 páginas, se apoya en la historia del mundo y en una forma renovada de emplear las estadísticas para ofrecer un vertiginoso recorrido desde el presente hasta los orígenes de las desigualdades. Allí donde se mire, sea cual fuere la época y el régimen político, la desigualdad es una constante a lo largo de la historia de la humanidad cuyo principio o justificación responde, según Thomas Piketty, a una «ideología». Ese es la esfera central en torno a la cual se mueve toda la reflexión del libro: «la desigualdad es ideológica y política». En ningún caso es una cuestión «económica o tecnológica», y, menos aún, como lo alega desde hace décadas la derecha liberal, sus causas son «naturales».
Ya
se trate del modelo chino de desarrollo, de las castas en la India, del New
Deal de Roosevelt, divisiones como nobleza, pueblo o clérigo, clase obrera o
burguesía, todas las desigualdades están organizadas. Piketty escribe: «cada
régimen desigual reposa, en el fondo, sobre una teoría de la justicia. Las
desigualdades deben estar justificadas y apoyarse sobre una visión plausible y
coherente de la organización social y política ideales». La desigualdad es, en
este contexto, un instrumento de la gestión de las sociedades que las
ideologías convierten en necesarias. «Cada sociedad humana debe justificar sus
desigualdades –apunta Piketty–: hay que encontrarles razones sin las cuales todo
el edificio político y social amenaza con derrumbarse. Cada época produce así
un conjunto de discursos e ideologías contradictorias que apuntan a legitimar
la desigualdad».
Capital
e ideología desmonta uno tras otro las narrativas
que la derecha liberal instaló en casi todo el planeta. No existen, alega
Piketty, «leyes fundamentales», menos aún raíces «naturales» de la desigualdad,
ni tampoco se trata de «injusticias necesarias» para que el sistema funcione.
El gran relato liberal se armó desde el Siglo XIX con la idea de las famosas
«meritocracia» y su más moderna versión: «la igualdad de oportunidades». Ese
relato es falso y es preciso, anota el autor,” reescribir un relato
alternativo”.
Piketty
define ese relato dominante como «propietarista, empresarial y meritocrático»,
cuyo hilo conductor consiste en afirmar que «la desigualdad moderna es justa
porque esta se desprende de un proceso elegido libremente en el cual cada uno
tiene las mismas posibilidades de acceder al mercado y a la propiedad, donde cada
uno se beneficia espontáneamente de las acumulaciones de los más ricos, quienes
también son los más emprendedores, los que más merecen y los más útiles». El
economista francés demuestra la fragilidad galopante de ese gran relato
liberal, así como sus abismales contradicciones, tanto más cuanto que ese
principio de la desigualdad necesaria ya no se puede «justificar más en nombre
del interés general». Piketty explica que la meritocracia que se expandió como
modelo exclusivo desde los años 80 equivale a una suerte de carta mágica que
les permite a sus promotores «justificar cualquier nivel de desigualdad sin
tener que examinarla y, de paso, estigmatizar a los perdedores por su falta de
mérito, de virtud y de diligencia». La modernidad económica se caracteriza así
por «culpabilizar a los pobres» y, también, por un «conjunto de prácticas
discriminatorias y desigualdades de estatuto y etno-religiosas».
Piketty
sitúa el inicio del ciclo más poderoso de la desigualdad a finales de la
Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando se destruyó y se redefinió «la muy
desigual globalización comercial y financiera que estaba en curso en la Belle
Époque». Desde entonces hasta nuestro Siglo XXI queda un tendal de destrucción
social, que es la amenaza que preside todos los trastornos. El economista
advierte: «si no se transforma profundamente el sistema económico actual para
tornarlo menos desigual, más equitativo y más duradero, tanto entre los países
como dentro de ellos, entonces el ‘populismo’ xenófobo y sus posibles éxitos
electorales por venir podrían rápidamente entablar el movimiento de destrucción
de la globalización híper-capitalista y digital de los años 1990-2020».
Esta
obra frondosa y en nada pesimista se inscribe en una cultura de la
reconstrucción y la reformulación y no en un mero catálogo de calamidades o
diagnósticos sobre la nocividad del liberalismo. Está muy alejada de esa
producción vestida de progresista y empeñada en describir el mal sin que haya
otra alternativa que aceptarlo o sucumbir. Piketty diseña varios horizontes. No
es un libro no de ruptura sino de replanteamientos. No se propone la
destrucción del sistema sino su comprensión histórica, su replanteamiento y,
sobre todo, la desconstrucción de la retórica liberal que ha justificado hasta
ahora todas las desigualdades en nombre de imaginarios «fundamentos naturales y
objetivos».
Piketty
no solo afirma que hay muchas vidas fuera del sistema, sino que, también, cada
vez que se intentó modificarlo la existencia humana mejoró. En el prólogo del
libro, Piketty resalta: «de este análisis histórico emerge una conclusión
importante: fue el combate por la igualdad y la educación el que permitió el
desarrollo económico y el progreso humano, y no la sacralización de la
propiedad, de la estabilidad y de la desigualdad». Los procesos de impugnación
de la desigualdad por parte de la sociedad civil han sido en este sentido
decisivos para cambiar el rumbo: «en su conjunto, las diversas rupturas y
procesos revolucionarios y políticos que permitieron reducir y transformar las
desigualdades del pasado fueron un inmenso éxito, al tiempo que desembocaron en
la creación de nuestras instituciones más valiosas, aquellas que, precisamente,
permitieron que la idea de progreso humano se volviera una realidad».
No
hay, de hecho, ningún determinismo, es decir, ninguna condena a la cadena
perpetua de la desigualdad. Existen y existirán alternativas. «En todos los
niveles de desarrollo, existen múltiples maneras de estructurar un sistema
económico, social y político, de definir las relaciones de propiedad, organizar
un régimen fiscal o educativo, tratar un problema de deuda pública o privada,
de regular las relaciones entre las distintas comunidades humanas (…) Existen
varios caminos posibles capaces de organizar una sociedad y las relaciones de
poder y de propiedad dentro de ella». Esas posibilidades latentes están más
abiertas en nuestra época, «donde algunos caminos pueden constituir una
superación del capitalismo mucho más real que la vía que promete su destrucción
sin preocuparse por lo que seguirá».
Comprender
la historia conjunta del capital y la ideología/desigualdad equivale a
«elaborar un relato más equilibrado y a trazar los contornos de un socialismo
participativo para el Siglo XXI; es decir, imaginar un nuevo horizonte igualitario
de alcance universal, una nueva ideología de la igualdad, de la propiedad
social, de la educación y del reparto de los saberes y de los poderes, más
optimista ante la naturaleza humana».
Esta
amplísima lectura de la historia invita a reescribirla en los hechos. Por
ejemplo, con esa idea de un «socialismo participativo», Piketty presenta una
serie de ideas y propuestas con el objetivo de refutar la tendencia congelada:
«las desigualdades actuales y las instituciones del presente no son las únicas
posibles, pese a lo que puedan pensar los conservadores: ambas están también
llamadas a transformarse y a reinventarse permanentemente». Así como no hay
ningún «determinismo» o causa «natural» de la desigualdad tampoco cabe pensar
que su erradicación es automática. «El progreso humano no es lineal –escribe
Piketty–. Sería un error partir de la hipótesis según la cual todo siempre irá
mejor, que la libre competencia de las potencias estatales y de los actores
económicos basta para conducirnos como por milagro a la harmonía social y
universal». «El progreso humano existe, pero es un combate», recalca. Este debe
«apoyarse sobre un análisis razonado de las evoluciones históricas, con lo que
comportan de positivo y de negativo».
Piketty
desata nudos, desarma narrativas, corre el telón de los cinismos incrustados en
la ideología del Wall Street Journal, desmonta pieza por pieza la
criminalización de la protesta social y deslegitima la impostura del sometimiento
en nombre del equilibrio social. Allí donde los pueblos se levantan para exigir
equidad y justicia social, la ideología de la desigualdad vocifera que toda
revuelta significa el desorden, el cual desembocará en dirigirse «derecho hacia
la inestabilidad política y el caos permanente, lo que terminará por darse
vuelta contra los más modestos». Piketty llama a esa contraofensiva del miedo
«la respuesta propietarista intransigente», cuyo principio de acción «consiste
en que no hay que correr ese riesgo, que esa caja de Pandora de la
redistribución de la propiedad nunca se debe abrir».
Capital
e ideología propone abrir la caja, empezando por un
trabajo que incita a volver a pensar necesariamente las distintas formas de la
propiedad, de la dominación y la emancipación. La relectura histórica de las
convenciones de la desigualdad se propone también despejar pistas para
emanciparse de un régimen que degrada la condición humana. El catadrático y
economista francés adelanta un flujo de ideas o pistas que incluyen «la
propiedad social» y la «cogestión de las empresas» (los empleados tendrían el
50% en el seno de los consejos de administración), «la propiedad temporal»
(impuesto progresivo aplicado al patrimonio), «la herencia para todos» (contar
a los 25 años con un capital universal), «justicia educativa» (equilibrio de
los gastos en educación en beneficio de las zonas desfavorecidas), «impuesto al
carbono individual» (gravamen ecológico basado en el consumo propio),
«financiación de la vida política» (los ciudadanos recibirían del Estado bonos
para la «igualdad democrática» que luego entregarían al partido de su
preferencia), «inserción de objetivos fiscales y ecológicos obligatorios en los
acuerdos comerciales y los tratados internacionales», «creación de un catastro
financiero internacional» (para que las administraciones sepan quién detenta
qué).
Críticos
habrá muchos, tanto del campo de la izquierda como del liberal. Los primeros
impugnarán Capital et idéologie porque su propuesta no es una
revolución, los segundos lo destruirán porque sus 1.200 páginas son un alegato
inobjetable sobre los mecanismos que edificaron la depredación de las
sociedades humanas. La ideología «propietarista» preside en este momento de
nuestra historia todas las retóricas dominantes, con la consiguiente sensación
de asfixia globalizada, la casi certeza de que, sin este modelo desigual, no
existe vida humana posible. A su manera voluminosa, exhaustiva y original, el
ensayo del economista francés abre horizontes, respira y prueba que no existe
un solo relato, sino que, mirando con prolijidad, hay otros, que lo que nos
presentan como más moderno no es más que una línea narrativa tan viciada como
anclada en el pasado. Esa es su meta confesa: «convencer al lector de que
podemos apoyarnos en las lecciones de la historia para definir una norma de
justicia y de igualdad exigentes en materia de regulación y reparto de la
propiedad más allá de la simple sacralización del pasado».
Tomado
de: https://nuso.org/articulo/thomas-piketty-ataca-de-nuevo/
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